martes, 19 de noviembre de 2019

Sinestesia sin anestesia

Estaba convencido de que no iba a publicarse nada mío en 2019, y casi por sorpresa llega este Calabazas en el Trastero. Ya es el número 29 de la colección, está dedicado al curioso tema de las melodías infernales y contiene mi relato Sinestesia sin anestesia. Qué majos los chicos de Saco de Huesos.

Muy bien, vayamos primero con el título. En efecto, se trata de un pésimo juego de palabras, pero creedme cuando digo que se fundamenta en los sucesos narrados en la historia. La sinestesia, por si no os suena, es una alteración de la percepción por la que las respuestas sensoriales se mezclan. Por ejemplo, un número evoca un color, un sonido despierta una emoción determinada, etc. (no se puede especificar más pues varían mucho de una persona a otra). Siempre me pareció que la sinestesia se prestaba a una ambientación de terror, pues ¿qué verá la mente del sinestésico ante ciertos estímulos que para los demás son inocuos?

Sinestesia sin anestesia es un relato que tiene ya muchos años a su espalda. Lo escribí allá por 2013, evidentemente sin pensar en ningún momento en los Calabazas. Pretendía hacer algo más clásico de lo habitual, con un estilo digamos «decimonónico», y relacionarlo además directamente con el famoso relato de H.P. Lovecraft The Music of Erich Zann, que siempre me ha resultado intrigante por su indefinición. Si sois aficionados a los Mitos de Cthulhu sabréis que ha habido a lo largo de los años varias «secuelas» del mismo que, en mi opinión, resultan fallidas. En cambio en esta historia planteo otro enfoque: si Zann transformaba en música lo que veía por su ventana, ¿podríamos de algún modo rehacer a partir de su música esas demenciales escenas? Y ahí es donde entra la sinestesia.

Como influencia adicional de ese tipo de relatos y otros más arcaicos, hallaréis aquí mesmerismo, teorías médicas marginales y un experimento rayano en lo ilícito, pero tranquilos que todo ello se narra con elegancia. Nada de sangre ni violencia, que no en vano estamos en París.

En efecto, al igual que la obra de Lovecraft (que recurría a una ambientación difusa e imprecisa), se supone que Sinestesia sin anestesia se sitúa en París antes de los grandes cambios sociales y urbanos que trajo el siglo XX, pero sin especificar cuándo ni, sobre todo, dónde caía la inefable rue d'Auseil. Quizá sea mejor así, de modo que nunca sepamos con exactitud qué vio la señorita F. en aquella aciaga velada.

Calabazas en el Trastero: Melodías infernales
Varios autores.
Saco de Huesos, 2019. 160 págs, 9€.

Nota: La imagen que acompaña este artículo está tomada de un disco de Light in the Attic.

miércoles, 13 de noviembre de 2019

Lecturas 2019

Vamos con mi periódica lista de lecturas (por referencia, ahí van los enlaces a las de 2017 [1], [2] y [3] y 2018 [1], [2] y [3]).

En consonancia con años previos esta primera tanda de diez libros debería haber llegado hacia junio, pero ocurre que literariamente está siendo un año horrible. No me apetece leer nada y casi todo lo que comienzo me aburre y se me eterniza.

Seguramente sea problema mío, la verdad es que tengo la cabeza en otra parte e incluso las novelas que a grandes rasgos me han gustado se me han hecho pesadas de terminar. En fin, es lo que hay.

Como siempre, he sido ecléctico en mi selección. Diversos géneros, lecturas clásicas, otras más arriesgadas. Noveli­zaciones de pelis, antologías, un poco de ensayo al final… Vaya, que no sigo ningún plan (y si lo sigo, no está saliendo muy bien). Tanto da, ahí tenéis las diez:

El valle de los lobos
Laura Gallego (2000)
SM, 2010. 271 págs.

No había leído nunca nada de Laura Gallego y a mi hijo le regalaron este libro en un «amigo invisible» del cole, así que decidí darle una oportunidad.

Qué os voy a contar, decir que es blandito sería hacerle un favor. Hay que reconocer que es de lectura fácil, pero incluso considerándolo literatura juvenil (infantil más bien) la historia es muy poco intensa y nada adquiere verdadera importancia. Dentro del mismo género, Las Crónicas de Prydain eran mucho evocadoras y significativas a un nivel personal (esfuerzo, superación…). Se trata del primer libro de una trilogía pero para mí aquí acaba el camino.

Guía del autoestopista galáctico [🎥]
Douglas Adams (1979)
Anagrama, 2018. 285 págs.

Me da que si hubiese leído este libro cuando era un chaval me habría encantado; ahora simplemente me resulta simpático. Ingenioso en momentos, ridículo en otros, en conjunto no me parece que constituya una novela memorable (lo siento si ofendo a alguno de sus fans). Para colmo, las cien páginas finales del libro las conforman una serie de artículos y entrevistas sobre la película de 2005 que no tienen el menor interés.

Me ha recordado en parte a Matadero cinco de Vonnegut, que tampoco acabó de entusiasmarme. Será que para mí el humor y la cifi no casan bien.

El club de los poetas muertos [🎥]
N.H. Kleinbaum (1990)
Círculo de Lectores, 1991. 172 págs.

Se trata de la adaptación de la famosa película (y no al revés, como pensaba yo en un principio), y lo cierto es que como tal no está nada mal. Sigue la trama casi al pie de la letra aunque, al igual que ocurría en la de los Goonies, hay alguna escena subida de tono que no aparecía en el film (¿de dónde sacan estas cosas, son descartes de guión o se lo inventa el novelizador?). Aquí además resulta más complicado distinguir a unos personajes de otros, ventaja inmediata de la narración visual, pero en general bien.

Todas las almas
Javier Marías (1989)
Círculo de Lectores, 1996. 231 págs.

Otro intento de probar cosas nuevas, puesto que no había leído nada de Marías. Curiosa historia sobre la estancia de un profesor español en Oxford (donde apenas se habla de las clases, por cierto). Me ha recordado un poco a Lo raro es vivir de Martín Gaite, en el sentido de que como párrafos aislados son estupendos, pero como novela no funcionan. Sin embargo Todas las almas me ha gustado un poco más, quizá porque me resultaba más fácil empatizar con el narrador o por los capítulos sobre Arthur Machen y sus reflexiones sobre el origen del horror, muy curradas.

Lady Halcón [🎥]
Joan D. Vinge (1985)
Planeta, 1985. 187 págs.

Novelización en este caso de la película dirigida por Richard Donner, es de las mejores adaptaciones que he leído, quizá a la par con la que hizo Piers Anthony para Desafío total. Y es que Vinge era una escritora más que competente que ya había ganado en Hugo en el 81 con The Snow Queen.

