sábado, 28 de julio de 2018

Cuentos de la Tierra Plana (I)

Cuando yo era un chaval, me cambió la vida descubrir los libros de la colección Fantasy de Martínez Roca (dirigida por Alejo Cuervo), que para mí ha sido la más influyente de cuantas se hayan publicado en España de este género. Prácticamente todos sus números merecían la pena, y gracias a ella conocí clásicos como las aventuras de Fafhrd y el Ratonero Gris de Fritz Leiber, la saga de Elric de Melniboné de Michael Moorcock o las propias Crónicas de Prydain de Lloyd Alexander (justo es decir que la editorial Ultramar también sacó muchas cosas interesantes en sus Grandes Éxitos Bolsillo, pero esa colección era mucho más extensa y la media se resiente).

Dentro de Fantasy se publicaron dos tomos de la escritora británica Tanith Lee: el que abría precisamente la colección, Volkhavaar, y más adelante El Señor de la Noche. Este último pertenece a la saga Cuentos de la Tierra Plana (Tales from the Flat Earth), principal obra de su autora y que por desgracia nunca más se ha proseguido en castellano. Y ya adivináis de qué pienso hablaros hoy.

La serie se llama así porque, bueno, la tierra donde se desarrolla es plana. Los dioses están en el cielo, los demonios bajo el suelo y, entre medias, los humanos soportando a unos y otros. Está muy inspirada en Las mil y una noches, con ciertas dosis de orientalismo y, si no me equivoco, claras influencias de la también admirable saga de La Tierra Moribunda de Jack Vance. Comprende novelas y relatos cortos interconectados que en ocasiones recuperan personajes previos, y donde Lee explora a fondo (pero muy a fondo, ojo) temáticas como la maldad, la sensualidad y los giros del destino. A pesar de esa influencia clásica, la saga se engloba claramente dentro de la edad de oro que a mi entender vivió la literatura fantástica de finales de los años 70 y primeros 80.

Aparte de su prosa refinada y la creatividad de que hace gala, una de las cosas que más me atrae de estos cuentos es cómo la autora se permite narrar sucesos terribles o extremos sin que al lector le resulten chocantes, gracias a su elegancia (para que os hagáis una idea, en el primer libro un enano mantiene relaciones sexuales explícitas con una araña gigante, y toda la escena queda hasta simpática). Otro aspecto que me seduce especialmente es la ambivalencia que muestra entre el bien y el mal: es muy típico que el héroe (o heroína) de un cuento pase a ser el malvado antagonista del siguiente, mostrando cómo corrompe el poder y la ambición, pero sin caer nunca en esas lecciones moralizantes que personalmente odio.

La propia carrera literaria de Tanith Lee me resulta interesante de por sí, en especial las crecientes dificultades que tuvo para hallar editorial por culpa de su estilo «pasado de moda», incluso después de haber logrado grandes premios con sus relatos y novelas (sólo con esta saga obtuvo el British Fantasy Award en 1980 y dos nominaciones al World Fantasy Award). Hay varias entrevistas por la red donde habla de esto y de su eterno vagar por editoriales de segunda fila, gozando sólo ocasionalmente de buenas ventas. Por desgracia, Lee falleció en 2015 a causa de un cáncer de pecho.

Para el análisis de los libros me voy a basar en la reciente edición de bolsillo que ha sacado Daw Books (2016 - 2017), que es accesible, barata y visualmente muy atractiva (con portadas de Bastien Lecouffe Deharme), aunque evidentemente hubo varias más con anterioridad.

Night's Master (1978)

Este es el único tomo que ha salido en español, con el título ya mencionado de El Señor de la Noche (1986) y una preciosa portada de Rowena Morrill que podéis ver al comienzo de este artículo.

