jueves, 27 de agosto de 2020

Poesía precoz

Otro de esos artículos de los que renegaré si alguien me pregunta, como el anterior del pixelart 🙄. Esta vez son unos poemas que escribí siendo un chaval y su origen es muy similar, un viejo CD donde por lo visto guardé mis cosas de esa época.

Os podéis imaginar cómo son: poesía adolescente, como ya me han dicho muy becqueriana (que seguramente quiera decir cursi, vaya usted a sber).

He realizado una pequeña selección y eliminado lo que me parecía directamente demasiado malo (aunque ya se sabe que ese es un concepto relativo). Pero los que incluyo los he copiado tal cual, sin repasar la métrica ni tocar una palabra. No le veo sentido a modificarlos ahora cuando representan un estado de ánimo y un modo de ver la vida que dejé atrás hace mucho. Lo que sí he hecho es ordenarlos de más breves a más extensos; así os ahorro sufrimiento.

x

No voy a ninguna parte
ni vengo de ningún sitio;
tan sólo puedo decir de mí:
he sido.

ix

De mi alma inerte una herida
lágrimas de sangre vierte
sobre la nieve caída.

Sangre vertida en tal suerte
que quien no te tuvo en vida
ha de llorarte en muerte.

ii

Vieja es la muerte,
viejo es el amor,
vieja es el alma
de quien canta esta canción.

Cuando joven era el alma
como joven se enamoró,
y cuando joven era el amor
como joven amor la amó.

Mas ya era vieja la muerte
cuando a mi amada visitó,
y sólo dejó en mi vieja alma
esta vieja, vieja canción.

Vieja es la muerte,
viejo es el amor,
vieja es el alma
de este viejo trovador.

iii

En tierra tengo palacios
oro, joyas y riquezas
como muy pocos señores
tuvieron nunca en sus tierras.
Mis enemigos acabaron,
con sus numerosas fuerzas,
vencidos y encadenados
remando en mis galeras.

Gané mil batallas
triunfé en mil guerras
con el fuego de mi odio
ardieron mil hogueras.

La sangre por mi derramada
tiñó de rojo la frontera,
dicen que donde yo pisaba
nunca más crecía la hierba.
Los ejércitos huían
nada más ver mi bandera
tal era mi ciega furia,
tal mi despiadada entrega.

Gané mil batallas
triunfé en mil guerras
con el fuego de mi odio
ardieron mil hogueras.

Los más sabrosos manjares
abastecieron mi despensa,
los más preciados botines
enriquecieron mi hacienda.
Los mejores trovadores
dieron alegría a mi mesa,
las más lujosos tapices
adornaron las frías piedras.

Gané mil batallas
triunfé en mil guerras
con el fuego de mi odio
ardieron mil hogueras.

Buenos consejeros,
sabios del planeta,
si es cierto lo que digo,
si gané tantas guerras...
Si todo esto es así
y nada se me niega,
responded esta pregunta
que a mi ser inquieta:

¿Por qué sólo puedo mirar
aquella lejana vela
de un bajel extranjero
que por poniente se aleja?

¿Podría ser, mi gran señor,
porque en aquel bajel
    / se aleja ella?

lunes, 10 de agosto de 2020

Pixel art (es un decir)

Voy a aprovechar el verano y la ausencia de lectores para publicar algunos artículos «vergonzantes», como este mismo 😳. Sois muy libres de saltároslos.

Pues resulta que de adolescente me dediqué durante una época a hacer dibujillos con el Paint. Muy pequeños, casi de tamaño icono, lo que ahora llamaríamos pixelart pero en mal. Encontré por casualidad el otro dia una copia de seguridad de mis archivos de aquella época, y ahora me da cosa permitir que se pierdan definitivamente. Que son malos, lo sé, pero también son mis criaturitas y les tengo cariño…

He seleccionado unos pocos, de los más resultones. En cada uno muestro en un recuadro cómo se vería a tamaño natural, y el ampliado para que veáis que son píxeles sueltos, sin trucos. Están en azul porque así los guardé en los .bmp. Supongo que me gustó cómo quedaba.

Como podéis comprobar, estaba muy metido en mi fase «D&D» y casi todos son de temática medieval-fantástica. Igual de haber sido yo más lovecratiano en esa época habría metido tentáculos, quién sabe. Y bueno, sí, abundancia de chavalas con poca ropa, ya digo que me hallaba en la adolescencia.