Del libro en sí, que sigue con fidelidad lo ocurrido en el film (si acaso alargando algunas escenas), cabe destacar el excelente aroma medieval de la prosa, que el traductor Francisco Martín supo mantener en la versión española. Pôr lo demás, la historia de amor y venganza que todos conocéis.

The Foundling and Other Tales of Prydain [🇬🇧]
Lloyd Alexander (1973)
Henry Holt and Company, 2012. 98 págs.

Un breve libro de relatos pertenecientes a las crónicas de Prydain, aunque se emplazan antes de la historia principal y tienen un marcado aire a cuentos de hadas.

Están bien si te gusta este mundo, pero son demasiado cortos, algo especialmente lamentable en el más interesante, el que cuenta la historia de Angharad, madre de Eilonwy. Y echo en falta alguno sobre la pobre Achren, hay un fanfic muy bueno llamado In Hope of Vengeance que muestra lo que puede dar de sí el personaje. En fin, que para completistas.

Las cosas que perdimos en el fuego
Mariana Enríquez (2016)
Anagrama, 2016. 197 págs.

Antología de relatos que podríamos considerar de terror (o foscos, si lo preferís), con una ambientación muy curiosa, por lo general barrios bajos de la Argentina actual. Sin embargo, me resulta difícil valorar este libro. Es evidente su originalidad, pero también está claro que yo no pertenezco al público objetivo (no hay ni una figura masculina positiva en todos los relatos, y sí un continuo desprecio hacia ellos por parte de las mujeres), cosa que por supuesto es muy válida pero me dificulta empatizar. Digamos que ha sido una experiencia interesante que no pienso repetir.

Ondinas, las ninfas del agua
Varios autores (1787-1861)
Siruela, 2005. 274 págs.

A raíz de mi poema dedicado a la ondina caí en la cuenta en que en realidad había leído muy pocas cosas sobre estas criaturas mitológicas. Y esta antología de Siruela es perfecta para contemplar su evolución histórica durante el siglo XIX, que es cuando se afianza con el aspecto que interpretamos actualmente.

Los autores escogidos son alemanes (donde esta leyenda arraigó con más fuerza) y españoles, y evidentemente está teñida de romanticismo literario. En ocasiones la lectura se hace densa y pesada, pero si te interesa el tema merece la pena.

El viejo y el mar [🎥]
Ernest Hemingway (1952)
EMU, 2014. 95 págs.

Lo segundo que leo de Hemingway, después de Adiós a las armas. Esta novela corta esta considerada otro clásico (la publicó un par de años antes de ganar el Nobel) y sigue el mismo estilo parco que hizo famoso a su autor, aunque en mi opinión no raya a la misma altura. Puede que el tema no me llegue tanto, a pesar de que no deja de ser una analogía de la vejez y la lucha por la vida, como muchas otras de sus obras.

45 Master Characters [🎓🇬🇧]
Victoria Lynn Schmidt (2001)
Writer's Digest Books, 2012. 304 págs.

Ya sabéis que me gustan los libros sobre narrativa. Este es bastante accesible (demasiado, quizá) y basa sus arquetipos en el panteón griego (y un poco del egipcio). Casi todo el texto recalca las diferencias de género, incluyendo un estudio diferenciado de los respectivos caminos del héroe/­heroína, pero no acaba de profundizar lo suficiente y los ejemplos son demasiado populares (series de TV). No está mal, pero es para principiantes. Ah, hay un arquetipo extra aquí.

martes, 17 de septiembre de 2019

Con Lovecraft en la Complutense III

Pues apenas seis meses después de la segunda jornada, vamos a repetir nuestra cita con el cine lovecraftiano en la Complutense, e intentar que esta propuesta se consolide y se convierta en una referencia bianual (que no bienal) para todos los amantes de los Mitos de Cthulhu. Como siempre, todo esto no sería posible sin el denodado esfuerzo de Pablo González, profesor de la facultad de Derecho de la propia UCM.

Así pues, el viernes 20 de septiembre a partir de las 18:00, estáis invitados a la facultad de Ciencias de la Información de la Complutense para disfrutar de un clásico del terror como es In the Mouth of Madness (que se tradujo aquí como En la boca del miedo), dirigida por John Carpenter en 1994 y que gira alrededor de la enigmática producción literaria de Sutter Cane.

Como sabéis, contamos con las excelentes instalaciones de la famosa Sala Azul, con espacio de sobra para todos los asistentes, y habrá un coloquio posterior donde viviseccionaremos lo más sustancioso de la película, que es abundante.

Aquí tenéis los detalles:

Programa

  • 18:00 Presentación
  • 18:10 Proyección de – In the Mouth of Madness
    Año: 1994. Duración: 1h 35m. Dirección: John Carpenter. Guión: Michael de Luca. Reparto principal: Sam Niel, Jürgen Prochnow, Julie Carmen. Música: John Carpenter y Jim Lang.
  • 19:50 Coloquio a cargo de José Miguel Nieto y Raúl Gorbea.
  • 20:50 Clausura.

La proyección tendrán lugar en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid (Metro - línea 6, parada Ciudad Universitaria. Autobuses - 82, 132, G, U) , en la sala azul (sótano segundo) con capacidad para 140 personas.

Os esperamos.

martes, 30 de julio de 2019

Tres novelizaciones de los años 80

Volvamos con mi vieja costumbre de hacer artículos sobre tríos (tríos de libros, malpensados). Como en su momento fueron, por ejemplo, Tres novelas que definieron los años 20, Tres novelas extrañas o Tres novelas cortas cinematográficas, vamos hoy con tres novelizaciones de famosas películas de los años 80.

En los últimos meses he leído varias adaptaciones de este tipo, aunque no es un género que en principio me atraiga. Ya en su momento hablé por aquí de la novelización de Dentro del laberinto, que en líneas generales resultaba decepcionante para el aficionado, y ese parece ser el sino de este género. ¿Cómo va a estar una adaptación a la altura de una gran película? Pero, evidentemente, algunas quedan más cerca y otras se precipitan antes.


Podemos empezar con la de Los Goonies, la famosa película de 1985 dirigida por Richard Donner sobre un relato del mismísimo Steven Spielberg y donde un grupo de adolescentes viven una aventura al viejo estilo, con tesoros, piratas, mafiosos y trampas difíciles de creer. El encargado de pasar el guión a un libro propiamente dicho fue James Kahn, conocido por encargarse también de la novelización de El retorno del jedi entre otras.

Voy a suponer que todo el mundo conoce la película, y la historia del libro es fiel a ella. Demasiado fiel, quizá, incluso en la traducción (si recordáis, en la versión original un personaje de origen hispano pasaba a hablar en italiano en la doblada, y aquí ocurre lo mismo). Por otro lado, se incluyen casi todas las escenas eliminadas de la película, cosa que no está mal (aunque a mí eso de que las chicas se exciten a calambrazos me sigue sonando raro).

Pero lo peor, y esto sí es cosa de Kahn, es el narrador escogido. La historia la cuenta Mikey (y Gordi su parte cuando se separa de los demás), y resulta demasiado simplista e infantil para una trama ya de por sí liosa. Parece que las cosas ocurran porque sí, y eso es aceptable en la vorágine de una película de aventuras, pero en un libro queda muy pobre.

Los Goonies
James Kahn. Duomo, 2018. 260 págs, 14€.

Y por seguir con otro peliculón, está El club de los poetas muertos (1989), una de las actuaciones que catapultaron a la fama a Robin Williams. El excelente guión de Tom Schulman era semiautobiográfico (¿se pueden juntar tantos prefijos?) y de la novelización se encargó Nancy H. Kleinbaum, otra experta en el oficio que trabajó muchos años para Hollywood.

Aunque me gusta, reconozcamos que la película era un tanto tramposa (demasiado idealizado todo). En la novelización, además, la acción va demasiado rápida como para establecer unos fundamentos sólidos para los personajes (por ejemplo a la hora de diferenciar bien a unos chicos de otros, sin la ayuda de los distintos actores en pantalla resulta confuso). Para cuando te quieres dar cuenta, estás ya en la obra de teatro del Sueño de una noche de verano y se desencadena el fatal desenlace que todos conocemos. Y es que 170 páginas no dan para mucho.

Por lo demás, la verdad es que está bien resumido todo, es como volver a ver la película. Ah, y también aquí hay una escena erótica que a saber de dónde ha salido, en la que Keating obliga a los muchachos a hacer un examen mientras proyecta fotos de chicas en paños menores. Cosas veredes.

El club de los poetas muertos
N.H. Kleinbaum. Círculo de Lectores, 1991. 172 págs.

Y para terminar, nada menos de Lady Halcón, película también de 1985 coprotagonizada por el recientemente fallecido Rutger Hauer y que se desarrolla en una ficticia comarca medieval (seguramente por la actual Francia, si hemos de basarnos en los nombres de los personajes), con ciertos elementos de fantasía que se agradecen dentro de un entorno razonablemente histórico.

En este caso fue Joan D. Vinge, prestigiosa autora de ciencia-ficción ganadora del premio Hugo en 1981, la que se encargó de la novelización, y en verdad es con diferencia la mejor de las tres (o de las cuatro si incluimos la de Dentro del laberinto, bastante sosa), no tanto por la historia en sí, que es fiel a lo visto en la gran pantalla, sino por el modo de contarlo, tan literario. Por supuesto, la labor del traductor Francisco Martín ha ayudado mucho a conservar todo ese lenguaje lleno de términos medievales que le da realismo.

Si dejamos eso de lado, la novela lógicamente no aporta mucho a la trama salvo algunas escenas sueltas aquí y allá. Ninguna erótica, que yo recuerde, aunque sí que existe cierta tensión entre Gastón e Isabeau (como era lógico) y la aparición final de una muchacha campesina pensada para que el Ratón no se quede solo. Un tanto innecesario.

Lady Halcón
Joan D. Vinge. Planeta, 1985. 187 págs.

lunes, 10 de junio de 2019

Cerrojos medievales

Con este artículo concluye la breve serie dedicada a cierres medievales, que empezó con los candados y prosiguió con las cerraduras propiamente dichas. En esta ocasión vamos a hablar de los cerrojos, la pieza que mantenía bloqueadas esas pesadas puertas y que estaba pensada para soportar una cantidad importante de fuerza, a diferencia de los frágiles pestillos.

Antes de nada recordad que los grandes portones no tenían ni uno ni otro, sino trancas (de madera) o alamudes (de hierro) de lado a lado, sobre anclajes en la puerta o encastrados en los mechinales de la pared (fig. a) que los atrancaban, como su propio nombre indica. Sólo se podían abrir desde dentro o por las bravas con un ariete o similar.

Y esto nos lleva a otro aspecto que no debemos pasar por alto. De forma análoga a los castillos, muchos hogares tenían cerrojo pero no cerradura. El motivo es simple: se trataba de proteger a los moradores de la casa, no sus pertenencias (que solían ser muy humildes). Cuando la familia se recogía por la noche, normalmente junto a sus animales, corrían el cerrojo para guardarse de merodeadores, y lo descorrían por la mañana cuando salían a trabajar y los animales a pacer. De día la casa permanecía abierta, bien estuviera vacía o con alguna mujer cocinando (lo que ayudaba de paso a evacuar el humo). Hasta hace bien poco esta era la práctica habitual en los pueblos. En las casas de burgueses y comerciantes, el negocio y la vivienda formaban un todo y prácticamente nunca quedaban vacías.

De ser necesario abrir por fuera, el mecanismo más simple era el cerrojo de palanca (fig. b). Un palo introducido desde el exterior permite empujar la palanca hacia arriba y liberar el acceso. Existen diversas variantes que alejan el orificio del cerrojo para exigir el uso de la pieza de apertura adecuada, pero conceptualmente son todos similares y ya imaginaréis el grado de seguridad de este sistema.

Si el cerrojo tenía llave, a menudo estaba situado por el exterior, como solía ocurrir en iglesias y edificios comunales. Esto simplificaba la labor al embutir la cerradura en la puerta pero sin atravesarla. Las gachetas adosadas al cerrojo se enganchaban al cuerpo de la cerradura cuando el cerrojo estaba corrido. La llave permitía liberar las gachetas para descorrer a continuación a mano el cerrojo (fig. c), o bien se usaba un candado para mantener el cerrojo en su sitio.

¿Y qué pasa con las ventanas, tenían cerrojo? Normalmente no. Las ventanas de las casas humildes solían ser estrechas y no había nada que las cubriera. En lugares acomodados podían tener postigos de madera, además de enrejados o celosías, pero normalmente estos sistemas de protección se restringían a la planta baja, por lo que el método preferido por los ladrones para colarse en un edificio era a través de una ventana diáfana. El uso de cristal en ventanas, aunque factible desde la época romana, era extremadamente caro e inusual, e incluso en esos casos se trataba de vidrios curvados, muy gruesos y más traslúcidos que transparentes.

Con esto cubrimos la mayor parte de cierres que van a encontrar nuestros personajes medievales. A comienzos del Renacimiento (es difícil precisar la fecha), con las mejoras de forja, nacen las fallebas. Son barras alargadas con extremos en gancho y dispuestas verticalmente en la hoja, de modo que al girar el manubrio (por dentro o mediante la cerradura) se enganchan en armellas de la pared, reforzando considerablemente la seguridad de la puerta o del postigo de la ventana. Son mecanismos ingeniosos, pero seguramente usarlos en este periodo constituya anacronismo.

sábado, 1 de junio de 2019

La ondina (poema)

¿Por qué siempre me da cierto apuro presentar un poema, y me entran deseos de disculparme de antemano, cuando por ejemplo no me pasa lo mismo con un microrrelato? Ay, la confianza que da la prosa frente a la inseguridad de la lírica…

En fin, vamos a ello. Esta vez todo está «como Dios manda»: rima consonante, versos bien escandidos y estrofas clásicas. Formalmente son tres cuartetas relacionadas, y entre la segunda y la tercera una décima espinela. Me gustaba cómo quedaba así el ritmo del conjunto, más pausado en las cuartetas iniciales para acelerarse en la espinela y recuperar el tono solemne en la cuarteta final. A ver si os convence a vosotros:

He conocido a la ondina,
para mí está todo dicho,
brindad por mí en la cantina
cuando descanse en el nicho.

He conocido a la ondina,
sabed que estoy condenado,
pues este amor no culmina
si no es con el peor pecado.

Su voz aterciopelada
es el seductor señuelo,
y agua pura de deshielo
la que me ahoga en su mirada;
esas uñas afiladas
dagas que me han desangrado,
y el cabello ensortijado
lo que me arrastra al abismo,
al que me arrojo yo mismo
para morir a su lado.

He conocido a la ondina,
para mí está todo dicho,
recordad que fue mi ruina
víctima de su capricho.

No es un secreto de dónde ha surgido la inspiración para estos versos; siempre me ha atraído la figura de la mujer fatal en la mitología. Según trabajaba en el poema iba tarareando esa maravillosa canción de la ELO que es Can't Get It Out of My Head, pero el tema del hermoso ser femenino que condena a quien tiene la desgracia de conocerlo es antiguo como el hombre. Hace no mucho hablaba por aquí de un relato sobre este mismo arquetipo, La dama de blanco de Donaldson, y en su momento hasta escribí un artículo sobre lo mismo: El mal mujer.

Bien, con esto doy por zanjada esta etapa lírica (salvo antojo irrefrenable de la musa). Podéis encontrar sus fases previas en Una luz en la oscuridad (métrica laxa) y Palabras (verso libre).

Nota: La ilustración que acompaña el poema se titula «Nature's Embrace» y es obra de Joanna Wędrychowska.

viernes, 17 de mayo de 2019

Viajar en la Edad Media

Un apunte rápido para relatos y películas de ambientación medieval, donde vemos a gente viajar raudos a caballo de aquí para allá. Engañoso. En esta época viajar no sólo es un lujo (que también), sobre todo es leeento.

¿Cuánto? Pues es algo muy variable, como ya supondréis. Para empezar depende de la vía. Las carreteras bien conservadas eran escasas pero permiten mantener un ritmo sostenido y por tanto suelen establecerse entre ciudades importantes o con fines militares de un lugar a otro de la frontera, y cuentan con fondas y paradas de postas a intervalos aproximadamente regulares de 10-15 km, con otras mayores cada 50-80 km. Por caminos rurales, embarrados o cubiertos por la nieve, por no hablar de terreno accidentado, la perspectiva de llegar rápidamente a cualquier parte es simplemente irreal.

Suponiendo condiciones ideales, por un camino llano en buen estado una persona entrenada puede caminar unos 30 km al día con carga (que no sea excesiva), son las típicas marchas militares. Esto puede hacerse durante varios días seguidos, pero cada semana hará falta como mínimo un día de descanso y con gran probabilidad dos. Puntualmente y sin carga, se podrían alcanzar los 50 km en una jornada. Si en cambio la ruta es dificultosa, hacer 10 o 15 km al día sería ya un éxito.

Lo curioso es que estas velocidades por tierra son bastante constantes. Los carros van apenas ligeramente más rápido que una persona a pie (pero cargan mucho más peso, por supuesto) y requieren periodos de descanso para los animales a lo largo de la jornada, para cubrir unos 25-30 km/día, y los caminos en malas condiciones pronto resultan intransitables para ellos.

¿Y a caballo? Pues esas escenas en las que vemos a los viajeros galopando constantemente en sus monturas son simplemente falsas. Uno sólo se sube al a caballo para ir al paso (velocidad similar a una persona) o en situaciones de combate o caza, y siempre durante periodos de tiempo limitados (porque el animal se cansa y porque el jinete también acaba molido), por supuesto sin carga adicional. Un caballo entrenado puede mantener el paso a su ritmo durante varias horas (pero no va mas rápido que una persona a pie), al trote de 30 minutos a 1 hora con el jinete a lomos (o 2-3 horas tirando de un carro ligero), y el galope les agota en cuestión de minutos. La verdadera ventaja de un caballo es poder liberar al caminante del peso de su bagaje sin notarlo apenas sobre sí, y permitir ocasionales galopadas en caso de peligro.

A los caballos se les aplica la misma filosofía que a los caminantes experimentados: un jinete con poco peso y una montura bien entrenada puede cubrir 50-80km en un día, pero sería complicado mantenerlo de forma sostenida. Por ello se establecían paradas de postas con caballos frescos y ya listos, de modo que los mensajeros medievales podían llegar mucho más rápido a su destino. Para el cursus publicus romano se calculaba una velocidad habitual de 100 km/día, y en caso de emergencia y extenuando a los caballos, incluso 150-180 km/día.

El transporte fluvial por un río navegable es más cómodo (río abajo, claro, subir de nuevo la barcaza puede llevar semanas) pero no mucho más rápido. La ventaja es la distancia que se acorta respecto a otras rutas, y que no es necesario realizar descansos pues es el agua la que hace el esfuerzo. Con todo, la mayoría de los ríos tienen zonas complicadas donde hay que detenerse para manejar la barca con cuidado.

Por supuesto, se viajaba sólo del amanecer al ocaso, por el temor a asaltantes y el peligro que supone la falta de luz (baches, puentes arrastrados por una riada, etc.). A menudo merece la pena hacer alto en un lugar seguro y bien provisionado, aunque queden todavía horas de luz, que arriesgarse a tener que hacer noche a la intemperie. No obstante existen constataciones medievales de incursiones nocturnas; un grupo ligero bien equipado (pensemos en un noble con su escolta) podría arriesgarse y avanzar de noche si se conoce bien el terreno, pero siempre a menor velocidad que durante el día.

