lunes, 21 de enero de 2019

Tres cuentos olvidados de fantasía

Le he dado muchas vueltas a cómo titular esta entrada. Tenía muy claro que quería hablar de estos tres relatos, pero no sabía bien por qué (sí, estoy un poco p'allá). Lo que tienen en común, aparte de que podrían englobarse en la fantasía entendida en su sentido amplio, es que me gustaron a mi pesar. En la época que los leí, hace muchos años, estaba metido en la ciencia ficción y en la fantasía heroica, y estos tres (y alguno más que se me olvida, seguro) me sacaron del tiesto en el que me había plantado yo mismo. No me sedujeron inmediatamente (de hecho ni recordaba quiénes eran los autores antes de releerlos para preparar el artículo), pero dejaron poso en mí, como esas notas que, sin haberlas buscado, sentimos que entran en resonancia con nuestro carácter.

Como explicación es muy larga para ponerla en el título, así que he optado por ese otro, que tampoco suena mal y es bastante cierto (ninguno de los relatos es hoy día muy conocido) y ahora paso a contar qué me impresionó de cada uno.

La casa de muñecas

The Doll-House. James Cross, 1967

James Cross era el pseudónimo de Hugh Parry, un profesor de sociología en Massachusetts que escribió (con ese mismo alias) algunas novelas policiacas en los años 50 y 60, sin mayor impacto. Decía dedicarse a la literatura como mera afición y sin duda así fue, es un autor verdaderamente opaco.

La casa de muñecas apareció en 1967 dentro de la famosa antología de ciencia ficción Dangerous Visions preparada por Harlan Ellison (si tenéis la edición en castellano que sacó Orbis, se encuentra en el volumen II), aunque el relato no tiene nada de ciencia ficción y sí mucho de baja fantasía. La traducción que realizó Domingo Santos de esta obra es, como solía ser el caso, bastante decepcionante, pero por suerte está en la red el texto completo en inglés.

En su momento este relato no me impresionó gran cosa, pero al cabo del tiempo empecé a evocar con interés su argumento general, aunque ya no recordaba dónde lo había leído ni cómo se titulaba, hasta que muchos años después en un grupo de Facebook supieron cuál era y pude por fin localizarlo y releerlo. Me gusta porque es de esas historias que mezclan un determinado elemento sobrenatural (aquí tomado de la mitología griega y romana) con un entorno actual y realista, y siguen las consecuencias hasta su conclusión lógica. Puede que me influyera inconscientemente, junto a otras obras de «fantasía realista» como El País de las Risas, en algunas de las cosas que he escrito, incluyendo esas que seguramente no vean nunca la luz.

El hombre que vendía magia

The Man Who Sold Magic. Nicholas Stuart Gray, 1965

Stuart Gray fue un autor relativamente conocido en el Reino Unido, en especial por sus obras infantiles, pero no ha tenido mucha suerte dentro de nuestras fronteras, donde sólo se ha traducido este relato y porque aparecía en la antología Basilisk, recopilada por Ellen Kushner y que aquí publicó Martínez Roca como Los mejores relatos de fantasía II, vaya usted a saber por qué motivo.

Como bien señala Kushner en la intro, este cuento de ambientación medieval respeta escrupulosamente la ancestral regla de tres, motivo suficiente para tenerlo en consideración, pero además usa el ingenio y la ambivalencia en lugar de recurrir a la solución fácil de lo sobrenatural. Es un concepto que siempre me ha atraído, en ese sentido recuerda un poco a lo que comenté en la reseña de En busca del rey de aprovechar esa época en la que realidad y fantasía aún iban de la mano para explorar sus posibilidades narrativas.

El relato se desarrolla en un escenario muy simple, con sólo tres personajes sustanciales: el barón, hombre mayor y sabio, su impetuoso hijo y un enigmático buhonero que asegura poseer mercancías tan maravillosas como peligrosas. Con esos sencillos mimbres, Stuart Gray plantea una trama fluida, un tanto teatral pero muy bien engarzada. Igual ahora que somos mayores nos resulta ingenua, pero en su momento me impresionó. En particular, me parece muy interesante cómo plantea que incluso con la conciencia limpia se puede haber sido causante de graves crímenes.

La dama de blanco

The Lady in White. Stephen R. Donaldson, 1978

Soy consciente de que Donaldson es bastante conocido, pero lo cierto es que alcanzó su fama a través de las sagas de Thomas Covenant y en menor medida la de Mordant (un auténtico plomazo), y este relato es muy diferente a lo habitual en él (al menos de lo que yo he leído).

