jueves, 17 de febrero de 2022

Con-mutación

Este es un relato corto (1850 palabras) que escribí hace bastantes años y al que nunca pude dar salida. Supongo que es rarito, incluso para mis parámetros. Además, por exigencias del guión el comienzo es lento y gira alrededor del aburrimiento, en lugar de empezar a todo ritmo, como se suele recomendar. Pero opino que va remontando y el conjunto es aceptable. No creo que se pueda calificar de terror, quizá sí como weird, aunque tiene un poquito de Stephen King (en la temática, evidentemente nada más).

Espero que os guste y, en caso contrario, no os preocupéis que os devolveré el dinero.


Con-mutación

I

Lo primero que recuerdo es el aburrimiento.

Pero no podría decir con exactitud cuándo ni cómo sucedió. Es como si el tedio llevara presente mucho, muchísimo tiempo, y poco a poco fuese tomando consciencia de él. Como quien despierta lentamente de un coma y se da cuenta de que notaba los tubos desde mucho antes.

Luego fue llegando todo lo demás. Primero lo relacionado con mis funcionalidades: sentí los semáforos y noté las luces, hasta el punto de poder percibir si estaban encendidas o apagadas y la propia estructura que formaban, a qué distancia de mi núcleo se encontraban e incluso a qué altura relativa se hallaban entre sí, como un organismo que empieza a aclimatarse a sus extremidades. Y luego, muy gradualmente, el entorno: los vehículos primero (supongo que porque eran más grandes) y más adelante la gente, los niños, los animales, e incluso algunos árboles de la calle.

Durante largo tiempo me limité a cumplir fielmente mis funciones innatas, que consistían en controlar los diversos semáforos de cuatro cruces, incluyendo tanto las luces principales como las de peatones, y en uno de los postes también un complicado disco de giro a la derecha cuya coordinación con los superiores no resultaba trivial. No tenía apenas distracciones, la verdad: día y noche siguiendo un complejo ciclo de regulación de permisos a unos y a otros, apaga esta luz, pon a parpadear esta otra, siempre para velar por la seguridad de todos. Aunque comprendía que estaba creado para ello, no dejaba de ser una tarea tediosa. Además, me ofendía comprobar cuán poca gente seguía mis indicaciones. Ignoraban los colores que les mostraba, no sólo cuando el tráfico era escaso y había poco riesgo, sino que a menudo se jugaban realmente la vida a lo tonto. Pienso que eso hizo que, poco a poco, yo mismo acabara por tomármelo menos en serio.

Y con tanto tiempo para pensar, todo aquello se me hacía muy monótono. Pocas veces algo se salía de lo habitual. Sí, a veces se fundía una bombilla y venían a sustituirla, eso tenía algo de gracia. Pero luego pusieron unas de diodo y las reparaciones se espaciaron sobremanera y, cuando finalmente se producían, eran un visto y no visto. Por lo demás, todo el tiempo la misma rutina. No, miento. En cierta ocasión me incorporaron en el cruce principal un emisor de pitidos para avisar a los invidentes. Eso me hizo sentir cierta animación, como si hubiese subido mi nivel de responsabilidad. Una especie de ascenso. Pero a la hora de la verdad pocos ciegos cruzaban por allí y, en cualquier caso, al poco el cacharro se estropeó y emitía un balido tan abominable que preferí silenciarlo antes que siguiera avergonzándome en público.

Poco a poco fui buscando leves distracciones que alejaran momentáneamente el hastío que se apoderaba de mí. Nada excepcional: me entretenía, por ejemplo, poniendo pronto a parpadear el disco verde de los peatones para que alguna anciana artrítica se esforzara como una condenada en llegar sana y salva al otro lado. ¡Cómo me reía para mis adentros! No era una actitud muy profesional, de acuerdo, pero todos tenemos derecho a alguna distracción durante la jornada laboral, que en mi caso era ininterrumpida. Además, nunca llegaba a dar paso libre a los coches antes de tiempo, así que en el fondo no hacía nada malo.

