jueves, 29 de septiembre de 2022

Arrebato, capítulo II

Relato retrofuturista ambientado en una ciudad sumergida. Podéis acceder al resto de capítulos desde el índice.

¡Atención! Podéis escuchar el audiorrelato 🔊 en el canal Espejo de Átropos.

Tras el extraño experimento del primer episodio, la niña sueña con ver cumplido su sueño de reencontrarse con su hermano. Sin embargo, la ciudad no es generosa con sus habitantes más desafortunados…

2. Los que vivimos…

El celador tomó el manojo de llaves que colgaba de su obesa cintura y fue pasándolas paulatinamente hasta elegir una que a la niña le pareció idéntica a las demás. Pero debía de ser la buena, porque el hombre la introdujo en la cerradura oxidada y aplicó presión con su manaza hasta que cedió y comenzó a girar. Luego tiró de la pesada puerta, que con un chirrido comenzó a abrirse. La científica dio un empujoncito en los hombros a la pequeña para que pasara. Cuando esta lo hizo, notó sobre sí la mirada del bedel y oyó que le susurraba a la mujer: «¿ese es el monstruito?», y le pareció que ella asentía.

Al otro lado había un patio pequeño, recorrido de parterres geométricos de plantas mustias, cuyas ramitas se extendían por el suelo de cemento y que, bajo esa luz azulada que lo inundaba todo, parecían negras. Al fondo se alzaban los muros de la otra ala del orfanato.

—¡Hermanita!

Al oír la familiar voz, la niña corrió hasta la reja que dividía en dos mitades aquel jardincillo abandonado. Se abrazaron a través de los barrotes como buenamente pudieron, palpando sus cuerpos tan añorados.

—¡Eres tú! —sollozaba—. ¡Sí que eres tú!

—¿Quién iba a ser si no? —rió entusiasmado su hermano, al que ella no llegaba ni al pecho.

—No sé, pensé que me estaban engañando, que era otro de sus juegos…

—Yo tampoco podía creerme que fuera a verte de nuevo. —El chico se apartó un momento de la reja—. Deja que te vea… Te han cortado el pelo, pero sigues tan guapa como siempre.

La niña sonrió y le miró a su vez. Tenía el rostro manchado de hollín o aceite, no se veía bien, y en su mandíbula se insinuaba una rala barba. Llevaba la camisa arremangada y se fijó en los incipientes músculos de sus brazos.

—Has crecido mucho —le dijo—. Pareces más duro.

—A la fuerza, aquí quien no se espabila no sobrevive. —Torció el gesto al recordar—. Nadie cuida de los débiles, los machacan sin piedad.

—¡Suena horrible!

—Ay, hermanita, si tú supieras. Los chicos mayores te pegan para quitarte la comida, y los guardias también si no obedeces o no les pasas una mordida de lo poco que ganamos. Todos quieren que trabajemos duro y traigamos dinero para el orfanato, es todo un negocio.

Ella soltó unas lágrimas.

—Pobre hermano.

—No llores, esto puedo soportarlo. Pensar en el día en que todo termine me da fuerzas. Pero como alguien se atreva a ponerte un dedo encima…

Ella sacudió la cabeza.

—En nuestro lado no pasa eso. Pero nos hacen cosas feas, prueban medicinas con nosotras y nos quieren volver locas, que creamos que todo es maravilloso para que así no nos escapemos.

Enjugándose las lágrimas, la pequeña contempló el techo acristalado del patio, de donde provenía la cenicienta iluminación azulada. No muy lejos se divisaban los letreros de neón de los edificios importantes de la ciudad, deformados y ondulantes por efecto del brazo de océano que los separaba, lo mismo que las estilizadas estatuas que adornaban sus fachadas. En ese momento un cardumen de arenques cruzaba por encima de ellos, acelerando y reagrupándose como si fuera un organismo colectivo que respirase.

—Qué bonita es, ¿verdad? Allí seríamos libres…

El muchacho miró hacia donde ella señalaba, más allá de donde habría estado el horizonte si allí existiera eso.

—No veo nada —admitió—, sólo esa claridad difusa en el mar.

—Pero detrás está la otra ciudad, mira las espiras alrededor del gran templo, y el millar de columnas donde nadan sus hijos…

—¿Te encuentras bien?

Lo cierto era que no mucho. Se sentía mareada. Su visión se volvía borrosa, y no sólo por efecto del agua.

