viernes, 28 de abril de 2017

Pobreza en el círculo de Lovecraft

Desde hace un tiempo vienen preocupándome las desigualdades socioeconómicas (un tema que, curiosamente, no interesa demasiado en ciertos ambientes literarios supuestamente concienciados) y, ya yendo a la temática de este blog, la influencia de estos asuntos en la creación literaria. No es casualidad que casi todos los escritores del s.XIX y anteriores provinieran de buena familia; escribir ha sido, a lo largo de la historia, un lujo, y sólo a partir del establecimiento de una amplia clase media con acceso a la educación y cierta seguridad económica, así como un mercado editorial sólido, ha podido la literatura abandonar los círculos elitistas. Y viendo que esas desigualdades regresan y son cada vez mayores, me temo que esa época toca ya a su fin.

No os extrañará, dadas mis aficiones, que me haya fijado especialmente en diversos autores de lo que ahora llamamos horror cósmico o lovecraftiano, alrededor de los que se ha creado un halo de éxito que poco tiene que ver con la realidad. La fama que ahora les rodea contrasta cruelmente con lo que fue su vida, casi siempre al borde de la pobreza.

El caso principal y más sangrante, por supuesto, es el del propio Howard Phillips Lovecraft. La cruel ironía de que sus obras muevan ahora millones de dólares y se publiquen en multitud de idiomas (por no hablar de la infinidad de licencias y productos derivados), cuando su creador vivió siempre al borde de la miseria, consumiendo los últimos restos de la fortuna familiar y malvendiendo sus labores de corrector y ghostwriter (negro literario) por cuatro perras, después de asumir que sus propios relatos no tenían el menor valor, le hacen a uno considerar la injusticia inherente al mercado editorial. Pero esta situación no se limitó al ahora considerado maestro de Providence, sino que afectó a casi todos los miembros de pleno derecho de ese círculo, con las posibles excepciones de August Derleth y Robert Bloch, que sí gozaron de cierto éxito en vida.

Por ejemplo Frank Belknap Long, conocido entre los aficionados al horror cósmico principalmente como creador de los terribles perros de Tíndalos y que sobrevivió a la mayoría de sus contemporáneos hasta alcanzar los 92 años, pasó la última etapa de su vida sumido en una extrema pobreza junto a su esposa Lyda, a pesar de haber recibido premios tan prestigiosos como el World Fantasy Award y el Bram Stoker, sin haber alcanzado nunca el éxito económico tras una carrera literaria de casi siete décadas. Si no recuerdo mal, era Darrell Schweitzer el que narraba con tristeza cómo, durante una entrevista que hizo a la pareja en 1990, estos buscaban ansiosos cualquier medio de cobrar algún dinero por la misma o malvendiendo los pocos manuscritos originales que conservaban. Cuando falleció en 1994, Long fue enterrado en una fosa común para indigentes.

Por su parte, la infancia de Robert E. Howard fue una sucesión de casas solitarias y humildes en Texas, a pesar de que su padre era médico, una profesión en principio respetable (se dice que Isaac Mordecai Howard no congeniaba con sus vecinos lo suficiente como para establecerse de manera definitiva, y también que malgastaba el dinero invirtiendo en planes descabellados). Y la situación no mejoró con los años. Aunque la biografía de Sprague de Camp es poco precisa, creo que refleja con acierto la impresión de llegar, incluso décadas más tarde y con mejores medios de transporte, a esa casa perdida de Cross Plains donde R.E. Howard murió.

Si bien es cierto que para cuando R.E.H. se suicidó en 1936, había logrado estabilizar unos ingresos anuales bastante respetables para provenir sólo de publicaciones en revistas pulp, el dinero se le iba continuamente en el tratamiento para la tuberculosis terminal de su madre, y estimaba que sus perspectivas editoriales se aproximaban a un callejón sin salida, en particular por los crecientes retrasos en el pago de Weird Tales. Es otro caso que hace pensar, viendo el éxito mundial que alcanzaron posteriormente sus historias y personajes, Conan el Bárbaro entre ellos, y el género de espada y brujería que él prácticamente fundó.

