domingo, 8 de febrero de 2015

La narración epistolar

Narrar una historia como si fuera una carta (o una serie de ellas) es un recurso de honda tradición en la literatura moderna, entendiendo como tal prácticamente desde la Edad Media (fijaos que se considera la primera obra puramente epistolar Cárcel de Amor, de Diego de San Pedro, escrita allá por 1485). Pero no estoy aquí para remedar lo que podéis encontrar en cualquier enciclopedia online, lo que me interesa señalar es que hacia mediados del siglo XVIII y durante buena parte del XIX, este mecanismo había caído en desuso e incluso en la parodia, salvo por un género. Lo habéis adivinado: el terror. Justamente dos de las obras cumbres de la literatura de terror del s.XIX, Frankenstein y Drácula, están escritas en forma epistolar, junto a grandes relatos como El hombre de arena, y desde entonces nunca ha dejado de ser un recurso habitual del género (Lovecraft, Stephen King y otros ilustres han recurrido a ello). ¿Pero por qué?

A mi entender hay dos factores que impulsan al escritor de terror a presentar la historia como si se tratara de una carta o un diario (o una mezcla de ambos recursos). El primero es la verosimilitud. El terror es un género que depende en gran medida de la «suspensión de la incredulidad» por parte del lector. Mucho más, por ejemplo, que la novela costumbrista donde, al fin y al cabo, no te van a contar nada que no pudieras ver con tus propios ojos. Al plantearlo como una carta, lo que está haciendo el autor es decirte: «oye, que no me lo estoy inventando, yo sólo copio esta carta que me llegó, palabrita de niño Jesús». Nadie se lo toma en serio, por descontado, pero sí que añade cierta «autenticidad» a hechos sobrenaturales o increíbles. Tendemos a creernos más algo que viene con remite y fecha.

El segundo motivo es que permite resolver el problema del protagonista muerto. No es raro que en una historia de miedo el protagonista no logre sobrevivir a las terribles situaciones en las que le ha metido su creador. Si el lector estuviera seguro de su salvación, poco terror habría. Pero si estamos usando una narración en primera persona para darle más fuerza, nos topamos con una dificultad evidente. Aunque a mí me parece una estrategia perfectamente válida, nunca faltarán mentes de imaginación pobre que aduzcan: «y si el tipo muere, ¿quién está contando la historia?». Frente a estas almas estériles, la narración epistolar ofrece una tabla de salvación: lo escribió todo antes de morir y ahora nos limitamos a repoducir sus misivas.

Recordemos también que este procedimiento nos ofrece la posibilidad de reflejar el estado mental del personaje (o sus prisas, o su agitación) mediante la inclusión de deliberados «errores» e imprecisiones en el texto, un truco delicado que puede quedar fatal, pero que se usa a menudo dentro de los Mitos de Cthulhu por la locura que suelen acechar a sus protagonistas. También se ha utilizado en el stream of consciousness, el mismísimo Faulkner consiguió un gran éxito llevando este recurso al límite en El ruido y la furia, aunque nunca he entendido por qué).

Complicaciones

Pero claro, haciendo bueno el viejo adagio «no hay solución que no cree otro problema», este recurso narrativo nos puede meter en nuevos berenjenales.

El primero (y más sencillo de solventar) es el de la intimidad. Hay cosas íntimas que no pondrías en una carta; tus sentimientos más profundos, tus pensamientos más inconfesables, que suelen ser precisamente los esenciales para la trama. Ahi está la paradoja: cuanto más honesta sea la narración, menos creíble resultará su plasmación en una carta. Hay varias soluciones, pero la más habitual es la de los diarios. En lugar de escribir para alguien, el protagonista lo hace para sí mismo, sin intención de compartirlo con nadie. Flores para Algernon o la propia Drácula usan esta aproximación, que es la más similar a un soliloquio sincero y que en ciertas obras modernas juega también con la emoción que da leer algo «prohibido».

Pero el principal problema del relato epistolar llega a la hora de plasmar el final. Esto es especialmente cierto cuando el protagonista muere o desaparece, pero se aplica también cuando tenemos un clímax intenso que deseamos narrar «en directo», con emoción. Porque en esas circunstancias resulta muy extraño que una persona cabal se dedique a escribir en una carta o diario lo que está pasando, en lugar de salir por piernas. Hay a quien le da igual y tira para adelante, como mi «querido» August Derleth, que tiene los bemoles de concluir de esta forma La casa de Curwen Street (1944), que se supone que es un manuscrito hallado en una habitación:

Continúan los pasos... unos espantosos sonidos chapoteantes... parece que ya están debajo de la casa; y afuera se oyen los terribles palmetazos como los que producían aquellos horrendos seres palmeados que se deslizaban hacia nosotros por las rocas de aquella isla del Pacífico...

Pero ahora... algo... ¡Dios santo! ¡Alas! ¡Qué seres hay en la ventana!

¡Ia! ¡Ia! ¡Hastur fhtagn...!

Corramos un tupido velo. Pero ojo que hay casos peores, gente que hace que su personaje escriba «arrgh» mientras se muere, que es una cosa muy natural... Lo que en realidad revelan estas soluciones tan forzadas es una mala planificación de la trama que tiene mal remedio. Para no caer en el esperpento, podemos hacer que otro personaje narre lo que se encontraron después junto a las cartas, o (y es un tema del que me gustaría hablar en futuros artículos) una noticia de prensa que nos permita deducir lo ocurrido, mas difícilmente podremos retransmitir el final en directo. Para eso tendremos que elegir otro punto de vista para el narrador, así que pensadlo siempre de antemano.

Eso es todo, colegas, hasta la próxima .

2 comentarios:

iulius dijo...

Eso de matar al narrador es un recurso efectista y facilón que, sin duda, un escritor debe evitar a toda cos¡BANG!

Entropía dijo...

Pues a mí me gusta, me parece hasta elegante, y sin embargo me han tirado relatos precisamente por eso. Hay gente muy estrecha de miras, pero por mí se pueden ir a tom¡BANG!

Saludos,
Entro