El personaje que da título al libro es el archidemonio Azhrarn, señor del inframundo y cuyo único entretenimiento consiste en traer desgracia sobre los reinos de los mortales y jugar con sus sueños y esperanzas; un ser amoral, voluble y caprichoso (me recuerda un poco, por cierto, a Arioch, el Señor del Caos patrón de Elric). Aunque el hilo conductor son las crueles «travesuras» (por llamarlas de algún modo) de Azhrarn, este no adquiere verdadero protagonismo hasta la porción final. La estructura toma la forma de pequeños relatos interconectados, divididos en dieciocho segmentos (como si fueran capítulos) y surgidos de las (nefastas) interacciones de los seres humanos con el señor de la noche.

Me pregunto si el motivo de que Martínez Roca no siguiera publicando la serie se debió a bajas ventas de este libro (lo cual demostraría nuevamente lo injusto del mercado editorial, porque es excelente y se lee en un suspiro) o por las dificultades de emprender la edición de los siguientes.

Night's Master, Tanith Lee.
DAW Books, 2016. 256 págs. 7.20$.

Death's Master (1979)

El segundo tomo de la serie ganó el premio British Fantasy Award a la mejor novela en 1980, y varía su estructura respecto al anterior. En lugar de relatos sueltos hilados, es verdaderamente una novela con su hilo principal (más o menos), y en ella se anidan ciertas tramas colaterales. En realidad no hay una historia clara y, de haberla, aparece y desaparece como el Guadiana, cosa que perjudica el conjunto. Me atrevería a asegurar que son las historias secundarias las más interesantes y donde la autora se mueve con más libertad.

El título hace referencia a Lord Uhlume, la encarnación de la muerte (masculina en este mundo), que como personaje es un poco soso, la verdad. La aparente protagonista del principio pronto pasa a un segundo plano y cede el testigo a su hijo hermafrodita y al accidental compañero de juegos de este, en una historia ciertamente triste y cruel que acaba resultando demasiado extensa para su propio bien.

Aunque esta edición alcanza algo más de cuatrocientas páginas, la fuente usada es menor y el texto puede tener fácilmente el doble de palabras que el primer libro. Y me temo que el estilo florido e ingenioso de Lee sufre en una distancia tan larga, lo que no impide que el libro contenga algunos capítulos excelentes. Digamos que si superáis este, ya tenéis la saga en el bote.

Death's Master, Tanith Lee.
DAW Books, 2016. 416 págs. 8.00$.

Hasta aquí por hoy. Seguiremos en un próximo artículo con el resto de la saga de la Tierra Plana, pero tened paciencia porque al ritmo que voy tardará bastante en estar listo (ya sabéis que tengo el blog prácticamente en stand-by, y la vida tres cuartos de lo mismo). En total son cinco tomos oficiales, más unos cuantos relatos sueltos que Lee publicó en años posteriores en diversas antologías colectivas y que a su muerte quedaron por recopilar debidamente (y que hoy día son prácticamente imposibles de conseguir).

Por supuesto, si os interesa este tipo de literatura imaginativa y atrevida (tan difícil de encontrar hoy día en que todo el mundo se ofende por cualquier chorrada), os recomiendo no esperar más y adquirir al menos Night's Master. No os voy a engañar, la prosa de Lee es rica en matices y términos poco usuales, y por tanto requiere un conocimiento avanzado de la lengua inglesa para ser disfrutada debidamente (e incluso así hay que ir echando ocasionalmente mano del diccionario), pero creo que el esfuerzo merece la pena. En cuanto al resto de su producción, ha salido hace poco una antología recopilatoria, Tanith By Choice, con sus relatos más significativos.

viernes, 6 de julio de 2018

El tres, número sagrado

Permitidme hoy que me ponga esotérico (ommm 🧘‍♂️) y hable de uno de esos temas que a mí me encantan y al resto del mundo le parecen una chorrada. En este caso, la importancia del número tres en la narrativa occidental y por qué hay que tenerlo en cuenta al escribir. A ver si lo logro sin que me toméis por loco.