Un ejemplo extremo podría ser el de Clark Ashton Smith, como se puede leer en la excelente introducción de Luis Gámez a El libro de Hiperbórea, editado por Cátedra. Smith, seguramente el más dotado artísticamente de todo ese grupo de autores, gozó con sus primeras publicaciones de un prometedor éxito entre los más selectos círculos poéticos de su época y la crítica especializada, y lo mismo se aplicó un tiempo después a sus exposiciones de pintura.

Sin embargo aquello no duró ni le trajo rédito económico alguno. Viviendo durante décadas de trabajos esporádicos, siempre al borde de la pobreza, siguió cuidando de sus padres en la vieja cabaña familiar del norte de California hasta que estos murieron. Aquejado por diversos achaques que en último extremo él mismo vinculaba a sus perennes dificultades pecuniarias, C.A.S. no se casó hasta cumplidos los 60 años. En adelante subsistió haciendo pequeños trabajos de jardinería, hasta que llegó su hora en 1961. Triste destino para quien fuera considerado un niño prodigio, un lamento por lo que pudo ser y no fue que a menudo se deja ver en sus obras más personales.

Y me gustaría terminar con la reveladora historia de Margaret Brundage. Brundage no pertenecía al círculo lovecraftiano, pues era ilustradora, pero a su mano corresponden muchas de las famosas portadas de la época dorada de la revista Weird Tales. Casada con un hombre alcohólico que apenas se pasaba por casa, Brundage (nacida Margaret Hedda Johnson) logró mantener a su hijo y a su madre vendiendo sus ilustraciones a las revistas pulp del momento. Sus obras, firmadas con un aséptico «M. Brundage», eran apreciadas por el público por su sexualidad implícita y sus heroínas desvalidas.

A mediados de los años 30 fueron creciendo las quejas puritanas sobre la naturaleza de esas portadas, y el editor no tuvo mejor idea que revelar que la autora era una mujer. Las críticas aminoraron, pero Brundage no logró trabajo con otras editoriales «decentes». Y tampoco con la propia Weird Tales cuando esta se trasladó a Nueva York en 1938 y hubo de cumplir las normas morales municipales para vender en los quioscos de la Gran Manzana. Brundage pasó los últimos años de su vida en relativa pobreza y murió en 1976, cuatro años después de su hijo. Sus originales (muchos de los cuales fueron robados en convenciones) alcanzan ahora precios de varias decenas de miles de dólares.

Prefiero dejarlo aquí, antes de deprimirme más. Por supuesto, esto podría extenderse a numerosos géneros literarios y otros campos de la cultura; el éxito económico y la calidad rara vez van de la mano. Pero una sociedad que permita al menos que sus creadores no se mueran de hambre, no digamos ya que reciban una justa retribución por sus obras, siempre me parecerá más deseable.

Nota: El «Cthulhu mendigo» que abre el artículo corresponde a la ilustración Beggar, de Andrey Surnov.

martes, 18 de abril de 2017

Verba Dicendi

Ya habréis observado que soy un lector muy pejiguero, me molestan cosas como el abuso de la cursiva enfática o la pobreza lingüística del texto. Pero hay otro fallo que me suele poner de muy mal humor cuando me lo encuentro en un libro, y para mi desgracia aparece muy a menudo, incluso en editoriales prestigiosas que supuestamente cuentan con correctores profesionales: me refiero al tema de las mayúsculas/minúsculas en los incisos de los diálogos.

La mayor parte de los escritores y traductores dominan las reglas básicas de la puntuación en los diálogos (igual no tantos, pero no me voy a poner ahora a explicarlas, que son un rollo), y saben que los apuntes explicativos dentro de una frase van en minúsculas, ¿cierto? Por ejemplo:

—Hola —dijo el chico—. ¿Sabes quién soy?

Bien, pues resulta que no siempre es así. Es como lo de los años bisiestos, que casi todo el mundo cree que son cada cuatro años, y no es exactamente eso. De la misma forma, no siempre el inciso va en minúscula; a veces va en mayúscula (con un punto delante, por supuesto). Estudiad la siguiente frase:

—¡Tú! —se puso en pie—. ¿Qué haces aquí?

