viernes, 20 de agosto de 2021

La ciudad de casas engalanadas (parábola)

Érase una vez una ciudad pequeña, en un reino lejano. Era un lugar sencillo de gentes laboriosas: artesanos, comerciantes, algunos banqueros que financiaban a estos en sus empresas, unos cuantos eruditos respetados… Personas en su mayoría serias y cabales. No era por tanto una ciudad especialmente bonita (ni tampoco fea), sus festividades no eran espectaculares ni sus tabernas famosas por su jolgorio, pero sí era una localidad tranquila, donde podía vivir feliz quien estuviera dispuesto a trabajar duro, respetar la ley y sacar adelante a su familia con honradez.

Esto fue así durante largo tiempo, pero un día llegó a la ciudad la noticia (no se supo nunca cómo ni a través de quién) de que el rey tenía intención de visitarla. Esto, como era de esperar, revolucionó la serenidad provinciana en la que se había asentado el lugar. ¡Nadie recordaba la última vez que un rey había hecho gala de su presencia! Puede que hubiese sido el abuelo del actual monarca, o quizá su bisabuelo… En cualquier caso, era un acontecimiento singular que ocupó de inmediato las conversaciones de todos sus habitantes.

En consonancia con la idiosincrasia de aquellas gentes, la emoción pronto dejó paso a aspectos más prácticos. Como es habitual en todo reino, la ley y la costumbre decían que el soberano debía alojarse en la casa más hermosa de cada villa que visitara, lo que obviamente suponía un honor incalculable para sus dueños. Pero había un problema: ninguna de las casas de aquella ciudad era especialmente hermosa. Se habían construido siempre pensando en el pragmatismo y la comodidad: planta rectangular, fachadas lisas, ventanas del tamaño justo para no dejar que el calor entrara en verano ni escapara en invierno, y techos con la inclinación precisa para no anegarse en la temporada de lluvias. Ninguna parecía apropiada para un rey, puede que ni siquiera para un conde.

Decidieron por tanto que aquello no podía tolerarse o su orgullo colectivo quedaría en entredicho e, industriosos como eran, comenzaron a embellecer sus hogares. Primero se dispusieron a engalanar puertas y ventanas con hermosas telas traídas de ultramar, luego pintaron las paredes y las vigas exteriores de vistosos colores pocas veces contemplados en aquellas tierras y, considerando que eso no parecía suficiente para un rey, añadieron después decoraciones e inventados escudos de armas a las fachadas, coronaron de falsas espiras y pináculos las esquinas, colocaron elaboradas celosías en las ventanas, de modo que al cabo de un tiempo no quedó ni una edificación en la ciudad que recordara su previa sobriedad.

Y lo más curioso es que no se detuvieron ahí. Sucedía que, en cuanto un hogar podía considerarse en justicia el más hermoso de todos, su vecino cambiaba algo para hacer el suyo aún más bonito, y otro tanto hacía el de más allá, y así había que plantearse nuevas mejoras al dictado de la moda, aunque eso supusiera invertir toda su menguante fortuna. Aunque algún propietario hubiese echado de menos las antiguas costumbres y se hartase ya de esa fiebre ornamental, ¿cómo detenerse ahora? Hacerlo supondría renunciar al honor de alojar al rey cuando por fin se presentara, y nadie estaba dispuesto a asumir algo así porque, entonces, todo aquel esfuerzo habría sido en vano. El hecho de que la totalidad las casas menos una fuesen a ser finalmente rechazadas no parecía preocuparles, puesto que todos estaban seguros de ser ellos los elegidos.

Como era de esperar, aquella veloz transformación pronto se dio a conocer allende sus murallas y la nueva de que la ciudad era cada vez más hermosa se propaló por todo el reino. Eso atrajo a visitantes que antiguamente rara vez pasaban por allí: viajeros y mercaderes que se desviaban de su ruta habitual atraídos por las historias, artistas que acudían ansiosos de admirar sus coloridas estampas y, por supuesto, mendigos y maleantes que, como siempre, trataban de aprovecharse de una situación novedosa.

Sin embargo, los dueños de las casas engalanadas, que antaño siempre había hecho gala de una gran hospitalidad con los forasteros, ahora los rechazaban a todos de malas maneras, pareciesen honestos o no. Habían embellecido sus moradas para recibir a un rey, no a unas medianías como ellos. Aún más: si alguno estuvo dispuesto a alquilar sus alcobas vacías (ni que fuera para recuperar parte de su inversión), el temor a que llegara el rey justo cuando la casa se hallaba ocupada por otro huésped y acabara alojándose en la siguiente más hermosa le llenaba de un temor cerval.

Os preguntaréis qué fue del rey, origen de aquel fervor. Pues bien, hay quien dice que nunca llegó allí. Que partió de su castillo pero en una de las escalas contrajo una enfermedad (quizá venérea, ya se sabe cómo es la nobleza) y murió en el camino, y que su sucesor se vio envuelto en conjuras palatinas y decidió que era más seguro no alejarse del trono. Pero otros afirman que no fue así, que un día el monarca llegó a las puertas de la ciudad, de incógnito y sin séquito, ansioso de conocer al fin aquel lugar hermoso del que tanto le habían hablado. Pero al pasear por sus calles sin hallar quien le ofreciera cobijo, comprendió que el alma de aquellas gentes se había vuelto tan fría como hermosos sus hogares, esos que preferían tener vacíos antes que compartirlos con quien pudiera necesitarlos, y decidió proseguir viaje para nunca regresar.

Fuese cierta esta o alguna otra versión, nada de eso pareció preocupar a los habitantes de la ciudad. A día de hoy siguen allí, esforzándose por engalanar cada vez más sus casas y superar a las de sus vecinos, con la vana esperanza de que algún día se presente alguien a quien consideren digno de entrar en ellas. Es un lugar bonito, sí, pero no os recomiendo que lo visitéis. No habéis de hallar allí una felicidad que sus habitantes han olvidado.

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