Lo que llamamos "civilización occidental" está formado principalmente por los descendientes de la expansión indoeuropea que, se cree, tuvo lugar a comienzos de la Edad de Bronce o finales de la del Cobre. Esto se ve con mayor claridad en los idiomas de raíz indoeuropea que se siguen usando en Eurasia (y en épocas modernas también en América). Dicho sea de paso, las reconstrucciones del idioma protoindoeuropeo son auténticamente fascinantes, echadles un vistazo si podéis. Pero evidentemente una cultura no es sólo su idioma, aunque sea este un aspecto importante. Hay una estructura social, una religión, una serie de valores asumidos por el común de sus integrantes.

Podemos pensar que estamos desconectados de nuestro pasado remoto, pero eso dista mucho de la realidad. Sin entrar en idas de olla jungianas o en conceptos de memoria racial, lo cierto es que todo el mundo hereda sin darse cuenta un importante bagaje moral y conductual de la cultura en la que se cría. Las historias que nos contamos, por ejemplo, no surgen de la nada, sino que siempre se basan o inspiran en ideas y conceptos previos, y siguen estructuras predeterminadas, aunque sólo sea porque es lo que estamos acostumbrados a disfrutar. En muchos sentidos, seguimos siendo descendientes de esos primeros pueblos ganaderos que salieron de las estepas del Volga a ver qué había por ahí.

Lo que todo este prólogo (tan somero y rudimentario) pretendía transmitir es que la esencia indoeuropea impregna aún hoy buena parte del mundo moderno, y por mímesis cultural dominante incluso a países o regiones cuyas poblaciones no son de origen indoeuropeo, pero que durante su desarrollo literario o político se han visto fuertemente influidas por otras que sí.

Ahora bien, y aquí llegamos al meollo del asunto, para los indoeuropeos el tres era un número muy importante. ¿Cuánto? Pues aquí sí hay teorías para todos los gustos. La hipótesis trifuncional le otorgaba un papel sagrado, derivado de la división social primitiva en tres castas (guerreros, sacerdotes y campesinos) pero ha caído en el descrédito. El problema de fondo es que el tres (como otros números bajos) puede ser hallado en casi todo si te empeñas, desde un triángulo a un mono de tres cabezas. Incluso puede que esa «trifilia» fuese incluso anterior a la expansión indoeuropea, que estuviera ya presente en la Europa Antigua y ellos simplemente la esparcieran por medio mundo.

Lo que sí es cierto es que estos pueblos antiguos sentían debilidad por el número tres, al que se consideraba perfecto. Podéis encontrar ejemplos en las abundantes tríadas de dioses (y sobre todo diosas), tanto en Europa como en la India, conceptos que luego permearon las nuevas religiones (trinidad, tres reyes magos, cielo / tierra / infierno, etc.), de un modo similar a lo que en las culturas orientales supone el número dos (ying / yang, los tipos de líneas del I Ching…). Si os fijáis, por poner un ejemplo, las religiones y herejías que llegaban a Occidente en la Edad Media eran casi siempre dualistas porque se originaban en Oriente o en contacto con sus ideas.

Pero no me voy a ir por ahí, que me viene grande. Lo importante aquí es que hemos crecido en un entorno en que se nos ha transmitido que «el tres mola», aunque nunca se plantee explícitamente. Desde la sabiduría popular (a la tercera va la vencida, no hay dos sin tres), los chistes (que son más antiguos de lo que pensáis y suelen tener tres personajes o estar separados en tres partes) a las trilogías que tan de moda están hoy día. O conceptos tan aparentemente básicos como dividir el tiempo en presente, pasado y futuro (que a su vez influye en las formas verbales) o la vida en joven, adulto y anciano (o tercera edad, qué nombre tan casual). ¿Pensáis que estoy zumbado? Pues sí, pero esto que digo es cierto. Probadlo si no me creéis: lo que se divida claramente en tres partes transmite mayor satisfacción. Es hasta mental, sonoro: un tic-tac no está acabado, viene otro detrás, pero un pin-pan-pun es un todo cerrado.

¿Y todo esto para llegar adónde? Pues a la narrativa, por supuesto. Las historias son una parte fundamental del legado cultural común, no sólo en lo que cuentan sino, sobre todo, en la forma en que lo hacen; de hecho es más sencillo cambiar lo primero que lo segundo. Crear una historia que subvierta lo aceptado hasta entonces es difícil, pero inventarse una estructura narrativa nueva que satisfaga al lector… Prácticamente imposible.