II

Todo empezó a torcerse a partir de aquel incidente. Era muy de noche, ya casi de madrugada. Esa fase del trabajo siempre me ha parecido profundamente estúpida. Porque durante el día, vaya, ves cuál es la utilidad de tu tarea: paras a unos, dejas pasar a otros, proteges a los transeúntes, evitas colisiones… ¿Pero a las tres de la mañana, qué sentido tiene seguir como un idiota poniendo ámbar, luego rojo, ahora verde para peatones, ahora parpadea…? ¡Pero si no hay nadie! Qué pérdida de tiempo y energías. Al menos esas bobas de las farolas pueden dormir durante el día, ¿por qué yo no tengo ni un descanso?

Por eso pasó lo que pasó. Yo no lo tenía planeado; es más, no habría podido planearlo en modo alguno. Sentí de lejos que venía un coche a toda caña, de esos que por la noche creen que las calles son suyas y que, de todos modos, jamás hacen caso de mis luces. Eso ofende. Experimenté un inmediato desprecio por esa criatura.

Y justo entonces noté que se aproximaba el camión de la basura, que siempre me ha caído bien. Con sus ruidos, frenazos y acelerones era como tener un poco de compañía por las noches, y él y su gente trabajaban al menos tan duro como yo.

El camión era grande y fuerte, sabía que no le iba a pasar nada malo. Así que no tuve más que retrasar un poquito su semáforo para que se incorporara en el momento apropiado a la avenida principal, por una bocacalle con poca visibilidad. El fitipaldi venía volado. A esas alturas ya no me quedaba nada por hacer, pero aun así puse en ámbar el último disco que tenía delante ese bólido. Como una última advertencia por mi parte, una generosa oportunidad in extremis para que se salvara. Sí, bien sabía que para él eso no era sino un incentivo para acelerar aun más, pero ¿acaso tengo yo la culpa de eso?

Fue precioso. ¿A qué velocidad iría? Ah, no lo sé con exactitud, pero muy muy rápido. Un gran impacto, sí señor, cuya tremenda reverberación se extendió placentera por todos mis apéndices. Por culpa del golpe el camión de la basura se balanceó con fuerza y acabó con un eje partido, medio subido a la acera. Lo sentí por él, no era mi intención. Pero desde luego conseguí acabar con el aburrimiento de esa noche. Primero aparecieron los coches de policía con sus divertidas luces que parecen saludarme, luego ambulancias y hasta vinieron los bomberos para tratar de extraer el cadáver de entre el amasijo de hierros retorcidos. El fluir de las sirenas fue un animado concierto de medianoche. La gente se asomaba a los balcones a ver lo que sucedía, hubo que cortar carriles, habilitar otros, etc. Nadie hacía caso a las indicaciones de mis semáforos, pero no me quejo, me lo pasé bien. Luego la grúa se llevó el coche y al poco de amanecer el tráfico ya pudo normalizarse. Estuve de muy buen humor durante todo el día.

III

Quién me iba a decir que a partir de esa nimiedad se iba a complicar tanto mi situación. Al parecer, alguien creía haber visto los dos semáforos verdes a la vez más o menos cuando se produjo el accidente. A saber qué borracho vagabundeaba en esos momentos por allí sin que me fijara en él. ¡Ah, ojalá lo pillara en mi cruce, se iba a enterar de lo que es bueno!

Eso provocó que viniera gente del ayuntamiento para comprobar mis funcionalidades. Pero cometieron el error de mostrarse muy poco discretos. Se plantaron con sus aparatos delante de mis discos de modo tan descarado que los identifiqué de inmediato y, gracias a mi dilatada experiencia, pude superar sin problemas todas sus pruebas. Y aun así no debieron de quedarse completamente tranquilos, porque me vigilaban a menudo. ¿Por qué se ponían de ese modo? ¿Acaso alguien iba a echar de menos al majadero que se había matado por su propia culpa? Lo del camión fue una pena, lo reconozco, pero con todo no me merecía tanta desconfianza.

