lunes, 10 de junio de 2019

Cerrojos medievales

Con este artículo concluye la breve serie dedicada a cierres medievales, que empezó con los candados y prosiguió con las cerraduras propiamente dichas. En esta ocasión vamos a hablar de los cerrojos, la pieza que mantenía bloqueadas esas pesadas puertas y que estaba pensada para soportar una cantidad importante de fuerza, a diferencia de los frágiles pestillos.

Antes de nada recordad que los grandes portones no tenían ni uno ni otro, sino trancas (de madera) o alamudes (de hierro) de lado a lado, sobre anclajes en la puerta o encastrados en los mechinales de la pared (fig. a) que los atrancaban, como su propio nombre indica. Sólo se podían abrir desde dentro o por las bravas con un ariete o similar.

Y esto nos lleva a otro aspecto que no debemos pasar por alto. De forma análoga a los castillos, muchos hogares tenían cerrojo pero no cerradura. El motivo es simple: se trataba de proteger a los moradores de la casa, no sus pertenencias (que solían ser muy humildes). Cuando la familia se recogía por la noche, normalmente junto a sus animales, corrían el cerrojo para guardarse de merodeadores, y lo descorrían por la mañana cuando salían a trabajar y los animales a pacer. De día la casa permanecía abierta, bien estuviera vacía o con alguna mujer cocinando (lo que ayudaba de paso a evacuar el humo). Hasta hace bien poco esta era la práctica habitual en los pueblos. En las casas de burgueses y comerciantes, el negocio y la vivienda formaban un todo y prácticamente nunca quedaban vacías.

De ser necesario abrir por fuera, el mecanismo más simple era el cerrojo de palanca (fig. b). Un palo introducido desde el exterior permite empujar la palanca hacia arriba y liberar el acceso. Existen diversas variantes que alejan el orificio del cerrojo para exigir el uso de la pieza de apertura adecuada, pero conceptualmente son todos similares y ya imaginaréis el grado de seguridad de este sistema.

Si el cerrojo tenía llave, a menudo estaba situado por el exterior, como solía ocurrir en iglesias y edificios comunales. Esto simplificaba la labor al embutir la cerradura en la puerta pero sin atravesarla. Las gachetas adosadas al cerrojo se enganchaban al cuerpo de la cerradura cuando el cerrojo estaba corrido. La llave permitía liberar las gachetas para descorrer a continuación a mano el cerrojo (fig. c), o bien se usaba un candado para mantener el cerrojo en su sitio.

¿Y qué pasa con las ventanas, tenían cerrojo? Normalmente no. Las ventanas de las casas humildes solían ser estrechas y no había nada que las cubriera. En lugares acomodados podían tener postigos de madera, además de enrejados o celosías, pero normalmente estos sistemas de protección se restringían a la planta baja, por lo que el método preferido por los ladrones para colarse en un edificio era a través de una ventana diáfana. El uso de cristal en ventanas, aunque factible desde la época romana, era extremadamente caro e inusual, e incluso en esos casos se trataba de vidrios curvados, muy gruesos y más traslúcidos que transparentes.

Con esto cubrimos la mayor parte de cierres que van a encontrar nuestros personajes medievales. A comienzos del Renacimiento (es difícil precisar la fecha), con las mejoras de forja, nacen las fallebas. Son barras alargadas con extremos en gancho y dispuestas verticalmente en la hoja, de modo que al girar el manubrio (por dentro o mediante la cerradura) se enganchan en armellas de la pared, reforzando considerablemente la seguridad de la puerta o del postigo de la ventana. Son mecanismos ingeniosos, pero seguramente usarlos en este periodo constituya anacronismo.

sábado, 1 de junio de 2019

La ondina (poema)

¿Por qué siempre me da cierto apuro presentar un poema, y me entran deseos de disculparme de antemano, cuando por ejemplo no me pasa lo mismo con un microrrelato? Ay, la confianza que da la prosa frente a la inseguridad de la lírica…

En fin, vamos a ello. Esta vez todo está «como Dios manda»: rima consonante, versos bien escandidos y estrofas clásicas. Formalmente son tres cuartetas relacionadas, y entre la segunda y la tercera una décima espinela. Me gustaba cómo quedaba así el ritmo del conjunto, más pausado en las cuartetas iniciales para acelerarse en la espinela y recuperar el tono solemne en la cuarteta final. A ver si os convence a vosotros:

He conocido a la ondina,
para mí está todo dicho,
brindad por mí en la cantina
cuando descanse en el nicho.

He conocido a la ondina,
sabed que estoy condenado,
pues este amor no culmina
si no es con el peor pecado.

Su voz aterciopelada
es el seductor señuelo,
y agua pura de deshielo
la que me ahoga en su mirada;
esas uñas afiladas
dagas que me han desangrado,
y el cabello ensortijado
lo que me arrastra al abismo,
al que me arrojo yo mismo
para morir a su lado.

He conocido a la ondina,
para mí está todo dicho,
recordad que fue mi ruina
víctima de su capricho.

No es un secreto de dónde ha surgido la inspiración para estos versos; siempre me ha atraído la figura de la mujer fatal en la mitología. Según trabajaba en el poema iba tarareando esa maravillosa canción de la ELO que es Can't Get It Out of My Head, pero el tema del hermoso ser femenino que condena a quien tiene la desgracia de conocerlo es antiguo como el hombre. Hace no mucho hablaba por aquí de un relato sobre este mismo arquetipo, La dama de blanco de Donaldson, y en su momento hasta escribí un artículo sobre lo mismo: El mal mujer.

Bien, con esto doy por zanjada esta etapa lírica (salvo antojo irrefrenable de la musa). Podéis encontrar sus fases previas en Una luz en la oscuridad (métrica laxa) y Palabras (verso libre).

Nota: La ilustración que acompaña el poema se titula «Nature's Embrace» y es obra de Joanna Wędrychowska.