—Puede que… Piensan que estoy loca, ¡pero te prometo que la veo!

—Yo te creo, hermanita. Si tú lo dices, sé que está ahí.

Quería abrazarlo fuerte, sentirse segura de nuevo a su lado, pero resultaba imposible. Era insoportable estar allí, tan cerca pero no juntos.

—¡Qué va a ser de nosotros! —se desesperó—. Estamos perdidos.

—No, eso no, hermanita. ¿Te acuerdas de mamá? Le prometimos que si algo le pasaba, cuidaríamos siempre el uno del otro.

—¡Pero estamos separados —protestó ella, pateando frustrada su lado de la reja que los distanciaba—, no podemos cuidarnos!

—Llegará un día en que sí —le aseguró él—. Cuando salga de aquí, por mucho tiempo que pase, iré a buscarte y viviremos juntos. Y me da igual lo que espere de nosotros esta condenada ciudad.

Fue entonces cuando el celador del ala femenina vino a por ella, con las llaves sacudiéndose y tintineando en su cinto.

—Vamos, bicho raro —le advirtió—, ya habéis estado demasiado tiempo. Van a descubrirnos y eso no hay dinero que lo compense.

—¡No —chilló asustada—, no me separaré más de él!

Trató de colarse entre las rejas para estar junto a su hermano, pero pese a su reducido tamaño era demasiado grande para atravesarlas. Al otro lado, el chico se revolvió y forcejeó con su guardia, que al final tuvo que sacar la porra de su cinturón y golpearle una y otra vez hasta dejarlo sin sentido. Se lo llevó a rastras hacia el edificio mientras la niña aullaba impotente. La científica tuvo que abrirle a la fuerza los deditos, apretados a los barrotes con tal firmeza que se ponían blancos.

—¡No me llevéis, no me llevéis!


—No me llevéis… —murmuró, y su propia voz la despertó. Sorprendida, se descubrió agarrando las barras del cabecero de su camastro, en la sala donde dormía con sus compañeras. Se obligó a soltar el oxidado metal y recordó la pesadilla, una evocación tan vívida de lo que había sucedido días atrás que aún sentía en su nariz el olor a hojas muertas. ¿Qué habría sido de su hermano? No lo había vuelto a ver desde entonces, ni nadie se había dignado a explicarle nada.

Oyó pasos y al girarse sobre el colchón vio que, desde la sala anexa, una cuidadora avanzaba por el pasillo que formaba el resto de camas. Una mujer ya mayor, o por lo menos eso parecía por sus arrugas, con ese uniforme similar al de las enfermeras, aunque ella sabía bien que no lo eran.

—Ah, estás despierta —dijo con voz ronca—. Mejor así, porque quieren que te presentes en un despacho. ¡Ahora mismo, vamos!

La pequeña se dejó caer con las piernas por delante, y sus pies descalzos recorrieron el frío suelo de madera, pasando por delante de las demás niñas. Algunas se incorporaron para mirarla, pero no abrieron la boca, demasiado inmersas en el mundo de fantasía que les habían metido en la cabeza como para plantearse reaccionar a cualquier cosa que no supusiera una amenaza inmediata.

La escalera carecía de contrahuella y los peldaños colgaban sobre el vacío, algo que siempre le había dado mucho miedo. Quizá era deliberado, para que no se atrevieran a subir solas. Pero esta vez la cuidadora la obligó a seguir adelante y la condujo a uno de los cuartos del piso de arriba, donde los pasillos del orfelinato femenino daban disimuladamente paso a instalaciones más modernas.

Allí la esperaba la científica. Ya no le caía bien, y al parecer el sentimiento era mutuo.

—¿Y mi hermano? —le preguntó de sopetón en cuanto la introdujeron en el despacho.

—Tu hermano me importa poco, ¿sabes lo que me costó sobornar a esos celadores? Encima al repartírselo les pareció poco y me exigieron… otras cosas. ¿Y todo para qué? Tengo aquí los resultados de tus últimos tests de aptitud. —Palmeó unas gruesas carpetas amarillentas—. Has malogrado miserablemente todo el proceso de condicionamiento, cuando ya lo tenías casi hecho. Te niegas a aceptar la protección de un «gran papá».

—¡Yo no tengo papá! Y sé que mi hermano volverá para protegerme, no necesito a nadie más.

—Oh, sabía yo que era mala idea permitir que lo vieras —se lamentó la mujer—. ¿Por qué demonios me dejé convencer? Escúchame, recapacita. Esta es tu gran oportunidad, no hay futuro en esta ciudad para una niña como tú si no te dejas malear.

—No quiero quedarme en esta ciudad, pienso huir a la otra.

La científica se la quedó mirando.

—¿Qué dices? Eso no tiene sentido, no se puede regresar a la superficie. Nadie puede.

—¡Pero hay otra ciudad aquí abajo, yo la vi! ¡Esta justo ahí fuera!

—No hay más ciudad que esta, so boba. Lo que señalabas en el patio es la masa bioluminiscente de la fosa marina. Su resplandor se parece a las auroras boreales de allá arriba, aunque por supuesto tú no puedes saber lo que es eso. De ese lugar precisamente provienen las babosas que generan los plásmidos.

La niña abrió los ojos asombrada.

—¡Claro, por eso yo puedo verla y los demás no!

Eso terminó de enfurecer a la mujer.

—No —exclamó—, no puedes verla porque ahí no hay nada. Lo que te pasa es que te estás volviendo loca. No has asimilado bien la simbiosis, te resistes a ella y te afecta al cerebro. Y eso que eres el sujeto más prometedor de cuantos hemos manejado, los conteos de plásmidos producidos por tu cuerpo son simplemente asombrosos, la doctora T. está de acuerdo conmigo en eso. ¡Y qué pureza! Si simplemente fueras más dócil, serías la mayor proveedora de toda la ciudad.

—Yo no quiero eso para nada, sólo quiero volver con mi hermano.

La científica se masajeó las sienes con las yemas de los dedos, harta de su terquedad. Al final cogió una golosina de un cuenco que tenía sobre la mesa y se la llevó a la boca.

—Acabaré engordando. Te ofrecería una —dijo al captar su mirada golosa—, pero puede interactuar con el metabolismo de la babosa que llevas dentro. Escúchame, he estado hablando con la doctora T. Se resiste… nos resistimos a perderte como sujeto experimental, dadas tus extraordinarias cualidades. Queremos darte otra oportunidad. Quién sabe, es posible que en el futuro mejoren las técnicas de condicionamiento y podamos completar tu proceso de aprendizaje.

—¿Me vais a tener encerrada?

—No, eso no serviría de nada. Seguirías creciendo y en unos pocos años dejarías de ser adecuada para mantener la simbiosis con la babosa. En otro departamento han estado haciendo unos experimentos muy prometedores con una cámara… Bueno, es demasiado complejo para explicarlo, pero digamos que te quedarás «dormidita» hasta que lo tengamos todo listo y consigamos que te portes bien.

—¡No! ¡Les contaré que te has saltado las normas y me pediste que no lo contara! —amenazó la pequeña.

Pero lejos de amedrentarse, la científica sonrió.

—Cielo, eso es lo mejor: no podrás.

jueves, 15 de septiembre de 2022

Arrebato, capítulo I

Relato retrofuturista ambientado en una ciudad sumergida. Podéis acceder al resto de capítulos desde el índice.

¡Atención! Podéis escuchar el audiorrelato 🔊 en el canal Espejo de Átropos.

En este primer episodio conocemos a una de nuestras protagonistas, que pasa su tiempo aburrida en el orfanato femenino de la ciudad, donde se llevan a cabo misteriosas prácticas…

1. Luego nosotros…

La puerta de la sala de juegos se deslizó con un sonido neumático que asustó a la niña, aunque ya debería haberse acostumbrado. No le gustaba nada que la hoja desapareciera en la pared, nunca había visto puertas que hicieran eso, no estaba bien. Pero lo peor era que nunca sabía quién iba a atravesarla y qué querría.

Esta vez por suerte era la mujer joven, siempre con su bata blanca y sus zapatos de tacón. Era quien mejor le caía de todos los mayores que trabajaban allí. También había hecho migas con alguna compañera, pero no era lo mismo; estaban tan encerradas como ella y además por lo general eran bastante aburridas.

—¡Hola! —dijo la recién llegada, con su habitual afabilidad. Arrastraba un carrito con varios aparatos raros de los que solía usar—. ¿Cómo es que estás sola?

La pequeña se encogió de hombros.

—Me gusta jugar tranquila.

—¿Y no prefieres estar con las demás en la sala de los televisores? Allí todo es más bonito, se oye revolotear a los ángeles y hay muchos colores…

Ella volvió a repetir el mismo gesto. La verdad es que no le caían bien los ángeles. Y eso que su madre no paraba de hablarles de ellos cuando eran pequeños, de contarles cómo cada persona tiene su ángel de la guarda que vela por ella. Pero, ¿acaso el suyo la había salvado? No. Los ángeles no sabían hacer su trabajo. Y de todos modos prefería pasear por el orfanato a ver si encontraba un camino para salir de allí. Pero las puertas siempre estaban cerradas. Decían que era para protegerlas de la gente mala de fuera. No se lo creía pero, a pesar de su corta edad, comprendía perfectamente que era mejor no hablar de esas cosas con los mayores. Ni tampoco con otras huérfanas.

—No sé cómo te llamas —comentó en cambio—. ¡Oye, si me dices tu nombre, te digo el mío!

—Nada de nombres, esa es la política de la doctora T. Se supone que así no nos cogemos cariño.

La mujer dejó el carrito junto a la mesa de juegos y conectó el enchufe de baquelita a la toma de corriente de la sala.

—Bueno —anunció por fin—. Nombres al margen, he venido a ver cómo está hoy mi pequeña paciente.

—¡No estoy enferma! —protestó la niña.

—Cierto —reconoció la científica mientras preparaba el escáner. Las lucecitas que había encima comenzaron a bailar su particular danza rítmica—. Pero nos ayudas a crear nuevas medicinas para los que sí lo están. ¿No te parece que eso es algo bueno?

La pequeña reflexionó con gesto de concentración.

—¿Y por eso tienes que hacer que esté malita?

—Un poco, eso es.

—¡Pues no me gusta!

La mujer sonrió con paciencia mientras verificaba que los indicadores se estabilizaran correctamente.

—Lo entiendo —dijo—. Pero piensa que aquí te dan de comer y te cuidan bien, no pasas frío… Estás mucho mejor que ahí afuera en las calles. ¿No crees que debes devolver de algún modo el favor? Recuerda que en esta ciudad nada es gratis, mucha gente se muere porque no tiene qué comer.

—¿Como mi hermano?

—Vaya, espero que no. Seguro que en el orfelinato masculino le tratan muy bien. Ponte aquí y súbete la manga izquierda.

Le ató una goma tensa por encima del codo y le pasó por la sangradura un algodón empapado en alcohol. La niña hizo una mueca al llegarle el olor. No le gustaba nada que la pincharan, tenía miedo de moverse y que la aguja se rompiera y se le quedara dentro, así que se obligó a pensar en su hermano para relajarse.

—¿Cómo es el orfanato de chicos? —preguntó—. ¿Es igual que este?

—Umm, no, no del todo —respondió la mujer al cabo de unos segundos, mientras tomaba la muestra de sangre—. Está en el ala opuesta, justo al otro lado del jardín, pero no es tan bonito. Ya sabes, es más… para chicos.

La niña no entendía bien eso, pero no respondió. Su hermano siempre había sido muy dulce con ella y no se merecía un lugar feo para vivir. Aunque tampoco aquel sitio era realmente bonito, por más que lo adornaran todo con dibujos de flores y ángeles de intensos colores que siempre parecían a punto de echar a volar, ni por muchos cuentos alegres que les narraran las cuidadoras.

—¿Con los niños huérfanos también prueban medicinas? —siguió preguntando.

—No, allí aprenden a ganarse la vida. Tu hermano era mayor que tú, ¿verdad?

—¡Y tanto, ya tiene doce años!

La científica sonrió al oírla pronunciar esa edad como si representara prácticamente la vejez.

—Entonces le estarán enseñando un oficio y luego le pondrán a trabajar en algún punto de la ciudad. Puede que por el puerto, últimamente concentra casi toda la actividad. Un chico despierto puede hacer carrera si se lo toma en serio.

—¿Y por qué las niñas no aprendemos esas cosas?

—Pues… porque no somos iguales, claro —repuso la mujer como si fuera una obviedad—. Los chicos tienen que aprender a valerse para cuando sean adultos, ¿si no cómo van a mantener una familia? Seguro que cuando salgas de aquí ya es un hombre hecho y derecho, igual hasta tiene hijos.

—¡Pero yo quiero verlo! —protestó—. ¡Ahora, no de mayor!

—Eso es imposible, lo sabes. Venga, tómate esto y ven al escáner.

Le ofreció una pasta verdosa de aspecto casi tan repugnante como su olor. La chiquilla chilló y pataleó, y cuando la mujer le acercó a la boca la cuchara, el contenido acabó adornando el irregular suelo de baldosas jaqueladas.

—¡Tienes que tomártelo!

—¡No, no lo haré!

A punto de perder los estribos, la mujer hizo un esfuerzo por mantener la calma. Finalmente suspiró.

—Mira, no quiero que me despidan —explicó—. Si colaboras conseguiré que veas un rato a tu hermano, ¿de acuerdo?

Eso entusiasmó a la pequeña.

—¿Sí? ¿De verdad de la buena?

—Ah, pero sólo si te dejas hacer todas las pruebas sin protestar —puso como condición—. ¿Trato hecho?

La niña asintió con fuerza y volvió a sentarse. Aun así, estudió con desconfianza el líquido que la científica vertía de nuevo en la cuchara.

—¿Qué es? —preguntó desconfiada.

—Un emético. —Al ver que la niña no comprendía, añadió—: Hace devolver. Te dejará la tripita revuelta, pero se pasará pronto. Venga, hasta la última gota.

Tragó con desagrado la sustancia y puso cara de exagerado asco al notar el regusto que le dejaba en la boca. Luego sintió que algo se retorcía en su barriga, como si la estrujara, y al poco notó subir una ácida calidez por su garganta. La mujer le puso delante con presteza una escudilla metálica y ella vomitó dentro un líquido rojizo, teñido con hilillos de sangre pero que resplandecía por cuenta propia.

Ajena al mareo de la pequeña, la científica retiró el cuenco para colocarlo junto al escáner. Tomó una muestra con otra jeringa de cristal con lengüetas de metal, más gruesa y sin aguja en el pivote, y luego la distribuyó sobre varias placas para provocar su reacción y que fuera analizada.

—¿Qué es lo que haces? —preguntó la niña cuando se encontró un poco mejor.

—Mido la pureza. Tardará un rato en estar listo, pero debo reconocer que la cantidad y la densidad son muy altas. Me parece que eres uno de los sujetos que mejor lo llevan.

Parecía repentinamente contenta, satisfecha de cómo estaban saliendo las cosas.

—¿Y con eso hacéis medicinas?

—Ajá, los plásmidos. Ya sabes, al tomarlos la gente puede hacer cosas que antes no podía y son más felices. Y bueno, ayuda a pagar todo esto. —Abarcó la sala con un gesto del brazo—. Mi sueldo, para empezar. Si va bien puede que me den un aumento. Me gustaría casarme algún día —comentó, más para sí misma que para la niña—. No sé con quién, porque nadie quiere una esposa científica y no me gustaría dejar mi carrera, pero seguro que tener dinero ayuda. Incluso me podría pagar la cirugía estética con ese médico tan famoso del pabellón médico, todas las damas de la ciudad acuden a él….

—Yo te veo guapa.

—Eres un cielo. —Sonrió y dio un toquecito con la uña en uno de los viales para que terminara de precipitar—. ¿Sabes? Es curioso, pero estos plásmidos lo único que hacen es estimular genes que ya tienen las personas dentro de sus células, sólo que inactivos. Es como si antiguamente hubiésemos podido hacer un montón de cosas que se han ido perdiendo por el camino al evolucionar. Extraño, ¿verdad? Quizá hasta podíamos vivir bajo el agua. La doctora T. teoriza que de crías no teníamos esas capacidades, por eso a los niños apenas os afecta, sino que las desarrollábamos al alcanzar la edad adulta. Pero ahora nos quedamos en una especie de estado infantil de por vida, es lo que se llama neotenia.

—No sé —admitió la niña, aún aturdida.

—Claro, me dejo llevar, qué vas a saber tú. Lo importante es que estás acumulando plásmidos según el ritmo previsto, e incluso por encima de eso. ¿Te sientes más pesada o hinchada?

Ella volvió a notar que algo se agitaba en su vientre, abrazándole el estómago como una serpiente a la manzana en aquel libro tan raro que tenía su madre en el cuchitril en que vivían, donde venían esos hombres a hacer que gritara.

—Me metisteis algo en la barriga.

—Es un animalito inofensivo, muy pequeño —se justificó la mujer—. ¿Es que te hace daño? Porque ya sabes que tienes que avisarme si te duele.

La niña sacudió la cabeza en negación.

—No me duele. Pero me habla.

—¿Cómo que te habla?

—Hmm hmm —confirmó ella—. A veces, cuando es de noche y no puedo dormir, lo oigo en mi cabeza. Me cuenta cuentos muy raros. De ciudades sumergidas y gente muerta hace mucho, mucho tiempo, antes de que hubiera personas en el mundo. Y oigo nombres imposibles de pronunciar.

Por un momento la científica se quedó paralizada al escucharla, y no hubo más sonido que el leve ronroneo del escáner.

—No, no, no —masculló—. Delirios esquizoides no, podrían paralizar la investigación y adiós a mi ascenso. Mira, esto vamos a dejarlo como un secreto entre nosotras dos, ¿de acuerdo? —sugirió por fin—. No creo que la doctora T. quiera saberlo, el proyecto ya ha sufrido demasiados retrasos. Y de todos modos no es algo importante, ¿no te parece?

La niña se encogió de hombros.

—Bueno, pues ya está —continuó la mujer, recogiendo con premura sus cosas—. ¡Hasta la próxima consulta!

—¡No te vayas! ¿Y mi hermano? —exigió furiosa—. ¡Quiero verle, me lo prometiste!

La científica apenas refrenó su marcha para volverse hacia ella.

—Oh, vamos, no esperarás de verdad que haga algo así. No quiero ni imaginar los favores que tendría que deber. No, pórtate bien y olvídalo, ¿estamos?

—¡Le contaré todo a la doctora, que el bicho me habla y que tú no quieres que se sepa!

—¡Eso arruinará mi carrera! Ni se te ocurra.

—¡Pues déjame ver a mi hermano! —chilló con toda la fuerza de sus pequeños pulmones.

La joven la miró fijamente y comprendió que no pensaba ceder. Cómo odiaba trabajar con niños…

—Vale, vale, me las apañaré de algún modo. Sólo te pido un poco de paciencia.

martes, 13 de septiembre de 2022

Arrebato, audiorrelato retrofuturista en Espejo de Átropos

Hace un tiempo, el prestigioso canal de audiorrelatos Espejo de Átropos me propuso escribir una historia inspirada en una popular saga de videojuegos (que por motivos obvios no mencionaré aquí por su nombre) para dramatizarla luego en su canal. La saga en cuestión posee un carácter retrofuturista y se desarrolla en una ciudad submarina, erigida por un visionario multimillonario con el fin de alejarse de los peligros de la Guerra Fría (y ya sabéis todos de qué estoy hablando).

Como me gustaba mucho la ambientación, acepté el reto pero opté por darle cierta originalidad al enfoque, centrándome ya en la época final de la ciudad, de modo que mi relato comenzara cuando esta ya empieza a deslizarse en la decadencia. De paso aproveché para trazar cierta relación con los Mitos de Cthulhu (que, aviso, sólo se hace patente poco a poco, ya hacia la conclusión). La relación entre el concepto de ciudades hundidas y la mítica R'lyeh era demasiado tentadora como para desaprovecharla.

Aunque es evidente dónde se ambienta la historia, logré no usar ningún nombre registrado para evitar posibles problemas al canal (y a mí mismo, claro). Y es algo que me parece positivo por un motivo aún más importante, y es que siempre he creído que un relato ha de funcionar por sí solo, sin apoyarse en ideas desarrolladas en obras externas. De lo contrario quedan, como vemos a diario en el cine palomitero, obras cojas, que no funcionan por sí mismas y requieren continuos apuntalamientos auxiliares.

La verdad es que, como casi siempre, me retrasé mucho en la entrega y para entonces el canal estaba con otros proyectos, lo normal… No hubo noticias durante un tiempo y ya me temía que la cosa no llegara a buen puerto, pero este verano la buena gente de Átropos ha estado trabajado duro y por fin lo tenemos aquí. Las voces son estupendas y el resultado tiene el nivel profesional al que nos tienen acostumbrados.

Hemos pensado ir subiendo el texto de cada capítulo aquí en mi blog a la vez que el audio en su canal, así lo podéis disfrutar en ambos formatos. ¡Espero que os guste!


Arrebato es un relato de 7668 palabras dividido en cuatro capítulos. A continuación tenéis los enlaces a cada uno de ellos (que aparecerán sucesivamente cada quince días, a partir del 15 de septiembre), tanto en este blog (texto) como en en la página de Espejo de Átropos (audio).

Índice


● Capítulo I: Luego nosotros… [audio 🔊, texto 📜]

● Capítulo II: Los que vivimos… [audio 🔊, texto 📜]

● Capítulo III: Los que quedamos… [audio 🔊, texto 📜]

● Capítulo IV: Seremos arrebatados [audio 🔊, texto 📜]

● Extra: Narración completa en un solo audio.

domingo, 4 de septiembre de 2022

El comerciante y el ladrón

Entre las muchas leyendas populares que se cuentan sobre Vlad el Empalador, hay una que seguro que os suena. Existen diversas variantes, pero viene a ser así:

Un comerciante extranjero (húngaro en la mayoría de versiones) llega hasta Valaquia y pernocta en una posada. Cuando despierta, descubre le han robado el saquillo donde llevaba su oro. Va a quejarse al propio Vlad Tepes, conocido por su mano de hierro. Indignado porque un extranjero haya de exigirle justicia en sus propios dominios, le asegura que hallará al culpable.

Al día siguiente convocan al comerciante a palacio, donde el príncipe le recibe y le muestra su saquillo. Rechazando los agradecimientos del mercader, Vlad le pide que compruebe si está todo lo que le robaron. El comerciante vuelca las monedas, las cuenta y ve que hay tres más que las que él tenía. Extrañado, las aparta a un lado.

—Mi señor, yo no llevaba tando dinero; estas monedas me pertenecen.

Vlad se sonríe malicioso y le dice:

—Tu honradez te ha salvado, comerciante, pues de haber tratado de quedarte con las monedas que no te correspondían, estarías ahora empalado junto al ladrón que te robó.

Narrativamente, es un relato interesante que, pese a su brevedad, resulta muy efectivo. Vamos a analizarlo, si os parece.

Por un lado, contiene la estructura tradicional de tres actos: planteamiento (el robo y la petición de justicia), nudo (regreso y devolución de la bolsa) y desenlace (reconocer que las monedas no son suyas y respuesta de Vlad). Esto hace que resulte agradable de escuchar y nos transmita una sensación de completitud.

Pero, por supuesto, eso de por sí no basta. Se trata de un relato muy potente precisamente por su carga emocional, intensa y muy variable pese a su brevedad. Empieza con una injusticia relativamente leve (el robo). Ante ella, el protagonista decide usar su derecho a reclamar al señor del lugar, que no es otro que el infame Vlad, un hombre conocido por ser cruel y taimado (si el cuento dijera «fue a denunciarlo al alguacil», la reacción del oyente sería muy distinta). La intensidad narrativa ha subido, porque ahí podía haber ocurrido algo malo, como que Vlad se ofendiera y mandase apresar al mercader, pero el relato cambia de rumbo y hace que el comerciante regrese sano y salvo a la posada, y que al día siguiente descubra que su dinero ha sido recuperado. Hemos rebajado la intensidad y parece que ya nos dirigimos directamente al final feliz. Pero queda otro ingenioso giro: al contar el dinero, el comerciante ve que sobran tres monedas. Casi cualquier persona se habría callado en una situación así, pero el protagonista decide ser escrupulosamente honrado, y ahí descubrimos (nueva subida de intensidad) que acaba de superar sin saberlo una prueba donde se jugaba la vida.

Como muchos relatos tradicionales, contiene una enseñanza moral (hay que ser siempre honrado), pero de un modo muy bien planteado. Porque el lector, al identificarse con el protagonista, se pregunta si él habría devuelto las monedas o si, por el contrario, habría acabado horriblemente ejecutado. Como veis, se huye de una moraleja «telegrafiada» y se la convierte en parte integrante de la propia historia, ya que nos creemos perfectamente que el bueno de Vlad le hubiese mandado empalar y, además, tendría una justificación para ello (puesto que el ladrón ha de ser castigado, ¿por qué no él, si también roba?).

Esta combinación de buena estructura narrativa y buena estructura emocional es lo que consigue que estas historias sean populares durante siglos o incluso milenios (no me extrañaría que se basase en otros cuentos similares más antiguos, la verdad). Si os apetece, en futuras ocasiones podemos analizar relatos tradicionales similares, que tienen mucho que ofrecer si os interesa la narrativa.

Y después de hablar tanto de ladrones y empalamientos, distraigámonos con algo de música ligera: Vladislav - Baby don't hurt me. ¡Hasta la vista!