El inciso «se puso en pie» debería empezar en mayúsculas, porque no está modificando el diálogo previo, son conceptos independientes (y que no os líen los signos de admiración, no influyen). Por lo tanto, será:

—¡Tú! —Se puso en pie—. ¿Qué haces aquí?

En realidad en estos casos sólo van en minúsculas los llamados «verbos declarativos», «verbos de habla» o, si queréis dároslas de latinistas, verba dicendi. La definición habitual es que son verbos que designan acciones comunicativas, y encontraréis un buen resumen en Wikilengua.

Yo, que soy de ciencias y no entiendo de estas cosas, veo esta clasificación muy confusa. La lista en cuestión, además de extensa, no se aplica siempre tal cual, ya que según el contexto un mismo verbo puede actuar como declarativo o no, como es el caso de «señalar» y otros:

—No es tal como lo cuentas —señaló ella.

—No es ahí. —Señaló más lejos—. Pasó en aquella casa.

Por eso veo mucho más conveniente fijarse simplemente en si el inciso se refiere de forma directa a lo que se está diciendo, o si por el contrario introduce una acción diferente, ya sea simultánea o intercalada. Como regla general, si podéis pasar el inciso a otra línea y sigue teniendo sentido, es que es independiente:

—No es ahí.
Señaló más lejos.
—Pasó en aquella casa.

Seguro que hay ejemplos ambiguos donde ambos enfoques podrían ser correctos, pero desde luego muchos casos no lo son, y estoy harto de encontrármelos continuamente mal puntuados en libros por los que he pagado una pasta. No debería suceder algo así.

Y si me molesta que dejen esos incisos en minúscula no es por capricho o por cumplir normas abstrusas, es que queda mal, son construcciones que al leerlas suenan erróneas en la cabeza (probadlo, es inmediato), porque dan a entender que la explicación se refiere al texto adyacente previo, y sin embargo no es así. No cuesta nada tomárselo en serio y hacer un buen trabajo.

miércoles, 5 de abril de 2017

En el país de los ciegos (microrrelato)

Llevo muchísimo sin subir un microrrelato, así que he pensado: ¿por qué no? Este lo escribí hace un tiempo, del tirón; cuando ves con claridad una idea y es sencilla, se escribe sola.

Son 272 palabras, título incluido. Que lo disfrutéis.

En el país de los ciegos

En el país de los ciegos, el tuerto era el rey. No era un mal rey; siempre se preocupaba por las necesidades de sus súbditos y, puesto que veía (aunque fuera con un solo ojo), para ellos era una gran ayuda. Podía decirles cómo resolver situaciones donde el tacto y el oído no bastaban, cosa que en un reino, aunque fuera pequeño, sucedía a menudo. Lo nombraron rey al poco de llegar a aquellas tierras y no se habían arrepentido.

En efecto, el rey del país de los ciegos no había nacido allí, sino que provenía del país de los que ven, y podría regresar a él si quisiera. Pues, si bien los ciegos solían encontrar muchos obstáculos para vivir en ese otro reino, él se las apañaba bastante bien con su ojo bueno. Pero no pensaba volver allí. Porque claro, en el país de los que ven, el no sería rey, ni siquiera un ciudadano corriente, sería sólo un tuerto. Y allí era rey.

Pero no era mal rey, de veras. Era generoso y bien dispuesto. Por ejemplo, cada vez que sus súbditos tenían un hijo, el rey se acercaba a preocuparse por la salud de la madre y bendecir la llegada del recién nacido con una moneda de oro. Y si ocurría que el bebé tenía los ojos normales, él era el único que podía verlo, y se encargaba de inmediato de dejarlo ciego antes de que sus padres se dieran cuenta de que no era como los demás.

En el país de los ciegos, el tuerto era el rey. Y pensaba seguir siéndolo.

Sí, tiene bastante mala leche. Siempre me entran dudas antes de subir algún relatillo al blog, por si podría usarlo para otra cosa, pero no creo que este encontrase lugar en ningún certamen (y de todos modos, los concursos de micros se me dan fatal). Así que ahí se queda.