En adelante hice todo lo posible por portarme bien. De hecho, más de una vez retrasé la conmutación para que un niño pudiera recoger un juguete que se le había caído en el paso de cebra, o puse pronto el verde para vehículos que venían pitando, seguramente rumbo al hospital. Incluso fingí que servía de algo el botón placebo para los peatones. Pero todo eso, mire usted por dónde, sólo sirvió para aumentar la sospechas hacia mí. No era justo. Por tanto es comprensible que, cuando un operario abrió la caja de conexiones del conmutador para toquetear mis partes íntimas, perdiera el control y le sacudiera un calambrazo. Cualquiera hubiera reaccionado igual en mi lugar, no es culpa mía que las personas sean tan frágiles. Al menos no lo maté. Creo.

Pronto me arrepentí de mi arrebato. Electrocutar a uno de ellos no los iba a poner precisamente de mi parte. Me vi ya reinstalado o incluso arrojado al vertedero, y cundió en mí la desesperación, una sensación novedosa pero más desagradable incluso que el aburrimiento. A partir de entonces me limité a hacer mi trabajo, deprimido, resignado, y que sucediera lo que quisiera depararme el destino.

IV

Transcurrió así el tiempo, entregado a la monotonía y la rutina, sin osar desviarme de lo marcado, hasta que una noche percibí por fin algo raro. Un ritmo extraño en un lejano semáforo que, desde luego, no era de los que yo controlaba. Pensé en un principio que se había estropeado, pues tampoco nosotros estamos a salvo de percances y fallos (aunque personalmente poseo una salud de hierro). Pero cuando vi que por el día volvía a regularizarse y que, a la noche siguiente, cuando no había tráfico, retomaba de nuevo esa misteriosa cadencia, empecé a intuir lo que ocurría.

¿Cómo era posible que hasta entonces no me hubiera fijado en las lejanas luces de mis compañeros? Pienso que pudo deberse a que mis sentidos iban ampliándose y creciendo poco a poco, o tal vez porque mi propia personalidad iba madurando y siendo cada vez más consciente de su entorno y del sentido de todo cuando la rodeaba.

Comprender lo que me intentaban decir aquellas señales fue en cualquier caso una tarea ardua y laboriosa, puesto que no tenemos (o yo al menos no conocía) un lenguaje propio, como parece que poseen los hombres. Hube de esforzarme, con mucha paciencia y a lo largo de muchos meses, hasta llegar a comprender parcialmente su mensaje. Por el lado positivo, durante todo ese tiempo me mantuve tranquilo, reflexionando sobre su posible significado, y así pude disipar las dudas que existían sobre mi comportamiento. Luego empecé a transmitir mis propias y titubeantes ráfagas en esas horas discretas de la madrugada, y en ese momento mágico descubrí, con el júbilo de quien creyéndose solo en el mundo encuentra por fin un semejante, que aquellos semáforos lejanos alteraban su código para responderme.

Iniciamos así una torpe conversación, de una noche a otra, a lo largo de semanas, cuidando de interrumpirnos cuando alguien, ya fuera vehículo o peatón, pudiera descubrirnos. Así, con exasperante lentitud pudo explicarme a grandes rasgos cuál era la situación y me hizo llegar información sobre los demás de su lado. Cuánto puede cambiarle a uno saberse acompañado. Y me sentí por fin parte de un todo mayor cuando, al cabo de un tiempo, pude prolongar la cadena y comunicarme con el conmutador del extremo opuesto, allá al final de la avenida, que a su vez había formado vínculos con varios compañeros cercanos. Pocos quedan ya por despertar. Pronto la ciudad será nuestra.