Esto en cuanto al transporte terrestre. Por mar depende muchísimo del clima, pero una media de 250 km/día en aguas tranquilas y bien conocidas (del Mediterráneo, por ejemplo) resulta razonable. Evidentemente costear (navegar sin perder de vista la costa por temor a mar abierto) retrasa mucho, lo mismo que el mal tiempo o la calma chicha.

viernes, 3 de mayo de 2019

Palabras (verso libre)

Pero ¿cómo que otro poema? ¿Y encima en verso libre? ¡Esto es inaudito, intolerable!

En fin, es lo que hay, os aseguro que no ha sido premeditado. Me vino la idea pensando en otra cosa (tendría el día metafórico) y luego, trabajándolo un poco, vi que no quedaba mal. Me atraía el concepto de jugar con el ritmo y la longitud de las palabras, más que con la rima. Se podrían cambiar algunas aquí y allá, como siempre (es una de las cosas que no me convencen de la poesía, que nunca te quedas del todo satisfecho), pero por ahora así se queda.

Creo que resulta más eficaz declamado (aunque sea sólo en la cabeza) que simplemente leído, por la cadencia irregular de los versos. Voy a intentar que la imagen de acompañamiento no corte ninguno, porque si tiene alguna gracia es esa, pero seguramente dependa del navegador en que lo estéis viendo, así que también he preparado una versión como imagen (PNG).

Palabras, no dejéis que vean cómo soy,
no permitáis que me encuentren.
Palabras, ayudadme.

Ahí vienen.

Palabras, protegedme.
Para que no me alcancen sus miradas
erigid una muralla
que me rodee por completo
y me guarde en su interior.

Palabras duras,
firmes,
sólidas, robustas, vigorosas, inmutables, resistentes, imperturbables,
construidme una pared alta,
larga,
abrupta, elevada, soberbia, escarpada, prominente, vertiginosa
para guarecerme.

Ahí llegan.

Palabras, auxiliadme.
Para que pueda escapar de sus miradas
tended un puente
que se extienda hasta muy lejos,
por encima del vacío.

Palabras largas,
grandes,
extensas, infinitas, espaciosas, prolongadas, kilométricas, interminables,
formad un camino enorme,
colosal,
tremendo, desmedido, gigantesco, desmesurado, considerable, extraordinario
para huir.

Ahí están.

Palabras, escondedme.
Para que no me encuentren sus miradas
cread un refugio
que se retuerza sobre sí mismo
y no tenga fin.

Palabras curvas,
rizadas,
torcidas, sinuosas, tortuosas, enroscadas, ensortijadas, contorsionadas,
cavad una guarida oculta,
velada,
sellada, lacrada, cubierta, hermética, disimulada, impenetrable
para ocultarme.

Y que no vean cómo soy.

viernes, 19 de abril de 2019

Cerraduras medievales

Aquí estamos de nuevo con nuestros artículos de documentación medieval, y en este caso retomamos el hilo donde lo dejamos en el texto sobre candados medievales. ¿Deberíamos haberlo hecho al revés, primero hablar de cerraduras y luego de candados, que son un tipo de cerraduras? Pues sí, pero c'est la vie.

Estaréis conmigo en que las cerraduras son un elemento esencial de cualquier historia emocionante ambientada en la Edad Media. Pero por lo general el realismo suele quedar de lado, lo que es una auténtica pena. Vamos a echar un ojo a lo que sí existía en la época, sin entrar en detalles exhaustivos.

Las cerraduras de guardas fueron las más comunes durante siglos (hasta la era victoriana), y su funcionamiento es simple. La llave entra en la cerradura y al girar desplaza el pestillo. Las guardas son, precisamente, las piezas que impiden que una llave entre o gire si no tiene la forma adecuada, y llegaron a alcanzar una complejidad bastante elevada (fig. a). Pero por su propia naturaleza no es posible diseñar muchos tipos independientes de llaves (llamadas precisamente llaves guardianas), por lo que normalmente con un juego de llaves maestras (aquellas que sólo tienen los elementos críticos para mover el pestillo) se pueden abrir con facilidad. Los candados de tambor plano que ya mencionamos son similares en su funcionamiento, pero con las guardas simplificadas.

Por cierto, era posible copiar llaves a partir de una impresión en cera, por ejemplo, y cualquier herrero podría encargarse de ello fácilmente aunque a menudo estaba prohibido (a diferencia de copiar a partir de un original, que solía ser legal).

Bien, pero ¿y si hacía falta más seguridad de la que proporciona una cerradura de guardas? Pues existían las de tambor de levas, que recuerdan a las que aún se usan en la actualidad pero más simples, por lo general con una sola leva por orificio. En este caso la llave tiene forma de «cepillo», por decirlo de algún modo, y lo que se hace es introducirla hasta el fondo y levantarla, de modo que aparte los pines o levas para poder abrir la puerta (fig. b).

Tened en cuenta que por entonces no existían los muelles helicoidales como los que usamos ahora (sólo los de ballesta), así que cualquier mecanismo de este tipo debe confiar en la gravedad (y por tanto dejar cierto margen de tolerancia) para que los pines vuelvan a su posición. Por el mismo motivo y porque las levas han de ser gruesas para no ceder con facilidad a un empellón, estas cerraduras eran grandes. Eso facilitaba la tarea de forzarlas introduciendo varias ganzúas, una por pin, y elevarlos lo suficiente para que la puerta se abra. También son las únicas que podrían incorporar «trampas» para el ladronzuelo que introduzca el dedo intentando localizar los orificios de las levas, pero no he hallado referencias fiables al respecto.

Yéndonos al otro extremo de la gama disponible, las cerraduras más simples, baratas y antiguas son de resorte, de nuevo similares a las que ya vimos para los candados. En este caso, por el lado interior de la puerta un resorte metálico empuja el pasador que bloquea la apertura o el propio pestillo actúa de resorte. Hay una oquedad por la que se introduce la llave (varilla con la forma adecuada, más bien) que aplasta el resorte para liberarlo (fig. c). A veces se combinaban estos sistemas, como se hace en la actualidad: un pasador de resorte que hasta ser abierto no permite el acceso a la cerradura de guardas, por ejemplo.

La impresión que he sacado de los textos consultados es que ninguno de estos tipos de cerraduras eran especialmente complicados de forzar para un ratero que dispusiera de tiempo y herramientas. Y por supuesto no ofrecen mucha resistencia a la fuerza bruta, que era el método preferido para entrar a robar. Por ello muchas casas, especialmente cuando no albergaban nada de valor (que era la mayoría) no poseían cerradura, y los portones de los castillos se bloqueaban con gruesas trancas de madera, en ocasiones reforzadas con metal, y sólo se podían abrir desde dentro.

