Uno de los criterios más habituales para analizar la literatura que incorpora elementos ajenos a las leyes naturales (que llamaré a partir de ahora «mágicos» para entendernos), es la clasificación de maravilloso / fantástico. Ojo, que aquí «maravilloso» y «fantástico» no tienen mucho que ver con el significado que se le suele dar a esas palabras en el habla cotidiana.
Los relatos maravillosos son aquellos en los que los sucesos mágicos forman parte natural del mundo de ficción. Tanto los cuentos de hadas como la fantasía medieval estilo Tolkien o Dragonlace entrarían en este grupo: las cosas que para nosotros serían «imposibles» existen y punto. Pueden ser peligrosas, bondadosas o malignas, pero sin duda están ahí y ningún personaje se asombra de ello. Como lectores, debemos hacer lo mismo y aceptarlas para poder disfrutar de la obra.
Por el contrario, en el relato fantástico la realidad es más o menos como la conocemos (ya advertí que estos términos son un tanto equívocos), salvo por un elemento puntual, o unos pocos, que subvierten lo que consideramos «natural» y que por lo general también resultan asombrosos para los personajes. Es el realismo con una gota de fantasía que va tiñendo la historia, como en El retrato de Dorian Gray o El país de las risas.
Hay quien añade que, si ese elemento «mágico» tiene finalmente una explicación racional (a lo Sooby-Doo o como en El sabueso de los Baskerville), en realidad se debe clasificar como insólito. Pero esas disquisiciones se escapan de lo que quiero plantear hoy, que va sobre el relato de tipo fantástico, de lejos mi favorito.
¡Esto no puede ser cierto!
A nadie se le escapa que el punto crítico del relato que hemos definido como fantástico está, precisamente, en la aparición de ese elemento contrario a la realidad comúnmente aceptada. Narrativamente deseamos sacarle todo el partido posible pero nos topamos con un escollo. Si los personajes lo aceptan con demasiada naturalidad, la historia pierde ese halo de asombro y de singularidad («oh, sí, tenemos un dragón en el jardín, ¿me pasas la sal, querida?»). Pero si los personajes reaccionan todo el tiempo con escepticismo y dudan demasiado, aburrimos al lector, que desea creérselo y seguir adelante para descubrir qué sucede. ¿Dónde está el justo término?
Para empezar, ¿existe de forma objetiva ese término medio? Porque si analizamos históricamente este aspecto, vemos cómo ha variado a lo largo del tiempo, desde la fascinación victoriana por el espiritismo al rechazo de principios del siglo XX hacia los fenómenos sobrenaturales y la preferencia de explicaciones cientifistas. Es un camino de ida y vuelta: por ejemplo, al leer algunas novelas de los años 60, suelo sonreír al ver la facilidad con la que los personajes asumen que existen los poderes paranormales y hasta están «demostrados científicamente»; era la época.
La facilidad para aceptar lo imposible depende también del entorno cultural del autor. Incluso en la actualidad hay regiones del mundo donde el concepto de lo mágico sigue en contacto con el inconsciente colectivo en mayor grado que en otras, lo que lleva a que sus personajes enfoquen de manera diferente la irrupción de lo imposible. ¿Nunca os ha pasado que, al leer una novela que no sea europea ni anglosajona en general, os sorprende un tanto la capacidad de los personajes para aceptar sucesos contrarios a la lógica? Ahí está el aspecto cultural.
Así a bote pronto, podemos establecer cinco fases de la reacción del personaje a la aparición del elemento contrario a la realidad convencional (sí, la idea la he copiado sin pudor de las típicas etapas de aceptación de una pérdida). Por supuesto, la extensión de cada una depende mucho de las circunstancias y los personajes en particular, y en absoluto tienen por qué aparecer todas en una historia dada:
Negación: Esto no puede estar pasando, por lo tanto no está pasando. Es un efecto óptico, o provocado por una intoxicación o, peor aún, un intento deliberado de engañarme por parte de alguien, y me puedo enfadar mucho. — El personaje se limita a ignorar o rechazar el elemento imposible. No abusar de esta fase.
Duda: Vale, puede que esté pasando, pero no tiene sentido. ¿Me estoy volviendo loco, existe una explicación racional alternativa, alguien me está tomando el pelo? — El personaje actúa con cautela: algo hay, pero no se la va a jugar apostando a que sea real; prefiere nadar y guardar la ropa, hasta que la situación se decante de uno u otro lado. Sólo aplicable a tramas tranquilas.
Exploración: Pues si está pasando, tendrá que regirse por algunas normas, aunque no sean las habituales. ¿Qué pasa si intento tal cosa? — El ser humano es adaptable y curioso por naturaleza incluso en las circunstancias más sorprendentes, y poner a prueba los límites de «lo extraño» es una fase lógica que puede permitir que la trama siga adelante.
Aceptación: Da igual que sea imposible, está ahí y no tiene sentido ignorarlo. — La historia tiene que avanzar, eso es lo fundamental, por lo que tarde o temprano (y por lo general mucho antes de lo que sucedería en la realidad) los personajes deben dejar de preguntarse si «eso» existe y pasar a interactuar con ello. Lo único esencial es que afecte a sus vidas de forma sensible, pues de lo contrario sería irrelevante.
Explotación: Puede que esto tan especial me haga rico, me permita descubrir el futuro o acabar con mis enemigos. — Una vez aceptado, lo lógico es aprovecharse de este elemento en la medida de lo posible. Claro, también puede ser muy peligroso, pero la codicia humana no conoce límites. Muy útil para relatos retorcidos.
It's horror time
En los relatos de terror, todo este esquema se simplifica mucho gracias al instinto de supervivencia: cuando se percibe una amenaza, por contraria que sea al sentido común, la reacción natural es atacar o huir (bueno, en mi caso sólo huir), con lo que la irrupción de lo imposible se simplifica mucho: uno no se pone a discutir la credibilidad de una manada de velocirraptores rugiendo en su jardín, escapa y luego ya si sobrevive se lo piensa.
No obstante, surge entonces el riesgo de la desconexión entre lector y protagonista. Parte del interés de las fases anteriores es que permiten establecer una complicidad con el lector, que sienta que el personaje actúa de forma racional y que, si éste acepta finalmente el elemento mágico, es porque le resulta creíble. Si prescindimos de toda explicación y el relato (o novela o película) no logra mantener al lector continuamente angustiado por la supervivencia inmediata de los personajes, empezará a preguntarse qué sentido tiene que esa amenaza imposible se presente así de pronto y sin la menor justificación, y puede que el destino final de los personajes acabe por no preocuparle lo más mínimo. Es la típica queja sobre las películas de terror de bajo presupuesto y, nuevamente, es algo muy subjetivo: hay a quien le arruina la experiencia y a quien le da exactamente igual.
2 comentarios:
Interesantes y magistrales reflexiones, como siempre.
Favor que vos me hacéis *^_^*
Saludos,
Entro
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