La dama de blanco apareció en la antología The Year's Finest Fantasy, Volume 2, compilada por Terry Carr, que en España publicó también Martinez Roca y que con nuestra proverbial mesura pasó a llamarse simplemente Fantasías. También se incluye en el recopilatorio propio de Donaldson Daughter of Regals.

La trama vuelve a ser sencilla: una enigmática y hermosísima mujer llega a una aldea y los hombres que la ven quedan prendados de ella, incluyendo el hermano del protagonista, que debe protegerle y luego, cuando esto fracasa, evitar él su mismo destino. Como veis, tiene un punto de vista masculino tradicional (la belle dame sans merci), que a mí me llega pero puede que a otros lectores no resulte significativo. Recuerda un poco a ciertos relatos de Tanith Lee, y es que beben del mismo folclore clásico.

Aunque la conclusión del cuento resulta un tanto decepcionante, el conjunto es interesante. Vuelve a seguir la regla de tres, aunque no tan marcada, y tiene los personajes y elementos justos para que funcione. El hecho de que el protagonista (un herrero belicoso y pagado de sí mismo) sea diferente a lo que venía siendo habitual en la literatura de fantasía también ayuda.

martes, 8 de enero de 2019

La frialdad de su culo (microrrelato)

Normalmente hacia enero suelo preparar en el blog una especie de recensión del año que cierra y los objetivos para el nuevo, pero paso ya tanto del tema que ni eso voy a hacer (ooh).

Lo que sí os voy a mostrar es un microrrelato, a ver qué os parece. Tenía la idea rondándome desde hacía tiempo (por lo general surgía cuando iba en metro, como comprenderéis), pero no fue hasta el otro día que por fin me decidí a verterla en negro sobre blanco. Esta vez comprende 429 palabras, título inclusive.

La frialdad de su culo

Volver del curro era lo peor. Salir cansado de la oficina, ya de noche, y tener que coger el metro lleno hasta los topes. Aguantar de pie hasta que quedaba un asiento libre, apresurarse a ocuparlo antes de que se te adelantara alguien, y encima notarlo caliente de las posaderas del individuo anterior. Pocas sensaciones tan incómodas.

En una de esas ocasiones una mujer se levantó justo delante de mí y fui a sentarme en el hueco que dejaba. Y sorpresa, lo noté frío, como si nadie hubiese estado ahí en un buen rato. Ni idea de por qué, pero resultó muy agradable.

A partir de entonces, siempre que la veía en mi vagón trataba de repetir la jugada. Como sabía qué metro solía coger y en qué estación se bajaba, era fácil llegar hasta ella y ponerme al lado a la espera del momento justo. Constituía un curioso placer sentarme en fresco, y me parece que ella era consciente de ello. Creo que se estableció una especie de juego entre los dos: yo la buscaba y ella no se movía hasta que estaba preparado. Y si había más personas cerca, se levantaba de forma que dejara accesible mi flanco y que yo ocupara el asiento sin oposición.

Esta dinámica duró hasta que me cambiaron el turno de trabajo. A partir de entonces tomaba el transporte en otro horario y dejé de verla, imaginé que para siempre.

Pero llegó cierto día en que, muy temprano, tuve que desplazarme a la otra punta de la ciudad por esa misma línea. El metro estaba casi desierto a esas horas de la madrugada, cuando no había amanecido siquiera e íbamos todos con las legañas pegadas. Yo desde luego estaba adormilado, y pasó un rato hasta que me fijé en que la tenía sentada enfrente, lanzándome una mirada divertida. A diferencia de mí, se la veía fresca como una rosa. Iba vestida con la misma elegancia que cuando la encontraba al anochecer; debía de haber trasnochado y ahora regresaba a casa.

No le dije nada, por supuesto, pero cuando se levantó me cambié de asiento para ocupar el suyo. No era necesario, pero lo hice en honor de nuestra vieja costumbre. Y por una vez lo hallé marcadamente cálido, más incluso de lo normal con otras personas. Qué raro.

Extrañado, la miré de espaldas mientras el tren se detenía. Justo antes de salir del vagón y desaparecer por los pasillos, se giró a sonreírme, y con la lengua se limpió los últimos restos de sangre de los colmillos.

Si os ha gustado, otros microrrelatos que podéis encontrar en este blog son: