lunes, 20 de marzo de 2023

Asiento reservado (micro)

Este es un microrrelato que tenía por ahí medio preparado y he pulido un poco. Como veréis, lo escribí en un momento de indignación con la poca educación que muestra cierta gente (aunque no se limita sólo a un tipo de persona, por supuesto). Son 500 palabras justas, incluyendo el título.

Por cierto, otro microrrelato que se desarrolla en el metro (¿se nota que lo he usado muchos años?) es el elegantemente titulado La frialdad de su culo.

Asiento reservado

Entra en el vagón de metro y se deja caer sobre el primer asiento que hay libre, calándose la capucha de la sudadera y sacando de inmediato el móvil. A ver qué se dicen sus colegas…

Nota que algunas personas le miran de reojo. Será por los piercings o los tatuajes, que les den. Estira las piernas hasta más allá de medio vagón y se hunde en el sitio. No las quita ni cuando pasa una señora con carrito de bebé, que tiene que maniobrar por el otro lado pero no se atreve a decirle nada.

La gente sigue observándole. De hecho, diría que sus miradas apuntan un poco por encima de su cabeza. Así que echa la vista atrás y ve una pegatina azul donde pone algo de «asiento reservado» y nosequé mierdas más. Bueno, pues pasando, él no se va a mover de ahí. Si alguna vieja embarazada y coja quiere sentarse, que tenga los huevos de decírselo a la cara, que ya verá dónde la envía.

Está a su música y el móvil, pero de vez en cuando ve que continúan mirándole y cuchicheando. Un par de niños le señalan y comentan algo a su abuelo, pero este se los lleva a otro vagón. Cualquier mierda de lo poco cívico que es, se la suda. Podría cambiarse de sitio, pero no le sale de la polla.

Una chiquilla sentada cerca se dirige por fin a él.

—No debería sentarse ahí, señor.

—Vete a la mierda, puta cría. —Se vuelve hacia el resto—. ¿Y vosotros qué miráis? Dejadme en puto paz si no queréis un par de hostias!

Sonríe al ver la cara que se les queda y vuelve a sus cosas.

Pero el tren no arranca, lleva un rato parado en esa estación. Qué coño pasa, encima llegará tarde con la pandilla. Se gira y ve que, desde el fondo del tren, avanzan unos tipos raros. El rostro oculto por capuchas, pero no como él, sino con una especie de túnicas que llegan hasta el suelo.

Le entran ganas de reírse, pero al ir acercándose ve que canturrean algo y dan bastante mal rollo. Y el metro que sigue sin moverse. Bueno, que pasen de largo. Aparta las piernas cuando llegan, pero ellos se detienen delante y se quedan ahí, quietos.

—¿Qué problema tenéis, tarados? —les espeta.

De repente lo agarraran entre varios, con una fuerza endiablada.

—¡Eh, soltadme, ¿qué pasa?!

Intenta debatirse pero lo sacan a rastras mientras chilla y patalea. En el andén hay un altar de mármol sobre el que lo sujetan, cada uno por una extremidad, con una presa de acero.

Cuando las puertas del vagón se cierran, uno de ellos ya saca el afilado cuchillo.


El tren se aleja por el túnel y los pasajeros del vagón sacuden las cabezas, consternados de que alguien tan joven se preste a eso. A pesar de que va lleno, ese sitio queda vacío, justo debajo de la indicación: «Asiento reservado para sacrificios».