¿Y qué pasaba entonces con las cajas fuertes donde se guardaban bienes inapreciables? También aquí hay mucho mito. En realidad la principal función de estos arcones de madera, reforzados a veces con herrajes metálicos (fig. d), era decorativa o de ostentación, y se confiaba en la vigilancia de la cámara en la que se encontraba para evitar el robo antes que en una cerradura (con buen motivo, como hemos visto). Si era necesario trasladar joyas, por ejemplo, podía usarse una arqueta con candado que de todos modos sería muy fácil de reventar arrojándola desde cierta altura. Ya a finales del medievo aparecen arcones con cerraduras en la parte superior: podían ser hasta una docena, cada una con su pestillo, y había que abrirlas todas a la vez para poder alzar la tapa.

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miércoles, 10 de abril de 2019

Una luz en la oscuridad (poema)

Estaba el otro día enfrascado en un videojuego donde los poemas tienen cierta importancia (DDLC, por si lo conocéis), pero aunque se supone que el protagonista compone los suyos, nunca llega a saberse cómo son. Me quedé un poco con las ganas y me ha venido a la mente uno al estilo de los que aparecen allí.

La rima es clásica pero he optado por una métrica laxa, prefería que sonara natural a bien formado. Sé que no tiene mucha calidad, pero que yo escriba un poema es un hecho insólito. Y si no lo pongo aquí sé que acabaré perdiéndolo. Así que sufridlo:

Hay una luz en la oscuridad,
lo cual es sorprendente,
pues aunque la veo con claridad
no alumbra lo que tiene enfrente.

No entiendo lo que pasa,
casi resulta inquietante
que esa pequeña brasa
no vea lo que hay delante.

Un fulgor que no ilumina
lo que esconde la penumbra,
creo que se contamina,
ya es menos lo que alumbra.

Esa pequeña luz, ¿qué pretende?
¿No ve que es mejor así?
Se esfuerza y no comprende
que en la negrura soy feliz.

Y al final desaparece,
apagada como se merece.

viernes, 22 de marzo de 2019

Candados medievales

Vamos a proseguir con nuestros articulillos de documentación sobre aspectos interesantes de la era medieval, entendiéndola en su sentido más amplio y genérico, pero por lo general restringiéndonos a Europa occidental. Originalmente iba a hablar también de cerraduras y cerrojos, pero he visto que con los candados hay ya material suficiente, así que el resto lo dejaremos para otra ocasión.

En realidad un candado no es más que una cerradura portátil, y aunque no lo parezca, datan al menos de la época romana. En el medievo se usaban para cerrar temporalmente los accesos a edificios y zonas comunitarias (por la noche o en invierno), o bien por parte de mercaderes para proteger sus bienes en tránsito, para bloquear arcones con documentos importantes, etc. No eran objetos cotidianos para la mayor parte de la población, en su mayoría agraria.

Dado que no existía una industria de fabricación de candados, ni ningún estándar aplicable, cubrir todos los posibles candados es imposible, pues cada uno será particular y obedecerá a la costumbre de la zona y la habilidad de su creador. Así, vamos a dividirlos en tipos generales.

Los candados más simples se usaban para cerrar apriscos o silos y tenían dos partes: la caja hueca y el grillete, con un resorte que al entrar en la caja se deformaba hasta saltar de nuevo, fijándolo en su posición (fig. a). No tenían llave propiamente dicha, y cualquier varilla o incluso ramita introducida por el otro lado permitía apretar el resorte y sacar el grillete. Eran poco seguros y no detenían a alguien decidido.

Por tanto, desde antiguo se usaban candados de tambor con resorte, muy comunes y con infinidad de variaciones (fig. b). Consisten en un tambor, un grillete curvado o en codo, y unos resortes que pueden estar incorporados al propio tambor o ser independientes (y en ese caso se introducen por el extremo opuesto al de la «llave»). He puesto llave entre comillas porque en realidad no recuerdan a una: son varillas que en su extremo tienen un disco con una o más perforaciones que, al entrar, comprimen los resortes y permiten liberar el vástago del arco (en el norte de Europa a veces tenían forma helicoidal, como un tornillo que entra en el tambor). Por su sencillez, se usaron durante siglos (hasta época relativamente reciente). Los típicos grilletes para muñecas o tobillos usaban también este tipo de candado, con una forma común para requerir sólo una llave.

Más sofisticados eran los candados planos, que recuerdan a los que suelen aparecer en las películas ambientadas en esta época, sobre todo en mazmorras y prisiones (figs. c, d). El cuerpo era redondo (lo más habitual), triangular (fig. e) o cuadrado. La llave se introduce perpendicularmente y al girar sobre su eje comprime los resortes, como en los casos anteriores, o bien desplaza directamente el pasador para liberar el grillete. Estas llaves, sin ser muy complejas, ya nos resultan reconocibles como tales, y pueden tener una forma específica para evitar las guardas de los resortes y complicar la vida a quien pretenda forzarlos. Estos candados son complejos de crear y muy sensibles al óxido por la presencia de partes móviles en el interior del tambor.

El punto débil de todo candado es la unión del grillete al cuerpo, por lo que la bisagra solía estar reforzada y protegida con placas laterales para que no se pueda golpear directamente en ese punto. Otros más grandes, usados en portones o fortalezas, no tenían bisagra sino que arco y tambor eran independientes una vez anulados los resortes que los bloqueaban.

En principio estos son los tipos habituales de candados. Aunque en la época ya existían primitivas cerraduras de levas, no he podido confirmar que se usaran en candados debido a su volumen y complejidad. Sí que hay referencias históricas a candados de combinación, con varios discos con letras que habían de ser alineadas correctamente para que el pasador dentado pudiese ser extraído, pero no parece que pasasen de ser costosas curiosidades para reyes y nobles. No obstante, ahí las menciono por si el rigor histórico no es primordial en vuestra historia.

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martes, 5 de marzo de 2019

Con Lovecraft en la Complutense II: La Venganza

Tal como ocurrió el año pasado y gracias de nuevo a las buenas artes de Pablo González, profesor de la facultad de Derecho de la UCM, vamos a poder disfrutar de una breve jornada dedicada al cine lovecraftiano en el aniversario del fallecimiento del maestro de Providence.

Por tanto, el viernes 15 de marzo a partir de las 17:30, estáis invitados a la facultad de Ciencias de la Información de la Complutense para disfrutar de dos películas con enfoques muy diferentes sobre dos de sus relatos: Dreams in the Witch-House y Die Farbe (The Colour out of Space).

Para esta edición hemos querido aligerar toda la parafernalia y no está previsto un coloquio como tal después de las proyecciones, aunque nos reservamos la posibilidad de entablar una pequeña charla si finalmente contamos con expertos en el tema. Por supuesto, estáis todos invitados.

