Lo primero que verá un lector de una obra (antes incluso que el dibujo de portada, que en cualquier caso es mudable), será su título. A menudo el nombre que deberá llevar nuestra creación nos será tan evidente que no cabrá duda alguna, pero en el resto de ocasiones merce la pena dedicarle cierta atención.
Aquí, como en todo, imperan diversas modas que vienen y van, pero me atrevería a decir que para las novelas se estilan títulos largos y/o chocantes, mientras que para los relatos cortos, que es lo que a mí más me interesa en este momento, lo tradicional es usar un título corto y descriptivo de la trama que vamos a plantear, por supuesto sin desvelar su secreto. Un personaje principal, un lugar, un sentimiento que permea la historia…
Remitiéndonos a los clásicos (una actitud siempre encomiable), vemos que Chejov usaba titulos casi telegráficos: «Un drama», «Beso», «Enemigos», «Una apuesta»… Con tal parquedad, «La dama del perrito» hasta suena poético. No es de extrañar que la gente diga: «qué bueno era aquel cuento de Chejov que se titulaba… err… bueno, ese cuento». Y sin embargo debo reconocer que aquí se englobarían la mayor parte de mis títulos, con algunas honrosas excepciones.
Maupaussant era igual de breve pero más enigmático (también en sus escasas novelas): «Bola de sebo», «La casa Tellier», «Mi tío Jules», «Una vendetta»… Son en mi opinión títulos que invitan a su lectura por la curiosidad que despiertan, aunque no siempre resultan fáciles de recordar. Por ejemplo, hace poco quise hacer un comentario sobre uno de ellos, que tiene como protagonista a un juez que rememora un momento terrible de su vida, y anda que no estuve hojeando relatos hasta que descrubrí que se titulaba «La confesión» (cuento, dicho sea de paso, tan maravilloso como aterrador).
Por su parte, Wilde, fiel a su estilo, aportaba ya un toque de cinismo desde el título. Ahí tenemos «El fantasma de Canterville» o «El crimen de Lord Arthur Savile», en los que ni fantasma ni crimen son como uno se los espera en un principio. Algunas de las mejores historias cortas de autoras norteamericanas, como «La lotería» de Shirley Jackson o «Es difícil encontrar un buen hombre» de Flannery O'Connor muestran también en sus títulos esa ironía engañosa que hará que el lector enarque las cejas al comprobar de qué estábamos hablando realmente. Un gran sistema, si se usa con pericia.
En el género del terror, Poe era aficionado a títulos no demasiado largos pero mucho más grandilocuentes. «La máscara de la muerte roja», «La verdad sobre el caso del señor Valdemar» o «El corazón delator» son buena muestra de ello, junto a otros más tradicionales como «El gato negro» o «El pozo y el péndulo». Mención aparte merecen los que sólo consisten en un nombre propio nada común, como «Ligeia», «Morella» o «Berenice», una estrategia arriesgada que lo mismo puede desembocar en una genialidad, como era su caso, que en el ridículo.
¿Y los títulos que usaba Lovecraft? Pues la verdad, muy weird, como era de esperar. «La llamada de Cthulhu», «El color de más allá del espacio», «La sombra sobre Innsmouth»… Hoy día resulta difícil que nombres en esta tónica despierten ecos positivos en el lector, salvo que pretendamos vender un pastiche, que todo puede ser, o nos dirijamos a un público muy específico. Un poco lo mismo se aplica a R.E. Howard y el resto de escritores pulp. Incluso si se trata de un relato que se ambiente en ese género, creo recomendable optar por un estilo menos florido, y en particular evitar el uso de nombres propios «raros» (Primigenios y demás ralea) en el título, si queremos que el lector se lo tome en serio.
Más evocadores son, si me lo permiten, los que elegía Ambrose Bierce para sus obras. ¿Quién no querría leer «El puente sobre el Río del Búho», «Un habitante de Carcosa», «Un jinete en el cielo» o (saliéndonos por la tangente) «El diccionario del diablo»? Claro está, por muy buenos que sean los títulos nadie los recordaría si luego la historia no estuviera a la altura. El título sólo es, en el mejor de los casos, un empujoncito inicial que habremos de consolidar con el propio relato.
2 comentarios:
Una buena reflexión: el título.
Es cierto que al lector se le cose un buen título a la memoria, independientemente del contenido y a la inversa. Pero lo importante del título es la atracción que ejerce al interés. También decir que el escritor será sentenciado si traiciona la promesa del título o será elogiado por su ingenio. Yo no tengo clemencia en este asunto.
Recuerdo que una novela de Jack Williamson, "Más oscuro de lo que pensáis", me hizo brincar en la biblioteca cuando iba de cacería para saciar el ocio. Siempre me han atraído los títulos Weirds que disparan tu imaginación o juegan con la adivinanza de solución en la última página.
Los relatos, es cierto que suelen ser más minimistas, aunque hace poco me atrajo como un imán el relato de Kij Johnson "26 monos, además del abismo" por su original título y me sorprendió gratamente.
Creo que cada lector tiene sus parámetros de magnetismo nominal y no se pueda generalizar, pero el sentido común y dejarse aconsejar pueden evitar catástrofes.
¿Qué me dices de Lemony Snicket?
Las palabras son el material con el que crea el escritor y si no sabe crear expectación con el título de su obra debería plantearse estudiar el reflejo que proyectan en él como lector.
Buen artículo, aunque creo que da para más de un artículo.
Tengo que reconocer que me encanta "La confesión", me alegra descubrir que comparto algunos gustos.
Enhorabuena por ser finalista en el Ignotus, espero que caiga la breva. Un saludo, Salino
Gracias, Salino. Sobre títulos podría escribirse un libro entero. Ahora bien, ¿con qué título? :-D
Sólo una pequeña parte del reconocimiento al Calabazas me corresponde, pero sin duda es un orgullo. No albergo muchas esperanzas de que salga premiado con tamaños oponentes, pero que nos quiten lo bailao.
Saludos,
Entro
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