En fin, ya veis que la humanidad no perdió a ningún artista cuando pasé a otros entretenimientos.

viernes, 7 de agosto de 2020

El jarrón roto (parábola)

En casa teníamos un jarrón. Bastante bonito, la verdad, con siluetas de pajarillos y motivos vegetales, elegante sin llegar a lo recargado. Me parece que fue uno de los regalos de boda, aunque ahora no estoy muy seguro. En todo caso debió de ser por esas fechas, porque sí recuerdo que cuando nos instalamos en la nueva casa mi mujer lo colocó en el dormitorio, en lugar bien visible.

Es curioso que lo pusiéramos ahí porque yo nunca había otorgado gran valor a los jarrones. ¿Para qué sirven, a fin de cuentas? Es una cosa un tanto anticuada e incómoda que quita espacio y libertad de movimientos. Fue mi esposa la que se empeñó en que ocupara un sitio destacado, y no pude negárselo. Era ella quien se preocupaba por mantenerlo limpio y sobre todo intacto, y hasta le colocaba unas flores de tanto en tanto para adornarlo.

Hubo épocas en las que se ponía realmente pesada con el tema. «Ten cuidado con el jarrón», «no vayas a tirarlo en un descuido», «no dejes que se caiga, con lo torpe que eres», así de continuo. Yo no tenía ninguna intención de romperlo, evidentemente, aunque siempre puede ocurrir un accidente, nadie está a salvo de algo así. Y la verdad es que me ponía nervioso. «Parece que se ha movido, ¿no le habrás dado un golpe?», me acusaba en ocasiones, y también de juguetear distraídamente con él poniéndolo en riesgo. Yo lo negaba de corazón, pero no creo que ella se quedara muy satisfecha. Durante un tiempo acabé realmente harto del maldito jarrón.

Sin embargo, con el paso de los años le cobré aprecio. Era agradable saber que estaba ahí, sencillo y quizá inútil, pero duradero. Nosotros podíamos atravesar dificultades y problemas varios en nuestra vida, pero el jarrón perduraba. Me acostumbré a ser yo quien lo engalanaba con un ramillete o le pasara el plumero. Y seguramente, al ver que lo cuidaba, ella dejó de importunarme con el tema.

Un día cualquiera regresé a casa y estaba roto. Seguía en el mismo sitio de siempre, pero una amplia grieta lo recorría de arriba abajo y varios fragmentos de porcelana descansaban sobre la balda. Fue una sensación muy extraña encontrarlo así. Por supuesto le pregunté de inmediato a mi esposa qué había ocurrido, pero no le dio importancia. «No está roto, son exageraciones tuyas», dijo, «puede que la pintura se haya agrietado con el tiempo, pero no es nada grave». Le pedí que lo mirara, porque me parecía claro que no era consciente de lo que había ocurrido, pero ella se negó e insistió en que me lo estaba imaginando.

Eso me dejó perplejo. El jarrón que ella se había empeñado tanto en proteger ahora le resultaba irrelevante, incluso molesto de contemplar. En fin, me dije, si para mi mujer no está roto, ¿por qué ha de estarlo para mí? Era mucho mejor ignorarlo, eso seguro. Quizá tuviese ella razón y el tema careciera de importancia. Así me ahorraba la angustia de asumir aquella fea grieta y el suceso que la había podido causar.

Permanecí así un tiempo, actuando como si nada, esforzándome por seguir igual que antes. Pero fue inútil. Cuando ponía unas flores dentro alguna se caía por la brecha. Y si las regaba para que duraran más tiempo frescas, el agua corría por la superficie y empapaba el suelo. Finalmente tuve que admitir que estaba roto, e incluso diría que los desperfectos aumentaban con el tiempo. Llegó el momento en que no pude negar más que el jarrón se había quebrado irremediablemente.

Quizá si ella lo admitiera habríamos podido arreglarlo juntos. He leído que en Japón existe la costumbre de reparar objetos con metales preciosos, simbolizando así cómo la rotura forma parte también de su historia. Yo estaba dispuesto a intentarlo, pero es una labor muy delicada y no podía hacerlo yo solo sin su ayuda. Y se negó. También podíamos comprar otro jarrón, claro, pero no sería lo mismo. Es decir, creo que con otra persona sí podría compartir un jarrón nuevo e intacto, pero con mi esposa ya no. Aquel había sido nuestro jarrón y ahora estaba roto, no había modo de soslayar eso. Y roto uno, ¿cuánto tardaríamos en romper el siguiente, si de todos modos no era algo que le importara?

No, no había modo de arreglarlo. Así que cogí un fragmento de recuerdo y me marché de casa. Nunca he regresado. A veces me pregunto qué habrá ahora en el lugar donde estaba nuestro jarrón.