Aquí tenéis los detalles:

Programa

  • 17:30 Presentación
  • 17:35 Primera sesión – Dreams in the Witch­House
    Año: 2005. Duración: 55 min. Dirección: Stuart Gordon. Guión: Mick Garris sobre el relato de H.P. Lovecraft. Reparto principal: Ezra Godden, Campbell Lane, Jay Brazeau. Música: Richard Band.
  • 18:40 Segunda sesión – Die Farbe
    Año: 2010. Duración: 86 min. Dirección: Huan Vu. Guión: Huan Vu. Reparto principal: Paul Dorsch, Jürgen Heimüller, Ingo Heise.
  • 20:15 Coloquio y clausura.

Las proyecciones tendrán lugar en la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid (Metro - línea 6, parada Ciudad Universitaria. Autobuses - 82, 132, G, U) , en la sala azul (sótano segundo) con capacidad para 140 personas.

Os esperamos.

lunes, 11 de febrero de 2019

Tema frente a trama

Últimamente no me estoy por la labor de sentar cátedra (bastantes líos tengo en mi vida como para meterme en lo que hacen los demás), pero este es un tema que surge ocasionalmente y puede merecer la pena aclarar algunas cuestiones que me parecen evidentes.

Primero vamos a definir un poco de qué estamos hablando. La trama es, por resumir, el hilo narrativo de la historia que estás contando, y el tema la idea fundamental que subyace y le da sentido, como el leitmotiv de una melodía. Por ejemplo, puedes estar contando una narración bélica (con su trama de sucesos y personajes) y que el tema sea el heroísmo, o la locura de la guerra o el valor de la amistad, y ese tema permeará el enfoque de lo que ocurre en la trama. Si os gustan las analogías visuales, la trama sería la urdimbre de un tejido y el tema el color que se le da.

Hay quien diferencia a su vez entre trama y argumento, pero me parece liarse demasiado sin una ventaja clara. Teóricamente el argumento sería la exposición de hechos cronológicos sin establecer relaciones causales (lo que pasa sin más en la narración) y la trama el modo de conectarlos y presentarlos al lector, pero como veis es una división un poco chorra porque la trama incluye necesariamente el argumento, mientras que el tema es un factor aislado (puede haber múltiples temas aplicables a cada trama).

Ahora vamos a enfrentarlos. Evidentemente los dos son importantes, pero no voy a caer en la solución fácil de decir que le deis igual peso a ambos. Centraos, por amor de Azathoth, en la trama, y dejad el tema para una fase posterior, cuando no vaya a estorbar. Evidentemente habrá que establecer el tema en algún momento, pero no os empantaneís en él.

No por ello es irrelevante, si el tema no está presente se acaba pagando. Una situación típica de ausencia de tema es cuando a la narración le falta «alma». Suceden cosas en el texto y deberían resultar interesantes, pero no llegan a emocionar al lector (cosa que, fijaos, ocurre en muchas películas modernas de acción). Esto puede pasar cuando tienes una idea, la apuntas y transcurre el tiempo. Cuando por fin te pones a escribirlo parece que todo está ahí, las diversas partes se relacionan correctamente entre sí, pero falta algo, te da la sensación de que no es eso lo que tenías en mente cuando te surgió la idea. Lo que ocurre que se te ha olvidado el tema; en tu cabeza estaba implícito en su momento pero no apuntaste. Intenta buscar el tema adecuado y reescribe la historia con eso en mente, seguro que queda mucho mejor.

Pero si el tema es fundamental para que el texto cobre vida, ¿por qué digo que es mejor centrarse en la trama? Pues porque la trama es, con diferencia, mucho más difícil de establecer. Aunque una historia sin tema quedará coja, es muy fácil añadirle uno (antes de ponerse a escribir a saco, por supuesto). Así, cuando ya tengas una trama bien estructurada, decide cuál será el tema conjunto y podrás hacer algún ajuste aquí y allá para que el leitmotiv no se pierda, y todo saldrá bien. Y por supuesto se pueden añadir temas secundarios que afecten a una parte de la trama o a un personaje, etc.

En cambio, priorizar el tema es muy mala idea; el tema ha de ser sutil y no plantearse de forma demasiado obvia, o tu historia pasará a ser un cuento con moralina que no guste a nadie (típicas historias con deus ex machina para que ocurra «lo que debe», y no lo que indica la lógica). Por no mencionar que tendrás mucha más libertad diseñando la trama con cualquier idea que te parezca interesante o emocionante, y luego ligarlas con el tema que sea. Porque ahí esta el quid: existen infinidad de temas y, a diferencia de las tramas, todos son igual de buenos. El poder del amor, la traición de la confianza, la importancia de la amistad, la vacuidad del placer, lo efímero de la juventud… No hay tema malo, siempre que se dosifique adecuadamente y encaje con lo que se está narrando.

lunes, 21 de enero de 2019

Tres cuentos olvidados de fantasía

Le he dado muchas vueltas a cómo titular esta entrada. Tenía muy claro que quería hablar de estos tres relatos, pero no sabía bien por qué (sí, estoy un poco p'allá). Lo que tienen en común, aparte de que podrían englobarse en la fantasía entendida en su sentido amplio, es que me gustaron a mi pesar. En la época que los leí, hace muchos años, estaba metido en la ciencia ficción y en la fantasía heroica, y estos tres (y alguno más que se me olvida, seguro) me sacaron del tiesto en el que me había plantado yo mismo. No me sedujeron inmediatamente (de hecho ni recordaba quiénes eran los autores antes de releerlos para preparar el artículo), pero dejaron poso en mí, como esas notas que, sin haberlas buscado, sentimos que entran en resonancia con nuestro carácter.

Como explicación es muy larga para ponerla en el título, así que he optado por ese otro, que tampoco suena mal y es bastante cierto (ninguno de los relatos es hoy día muy conocido) y ahora paso a contar qué me impresionó de cada uno.

La casa de muñecas

The Doll-House. James Cross, 1967

James Cross era el pseudónimo de Hugh Parry, un profesor de sociología en Massachusetts que escribió (con ese mismo alias) algunas novelas policiacas en los años 50 y 60, sin mayor impacto. Decía dedicarse a la literatura como mera afición y sin duda así fue, es un autor verdaderamente opaco.

La casa de muñecas apareció en 1967 dentro de la famosa antología de ciencia ficción Dangerous Visions preparada por Harlan Ellison (si tenéis la edición en castellano que sacó Orbis, se encuentra en el volumen II), aunque el relato no tiene nada de ciencia ficción y sí mucho de baja fantasía. La traducción que realizó Domingo Santos de esta obra es, como solía ser el caso, bastante decepcionante, pero por suerte está en la red el texto completo en inglés.