Si uno busca las manifestaciones más antiguas y puras de la narrativa, conviene irse a lo que llamamos «cuentos de hadas», que son restos de historias populares arcaicas que no eran en absoluto para niños y que, hasta tiempos muy recientes, fueron adaptadas y transmitidas al margen de la «literatura culta» de gestas y sagas. Y por favor, no me hagáis deciros en cuántos cuentos de hadas se presentan las criaturas en tríos o los sucesos por triplicado, porque me pasaría aquí el día. Dejémoslo en que es un aspecto fundamental e incluso obvio.

Pero en principio nosotros no vamos a escribir cuentos de hadas, ¿verdad? De acuerdo, vamos entonces a los fundamentos subyacentes. Desde tiempos de Aristóteles (que básicamente se dedicó a recopilar y refinar los conocimientos que se tenían en su época) el arco narrativo se divide en planteamiento, nudo y desenlace. Oh, tres partes, ¿de qué me suena ese número? Aparte de que es una estructura razonable, es la que estamos acostumbrados a buscar, nos transmite sensación de completitud. Cierto que el teatro clásico solía dividirse en cinco actos, pero el primero era el que presentaba la situación (planteamiento), los tres siguientes la desarrollaban (nudo) y el último contenía el clímax (desenlace). Funcionalmente son tres actos y punto.

Lo que digo con todo esto es que os olvidéis de reinventar la rueda. Si la división en tres partes era lo bastante buena para los griegos, ¡por Zeus que ha de serlo para nosotros! Y que cuando os pongáis a trazar el esquema de una narración, ya sea un relato corto o una n-logía de tropecientas mil páginas, estructuradlo con esas tres secciones bien definidas (aunque luego en el texto se diluya la transición de una a otra). Es más, si cada parte es demasiado extensa de por sí, probad a subdividirla a su vez en tres partes, para que el cerebro del lector encuentre un armazón reconocible al que pueda agarrarse al hacerse su composición de lugar.

Resulta muy tentador prescindir del nudo, que parece lo secundario y casi hasta irrelevante, pero aunque podáis escribir algo así (y sí que se puede), va a cojear y muchas veces costará identificar por qué. Simplemente se nota que algo falla, que no hay un ritmo sólido en la narración o que todo sucede muy bruscamente, sin que llegue a calar al lector. Otro enfoque, típico de algunas novelas de ciencia-ficción, es diluir el planteamiento. Como no te explican nada del mundo y la sociedad en que ocurre todo, para cuando más o menos te haces una idea ya estás en el nudo. Y así se corre el riesgo de que al lector le dé igual todo por no haber conectado con la historia en el momento adecuado (a mí me pasa, por eso es un género que ya apenas visito).

Pero (y todo esto no deja de ser mi opinión personal, pero al fin y al cabo este blog es mío) no sólo conviene tener en cuenta la «regla de tres» en la estructura narrativa, sino en general al plantear la historia. ¿Cuántos intentos necesita el héroe para triunfar? Tres es una buena cantidad, ni tan pocos que parezca fácil ni tantos que resulte repetitivo. ¿Cuántos bandos hay en liza? Pueden ser dos, pero es demasiado simple, ¿qué tal añadir otro y que no se sepa bien hacia dónde cae su lealtad? Y si entre los dos amantes no se opusiera una tercera fuerza, ¿qué mérito tendría su romance? Incluso en situaciones que son claramente cosa de dos, como por ejemplo un diálogo, he descubierto que está muy bien estructurarlo en tres partes, con sus planteamientos iniciales, su desarrollo y unas conclusiones finales, para que no resulte un parloteo sin sentido.

Podría poner muchas más situaciones para convenceros, pero creo que la idea ya ha quedado lo bastante clara y el artículo demasiado extenso. Recordad, hacer las cosas con el tres en mente cuenta con el favor de los dioses; vuestros ancestros lo sabían bien, así que no os paséis de listos .