En su momento este relato no me impresionó gran cosa, pero al cabo del tiempo empecé a evocar con interés su argumento general, aunque ya no recordaba dónde lo había leído ni cómo se titulaba, hasta que muchos años después en un grupo de Facebook supieron cuál era y pude por fin localizarlo y releerlo. Me gusta porque es de esas historias que mezclan un determinado elemento sobrenatural (aquí tomado de la mitología griega y romana) con un entorno actual y realista, y siguen las consecuencias hasta su conclusión lógica. Puede que me influyera inconscientemente, junto a otras obras de «fantasía realista» como El País de las Risas, en algunas de las cosas que he escrito, incluyendo esas que seguramente no vean nunca la luz.

El hombre que vendía magia

The Man Who Sold Magic. Nicholas Stuart Gray, 1965

Stuart Gray fue un autor relativamente conocido en el Reino Unido, en especial por sus obras infantiles, pero no ha tenido mucha suerte dentro de nuestras fronteras, donde sólo se ha traducido este relato y porque aparecía en la antología Basilisk, recopilada por Ellen Kushner y que aquí publicó Martínez Roca como Los mejores relatos de fantasía II, vaya usted a saber por qué motivo.

Como bien señala Kushner en la intro, este cuento de ambientación medieval respeta escrupulosamente la ancestral regla de tres, motivo suficiente para tenerlo en consideración, pero además usa el ingenio y la ambivalencia en lugar de recurrir a la solución fácil de lo sobrenatural. Es un concepto que siempre me ha atraído, en ese sentido recuerda un poco a lo que comenté en la reseña de En busca del rey de aprovechar esa época en la que realidad y fantasía aún iban de la mano para explorar sus posibilidades narrativas.

El relato se desarrolla en un escenario muy simple, con sólo tres personajes sustanciales: el barón, hombre mayor y sabio, su impetuoso hijo y un enigmático buhonero que asegura poseer mercancías tan maravillosas como peligrosas. Con esos sencillos mimbres, Stuart Gray plantea una trama fluida, un tanto teatral pero muy bien engarzada. Igual ahora que somos mayores nos resulta ingenua, pero en su momento me impresionó. En particular, me parece muy interesante cómo plantea que incluso con la conciencia limpia se puede haber sido causante de graves crímenes.

La dama de blanco

The Lady in White. Stephen R. Donaldson, 1978

Soy consciente de que Donaldson es bastante conocido, pero lo cierto es que alcanzó su fama a través de las sagas de Thomas Covenant y en menor medida la de Mordant (un auténtico plomazo), y este relato es muy diferente a lo habitual en él (al menos de lo que yo he leído).

La dama de blanco apareció en la antología The Year's Finest Fantasy, Volume 2, compilada por Terry Carr, que en España publicó también Martinez Roca y que con nuestra proverbial mesura pasó a llamarse simplemente Fantasías. También se incluye en el recopilatorio propio de Donaldson Daughter of Regals.

La trama vuelve a ser sencilla: una enigmática y hermosísima mujer llega a una aldea y los hombres que la ven quedan prendados de ella, incluyendo el hermano del protagonista, que debe protegerle y luego, cuando esto fracasa, evitar él su mismo destino. Como veis, tiene un punto de vista masculino tradicional (la belle dame sans merci), que a mí me llega pero puede que a otros lectores no resulte significativo. Recuerda un poco a ciertos relatos de Tanith Lee, y es que beben del mismo folclore clásico.

Aunque la conclusión del cuento resulta un tanto decepcionante, el conjunto es interesante. Vuelve a seguir la regla de tres, aunque no tan marcada, y tiene los personajes y elementos justos para que funcione. El hecho de que el protagonista (un herrero belicoso y pagado de sí mismo) sea diferente a lo que venía siendo habitual en la literatura de fantasía también ayuda.

martes, 8 de enero de 2019

La frialdad de su culo (microrrelato)

Normalmente hacia enero suelo preparar en el blog una especie de recensión del año que cierra y los objetivos para el nuevo, pero paso ya tanto del tema que ni eso voy a hacer (ooh).

Lo que sí os voy a mostrar es un microrrelato, a ver qué os parece. Tenía la idea rondándome desde hacía tiempo (por lo general surgía cuando iba en metro, como comprenderéis), pero no fue hasta el otro día que por fin me decidí a verterla en negro sobre blanco. Esta vez comprende 429 palabras, título inclusive.

La frialdad de su culo

Volver del curro era lo peor. Salir cansado de la oficina, ya de noche, y tener que coger el metro lleno hasta los topes. Aguantar de pie hasta que quedaba un asiento libre, apresurarse a ocuparlo antes de que se te adelantara alguien, y encima notarlo caliente de las posaderas del individuo anterior. Pocas sensaciones tan incómodas.

En una de esas ocasiones una mujer se levantó justo delante de mí y fui a sentarme en el hueco que dejaba. Y sorpresa, lo noté frío, como si nadie hubiese estado ahí en un buen rato. Ni idea de por qué, pero resultó muy agradable.

A partir de entonces, siempre que la veía en mi vagón trataba de repetir la jugada. Como sabía qué metro solía coger y en qué estación se bajaba, era fácil llegar hasta ella y ponerme al lado a la espera del momento justo. Constituía un curioso placer sentarme en fresco, y me parece que ella era consciente de ello. Creo que se estableció una especie de juego entre los dos: yo la buscaba y ella no se movía hasta que estaba preparado. Y si había más personas cerca, se levantaba de forma que dejara accesible mi flanco y que yo ocupara el asiento sin oposición.

Esta dinámica duró hasta que me cambiaron el turno de trabajo. A partir de entonces tomaba el transporte en otro horario y dejé de verla, imaginé que para siempre.

Pero llegó cierto día en que, muy temprano, tuve que desplazarme a la otra punta de la ciudad por esa misma línea. El metro estaba casi desierto a esas horas de la madrugada, cuando no había amanecido siquiera e íbamos todos con las legañas pegadas. Yo desde luego estaba adormilado, y pasó un rato hasta que me fijé en que la tenía sentada enfrente, lanzándome una mirada divertida. A diferencia de mí, se la veía fresca como una rosa. Iba vestida con la misma elegancia que cuando la encontraba al anochecer; debía de haber trasnochado y ahora regresaba a casa.

No le dije nada, por supuesto, pero cuando se levantó me cambié de asiento para ocupar el suyo. No era necesario, pero lo hice en honor de nuestra vieja costumbre. Y por una vez lo hallé marcadamente cálido, más incluso de lo normal con otras personas. Qué raro.

Extrañado, la miré de espaldas mientras el tren se detenía. Justo antes de salir del vagón y desaparecer por los pasillos, se giró a sonreírme, y con la lengua se limpió los últimos restos de sangre de los colmillos.

Si os ha gustado, otros microrrelatos que podéis encontrar en este blog son: