jueves, 29 de diciembre de 2022

Lecturas 2022

Este año ha sido horrible en cuanto a lecturas, no ha habido manera de avanzar. Primero porque he usado menos el transporte público, que es donde suelo leer, y segundo porque sufrí un tremendo bloqueo con la parte final de Un dique contra el Pacífico. No había manera de avanzar ni siquiera un par de páginas, y tampoco me apetecía pasar a otra cosa, ya digo que estaba bloqueado.

Y eso que, en general, las lecturas de este año me han parecido buenas, incluso en libros de los que no esperaba gran cosa. Dejo constancia de ellas, aunque me avergüenza que sean tan pocas:

La ira de N'Kai [🐙]
Josh Reynolds (2020)
Minotauro, 2021. 304 págs.

Los libros escritos por encargo suelen ser un desastre, y este, que pertenece a la licencia del juego de Arkahm Horror, no es una excepción. A ver, se nota de Reynolds es un profesional de la pluma a sueldo y no hace nada terrible en la novela, pero es que tampoco aporta nada interesante, y se nota que le da igual. Y consigue que al lector le suceda lo mismo.

Un dique contra el Pacífico [🎥]
Marguerite Duras (1950)
Tusquets, 2008. 273 págs.

Escrito en base a sus experiencias en la Indochina Francesa, igual que las novelas posteriores y más conocidas El amante (1984) y El amante de la China del Norte (1991). Empieza bien, con personajes interesantes y trasfondos duros, pero va decayendo y parece que se recrea en la complacencia de una familia profundamente tóxica y, en mi opinión, la fea relación cuasi-incestuosa entre los dos hermanos, ninguno de los cuales cae bien.

La noche en que Frankenstein leyó el Quijote [🎓]
Santiago Posteguillo (2012)
Planeta Booket, 2014. 230 págs.

Me lo recomendó un compañero de trabajo y pensé «por qué no, seguro que es una lectura amena». Y sí que lo es, pero para mi gusto demasiado superficial. Posteguillo toma unas cuantas anécdotas de la historia de la literatura y las noveliza un poco, pero la verdad es que no sorprenden a cualquiera que esté un poco familiarizado con el tema, y algunas son un poco forzadas, como la que da título al volumen.

Nada [🎥]
Carmen Laforet (1944)
Destino, 2007. 300 págs.

Tenía ganas desde hace tiempo de leer este libro, que se suele presentar como una de las joyas olvidadas de la literatura española del s.XX, y al principio es interesante por el cuadro que muestra de la Barcelona de la posguerra, pero la trama acaba revelándose bastante decepcionante y los personajes muy poco realistas, parecen de opereta. Con todo, se lee bien (a pesar de una prosa muy alambicada) y no se hace pesado.

La edad de la inocencia [🎥]
Edith Wharton (1920)
Club Internacional del Libro, 2020. 354 págs.

Volví a ver no hace demasiado la película que dirigió Scorsese, y se parece tanto que es imposible no imaginar continuamente a Daniel Day-Lewis, Michelle Pfeiffer y Winona Ryder como los personajes. Pero incluso sabiendo lo que va a pasar, resulta deliciosa esa crítica de la «aristocracia» neoyorquina de la segunda mitad del siglo XIX, con sus sobreentendidos y estrictas limitaciones. Además, las dudas de Newland respecto a las mujeres de su tiempo me han hecho reflexionar (sobre todo en cuánto han cambiado las cosas). Eso sí, perdonadme pero yo creo que le falta una escena de sexo.

La señora Dalloway [🎥]
Virginia Woolf (1925)
El Mundo, 1999. 190 págs.

Tenía cierta aprensión sobre este libro, pese a su buena fama. El stream of conciuosness puede hacerse tan pesado… Pero no aquí, sobre todo porque va pasando de un personaje a otro, tratándolos a todos con un respeto que cuesta hallar en obras actuales. Lo único, la parte del ex-soldado se me ha hecho pesada, estaba deseando que acabaran sus secciones. Pero con todo, no me extraña que se lo considere una obra maestra de la literatura.

jueves, 27 de octubre de 2022

Arrebato, capítulo IV

Relato retrofuturista ambientado en una ciudad sumergida. Podéis acceder al resto de capítulos desde el índice.

¡Atención! Podéis escuchar el audiorrelato 🔊 en el canal Espejo de Átropos.

Llegamos a la conclusión de la historia: la búsqueda de nuestro protagonista llega a su fin, pero está en su mano dar paso a un nuevo mundo, mucho mejor que el anterior. Aunque para ello haya que hacer sacrificios…

4. Seremos arrebatados

Un organismo desplomado en el suelo, sin fuerzas. Respira con dificultad, se atraganta con su propia saliva, incapaz de reaccionar. Los órganos fallan uno tras otro. Nadie duda ya de que su fin está próximo. Y no se puede hacer nada.

Así contemplaba él la ciudad mientras avanzaba por ella con las pesadas botas de buzo. El nivel de las aguas había ido subiendo progresivamente, sin nadie que reparara la inevitable decadencia, conforme las compuertas iban cediendo y los sistemas de dragado oxidándose. Había distritos enteros sumergidos en el océano, y las salas en las que se habían formado bolsas de aire eran ya páramos sembrados de cadáveres al dejar de ser respirables. Los edificios menos sólidos se habían desplomado sobre el fondo marino y los peces culebreaban por sus tripas con la indiferente curiosidad que les era propia. Las luces iban y venían, sin decidirse a claudicar, como los últimos impulsos neuronales del organismo, y los incendios descontrolados consumían el poco oxígeno que quedaba.

¿Cuántas personas habían muerto? Miles, decenas de miles quizá. Sólo quedaban en la ciudad los proscritos, los marginados, aquellos que carecían de recursos o estatus como para ser incluidos en alguno de los intentos de huida, destinados casi todos al fracaso, y que además habían tenido la fortuna (si se podía llamar así) de no perecer en ninguna de las revueltas, atentados, accidentes o simples suicidios colectivos motivados por el inminente desenlace. Y de los que quedaban, la mayoría estaban tan inmersos en las alucinaciones que provocaban los plásmidos que apenas recordaban su pasado. Casi todos ellos habían experimentado además terribles mutaciones que hacían que no parecieran humanos, ni por fuera ni por dentro.

El glorioso experimento social se desploma, dejando un poso de muerte y dolor. El sueño de la razón produce monstruos. Literalmente.

Soltó dentro del casco una risita sardónica ante su propio ingenio. Qué inspirado te vuelve el ocaso de tu mundo, se dijo. Sí, había algo de espléndido en la muerte de la ciudad, ¿no era cierto? Que quienes habían fundado una utopía para huir del caos de la superficie fueran los primeros en caer ante la demencia humana, era en cierto modo justicia poética. Pero no debía distraerse. Tenía una misión que cumplir, lo único que quedaba por hacer. No era momento de permitirse errores.

Llevaba adherido a su manaza enguantada un plano plastificado, manchado y con la tinta corrida en algunas partes, que consultaba periódicamente. Le había costado años conseguir aquello, pero estaba seguro de que era correcto. Esta vez sí.

Los antiguos laboratorios se situaban detrás del barrio de negocios, ahora poco más que una ruina humeante. Como había previsto, estaba inundado y era necesario sumergirse; de ahí el traje de buzo autónomo, con sus pesadas bombonas. Pero estructuralmente la zona aguantaba bastante bien: no había vigas combadas ni amenaza de derrumbamiento. Se notaba que allí los constructores habían cuidado los materiales empleados, no como en el extrarradio. Y por extraño que pareciera, no estaba totalmente deshabitada. Tras las esquinas veía fugazmente a algunos adictos terminales, mutados hasta tal punto que eran capaces de subsistir bajo el agua salada. Seguramente eran peligrosos, más por la desesperación que por las facultades extraordinarias que pudieran quedarles en un mundo donde su combustible estaba agotado. Bueno, él no tenía capacidades sobrehumanas, pero iba protegido y bien pertrechado.

Cuando alcanzó un corredor anodino en el que la techumbre metálica había cedido, bloqueando el paso, y comprobó que el mapa le obligaba a avanzar por allí, arrancó el voluminoso taladro neumático de su otro brazo y lo usó para crearse un acceso prêt-à-porter, ignorando gracias a su traje protector los violentos chispazos del cableado sumergido. Si podía resistir las dentelladas de los tiburones, aquello no era nada. Al otro lado halló una compuerta de seguridad aún funcional que no fue rival para sus explosivos. Y detrás, por fin, su destino. La sala secreta de criogenia.

No estaba totalmente inundada, sólo hasta un metro de altura, aproximadamente. Los muros eran de un tono gris indefinido con pantallas empotradas (y apagadas), y los pequeños cubículos dispuestos frente a la pared, como un palmo por encima del agua, parecían ataúdes infantiles. Y bien podían estar cumpliendo esa función. Después de tanto tiempo, las posibilidades eran… Pero no, se negaba a aceptarlo. Se aproximó a ellos y limpió con su guante la escarcha de los paneles frontales. Los primeros estaban vacíos, pero al tercero la encontró.

Tal como la recordaba. Apenas una niña, los ojos cerrados en un sueño eterno y el mismo gesto inocente que ponía cuando dormía. ¿De verdad seguía viva? Bueno, aquella sala aún tenía electricidad y las lucecitas parpadeaban, ¿no? ¡Tenía que estarlo! Si algo positivo se podía decir de los dementes que idearon todo aquello era que sabían inventar cosas.

Pulsó con un temblor imperceptible el botón de deshibernación y el proceso dio comienzo. Lentamente al principio (tanto que temía que estuviera fallando, que el tiempo transcurrido hubiese provocado algún daño irreparable), pero luego con mayor celeridad. El color regresó a sus juveniles mejillas, la gélida condensación del vidrio dio paso al vaho de su pausada respiración y esos molestos pitidos de la máquina, que por fin relacionó con los latidos del corazón, comenzaron a marcar un ritmo reconocible.

Las luces verdes se activaron, provocando la apertura automática de la cápsula. Vio que los párpados de la chiquilla temblaban y se apresuró a quitarse el casco para no asustarla. Cada vez le resultaba más costoso, era ya como una segunda piel, pero lo logró justo a tiempo, cuando ella ya abría los ojos.

—¡Hermanito!

Él sonrió, la primera vez que lo hacía de corazón desde hacía mucho tiempo. Desde que ella desapareciera, de hecho. Tantos años buscándola, con la esperanza prácticamente perdida y sólo su vieja promesa obligándole a mantener el empeño. Y por fin la había encontrado.

Leyó los indicadores. Aunque no sabía interpretarlos, estaban todos a verde y las agujas en zona media. Eso tenía que ser bueno. Y de todos modos ella se incorporó casi de inmediato.

—¿Cómo has crecido tanto de repente? —preguntó asombrada—. ¡Si tienes barba! —Y mirando a su alrededor, añadió—: ¿Dónde estamos?

—En la ciudad. Ha pasado mucho tiempo, pero no te preocupes, todo ha terminado. Esas personas malas ya no podrán hacerte daño.

—¡Bien, sabía que vendrías a rescatarme!

La alegría que se dibujó en su rostro infantil despertó en él un sentimiento cálido que se extendió por sus miembros y que hacía años que ni el alcohol lograba avivar.

—Pero aún hay peligro —dijo, tratando de apaciguar su entusiasmo—. No sé dónde podremos vivir, si es que podemos.

Eso no pareció inquietarla.

—Yo sé lo que hay que hacer. ¡Sígueme!

Saltó con agilidad al agua que cubría la parte inferior de la sala antes de que él pudiera impedirlo y, para su asombro, culebreó por el fondo como si fuese su medio natural. Cuando volvió a asomar, sonriente, le bufó un chorro de agua encima.

—Me dijo que podría —exclamó contenta—, ¡y es verdad!

—¿No te ahogas? —preguntó él, más asombrado que asustado después de todo lo que había visto en su vida—. ¿Cómo puedes respirar?

La pequeña se encogió de hombros con naturalidad, salpicándole en el proceso.

—Supongo que él se encarga. ¡Venga, vamos!

Su hermano se quedó mirándola anonadado por unos segundos, pero echó a caminar detrás de ella antes de que se escabullera por el corredor inundado y se perdiera de vista.

—¿Adónde vamos? —preguntó, no muy seguro de que fuera a escucharle.

—A donde hay que ir —fue la críptica respuesta—. Ha estado hablándome, ¿sabes?

—¿Quién… cuándo?

—Pues el bichito, claro. He tenido sueños muy bonitos. Ven.

Atravesó la zona sumergida con mucha mayor facilidad que él (que, para empezar, tuvo que ponerse el casco y luego conectar la respiración), y cuando volvió a verla al otro lado caminaba confiada entre las ruinas del distrito, sin ningún miedo a escombros o metales oxidados. Su hermano captó movimiento próximo y preparó su enorme pistola remachadora, capaz de agujerear a cualquier ser vivo a decenas de metros, pero en ese momento la niña se volvió hacia él y con una sonrisa le desarmó, de un modo prácticamente literal. Era como si la escuchara en su cabeza y no pudiera desobedecer. Y le pedía que no hiciera nada.

Así, tuvo que contemplar cómo una criatura deforme, de alargadas extremidades, se descolgaba de su percha en lo alto y se dejaba caer delante de ella. Parecía peligrosa, en su cuello boqueaban rítmicamente una especie de branquias rugosas y entre sus largos dedos se veía una membrana interdigital casi traslúcida. Pero la niña, sin ningún miedo, se giró y siguió caminando. Y aquel antiguo ser humano, en lugar de atacar, comenzó a seguirla, a su mismo ritmo y manteniendo una respetuosa distancia.

Pronto fue otro de aquellos seres mutados el que dejó de hurgar en un montón de desperdicios y chatarra y, como atendiendo a un comando que sólo él pudiera escuchar, se puso detrás de la anterior. Y después otros dos, y varios más. Pronto formaron una dispar comitiva que el buzo observaba asombrado. Como en el cuento del flautista de Hamelín que les narraba su madre cuando aún vivía, la pequeña parecía tenerlos hechizados y los conducía… ¿hacia dónde?

Pronto estuvo claro su destino: los muelles. Él conocía muy bien aquel lugar. Diablos, había trabajado ahí durante años, malganándose la vida cuando eso aún era posible en la ciudad. Pero allí no quedaba nada, era una de las zonas que primero fueron abandonadas, cuando ya no hubo nadie vivo o cuerdo capaz de arreglar los submarinos. Sin embargo, los recién llegados no pretendían reparar nada. Precedidos sin temor por su hermana, se zambulleron en el puerto inundado, entre los muelles de madera podrida y las redes y los aparejos abandonados, y atravesaron grácilmente las viejas esclusas entreabiertas para salir a mar abierto. ¿Adónde diablos iban? Allí fuera sólo estaba…

Entonces lo comprendió. Aquellos eran los elegidos, ese era el arrebato de los justos que había sido profetizado para el apocalipsis y que completaba el destino de la ciudad. Recordó las palabras de aquel sacerdote estrafalario que ya no era más que huesos y que él siempre había tomado por loco… Puede que lo fuera, pero en eso estaba en lo cierto. Lo estaba contemplando con sus propios ojos: los pocos supervivientes que habían completado la transformación, dejando atrás su humanidad, estaban preparados para la nueva vida eterna. Y a falta de cielo, su hermana los conducía al reino de las profundidades.

Ella iba la primera, nadando con una habilidad que parecía innata, mientras que él andaba pesadamente por el lecho marino con el bentos apartándose a su paso, quedándose poco a poco rezagado. Los últimos ya se perdían a lo lejos en aquella extraña masa bioluminiscente, donde se difuminaban en un halo de claridad como si fueran ángeles. Ángeles caídos, si acaso, que retornaban al edén. Al lugar de origen de la humanidad. Los hijos pródigos regresan.

Comenzaba a distinguir lo que había al otro lado de la neblina resplandeciente, y en verdad parecía una ciudad. Pero si de verdad lo era, tenía proporciones ciclópeas, e incluso el fondo oceánico se le hacía pequeño. Las espiras dibujaban ángulos imposibles que resultaban mareantes, ¿o es que padecía el mal de las profundidades? Y esas sombras que se movían en el gran templo, si de verdad eran seres vivos, su tamaño tenía que ser… no, eso no podía estar bien. Algo le ocurría. En realidad las bombonas de oxígeno que llevaba debían de estar ya en las últimas, no aguantarían mucho más. La escasa pureza del aire que respiraba le agotaba más de lo debido y cada paso se le hacía un mundo. Estaba inmerso en la nube y parecía el limbo, una masa de plancton fosforescente donde nada era real. Se detuvo, desorientado, sin saber bien por dónde marchar. Entonces una figura nadó delante de su traje. Era ella, flotando feliz; parecía que volaba como un hada sobre el prado de algas.

—Gracias, hermanito. Tenías razón, al final todo ha salido bien. Me da mucha pena que no puedas venir, pero el bichito dice que allí no hay sitio para ti. ¿Lo comprendes?

Él asintió, ya medio hundido hasta las rodillas en la fina arena del lecho marino. La muchachita le dio un beso en el casco, justo encima de su nariz.

—Adiós, hermanito, siempre me acordaré de ti.

Se marchó y le dejó solo, pero se sintió extrañamente feliz. Su papel había concluido. Todo estaba bien.

Fin

viernes, 14 de octubre de 2022

Arrebato, capítulo III

Relato retrofuturista ambientado en una ciudad sumergida. Podéis acceder al resto de capítulos desde el índice.

¡Atención! Podéis escuchar el audiorrelato 🔊 en el canal Espejo de Átropos.

Tras la separación de los hermanos en el orfanato, han transcurrido unos años y la ciudad prosigue su acelerado descenso a la anarquía. Surgen luchas por el poder y grupos que tratan de dar sentido a la existencia bajo las aguas.

3. Los que quedamos…

La puerta no era tal, sino unos tablones enmohecidos y cubiertos de lapas secas que había que echar a un lado al entrar, para dejarlos caer luego tras de uno con un golpe sordo. No es que fuera un lugar secreto, si sabías a quién preguntar, pero ciertamente nadie iba pregonando lo que había allí.

Detrás de las tablas nacía un pasillo largo, sorprendentemente amplio y bien iluminado para lo ajado de la decoración. Tenía entendido que fue parte del atrio de un cine, cuando aquella barriada aún era «de las buenas», y puede que fuera cierto a juzgar por los carteles pegados a las paredes, ya ilegibles, los viejos adornos geométricos de chapa barata y los apliques de las lámparas, de falso oro. Lo cruzó con pasos pesados, aún chorreando agua tras de sí: llegaba tarde. Al fondo había una hilera de personas, un irónico remedo de las colas que debieron de formarse allí cuando la gente compraba sus entradas. Pasó de largo y entró directamente en la iglesia.

No era una iglesia como tal, por supuesto; eso estaba prohibido por el mandamás. Así que pasaba por un simple centro de caridad para los desfavorecidos, algo que, sin estar tampoco bien visto, era al menos tolerado, en particular desde que parte de la aristocracia de la ciudad decidiera reinvertir parte de sus riquezas en lugares similares a aquel. Se decía que lo hacían para mitigar el malestar de la masa de pobladores que malvivía siempre al filo del hambre y la desesperación, y evitar así posibles revueltas. Puede que tuvieran razón, pero él sabía bien que no era la única motivación. El recuerdo de las inclusas en las que había pasado su última infancia y de donde su hermana había desaparecido aún era un dolor lacerante en sus entrañas.

Unas cuantas cabezas se giraron hacia él cuando pasó por delante de los que esperaban para recibir su tazón de sopa caliente y un trozo de ese asqueroso pan de algas. No era de extrañar: había venido directo de su puesto de trabajo y llevaba aún puesto parte del traje de buzo, dejando tras de sí un rastro de agua salada y con la escafandra colgando de su firme brazo izquierdo. No resultaba una imagen demasiado inusual en la ciudad, en especial desde que todo iba a peor y cada vez había más filtraciones y fallas funcionales, y continuamente había que tapar fugas y revisar el exterior de los muros de contención.

Ignoró su curiosidad del mismo modo que él no prestaba atención a las rugosidades de sus cuellos, los párpados protuberantes o la alopecia temprana, incluso en las mujeres, y se sentó en la parte posterior de la antigua platea del cine, en uno de los toscos bancos de madera que sustituían a las butacas. Un poco más allá comía una familia de cuatro miembros, encorvados sobre sus platos y engullendo con rapidez al tiempo que miraban de soslayo a su alrededor, como si temieran que alguien viniera a robarles el caldo aguado. Los hijos, niño y niña de ojos hambrientos y desconfiados, le recordaron a sí mismo y a su hermana años antes, cuando se quedaron solos y vagaron por lugares similares antes de acabar en esos malditos orfanatos. Fue más tarde, tras cumplir la edad reglamentaria y que lo devolvieran a las calles, sin nadie con quien contar, cuando conoció al pastor.

Como invocado por su pensamiento, un hombre se paseó por la fila de quienes aún aguardaban, saludándoles e interesándose por su situación. Recordaba muchos de sus nombres y de las circunstancias que los habían llevado hasta allí, y no eran pocos los que le abrazaban e incluso trataban de arrodillarse para besarle el dorso de la mano. Llevaba un sencillo traje negro con una estola púrpura al cuello que caía sobre su pecho, pero sin símbolos. Así como aquella no era una auténtica iglesia, su pastor tampoco lo era realmente. Nunca hubiesen dejado bajar hasta allí a un sacerdote de la fe que fuera, pero eso no había impedido conversiones nacidas de la progresiva decadencia de la urbe, que de igual forma que sacaba lo peor de muchos ciudadanos, despertaba lo mejor en otros. Como solía decir el pastor, «es la gracia bajo presión».

Después, y bajo la atenta mirada del joven, improvisó una especie de sermón dirigido a cuantos allí estaban. No desde el presbiterio, que de todos modos no existía, sino allí en medio del corro que se formó para escucharle, entre sonidos de masticación, toses y llantos infantiles.

—No perdáis la esperanza, pues es lo que nos mantiene vivos. Las cosas pintan mal, lo sé. La ciudad a la que vinimos esperando el paraíso se ha convertido en un purgatorio…

—En el infierno, padre —dijo una voz.

—No, en el purgatorio —le corrigió con seguridad, sobreponiéndose a las risas y las voces de asentimiento—. Porque en el infierno están los condenados, para los que ya no queda esperanza. Pero las almas del purgatorio anhelan el momento en que se acabe su suplicio y accedan al reino del Señor. Como dijo el apóstol Pablo sobre el final de los tiempos: «Luego nosotros, los que vivimos, los que quedamos, seremos arrebatados para recibir al Señor, y así estaremos siempre con Él». El arrebato de los justos. ¿Y cómo se llama esta ciudad? Exacto, de aquí seremos arrebatados para ir al cielo, pues así está escrito.

El joven buzo pudo comprobar que muchos se sentían impresionados por su arenga. Él ya le había acompañado en ocasiones anteriores y tenía algo de iluminado cuando hablaba así, como poseído por una idea fija. ¿Pero acaso no se podía decir eso de todos los visionarios? Empezando por los que habían construido aquella ciudad submarina que era ahora su prisión permanente.

—Sé que algunos que no pretenden vuestro bien —prosiguió el pastor, alzando la voz desatado— os dicen «conservad vuestros cuerpos puros, no toméis plásmidos». ¿Pero así qué se consigue? Que los poderosos tengan aún más poder y las ovejas sean todavía más sumisas. —Su rebañó le jaleó con fervor—. No, yo os digo que para alcanzar el paraíso hemos de transformarnos, hemos de transformar nuestro cuerpo pecador y trascender la forma humana. ¡Sólo así podremos huir de este purgatorio hacia la luz!

La ovación sumergió sus siguientes palabras, así que optó por dejarlo ahí y permitió, con una sonrisa beatífica, que la gente pudiera comer tranquila. Fue entonces cuando se fijó en el chico y se dirigió hacia él.

—Hijo mío, ¿has conseguido lo que te envié a buscar?

Él asintió. Sacó de uno de los bolsillos acolchados de su traje un pequeño bulto envuelto en un pañuelo de tela empapada. El pseudosacerdote lo desenvolvió con la reverencia que se otorga a una reliquia, para revelar un vial de jugo de babosa procesado. Rojo brillante, libre de impurezas, listo para adulterar y dejar pingües beneficios. Con sólo pensar de dónde sacaban esa cosa se le encogía el corazón… Pero en el pastor sólo provocó un temblor de manos nacido de la ansiedad.

—¿El resto? —preguntó.

—Donde siempre.

—Bien, bien. Enviaré a alguien a por ello. Nuestra congregación pervivirá un tiempo más gracias a esto.

Y sus bolsillos engordarían también un poco. Pero eso no lo dijo. Confiaban en él para introducir los cargamentos de contrabando, que un suministrador para él desconocido sacaba al exterior de tapadillo, en contenedores impermeables, saltándose así los controles internos. Aprovechar su trabajo de buzo para meterlos luego era una aguda artimaña, seguramente inspirada por la divinidad.

—Padre, también he encontrado esto.

Lo que mostraba en la palma de su mano era una pequeña piedra desgastada de forma pentacular, como una estrella de mar fosilizada pero muy regular y con un extraño esquema trazado sobre su superficie, difícil de reseguir. Estaba tan erosionada por el océano y el tiempo que resultaba complicado determinar si era de origen natural o no.

—¿De dónde ha salido?

—También de fuera —indicó con un gesto difuso; al fin y al cabo fuera estaba por todos lados—. Tuve que apartarme de las cuerdas guía para evitar el submarino de vigilancia y casi me extravié por completo en la nube luminiscente. Pensaba que no sabría volver. Y justo entonces me topé con unas cuantas como estas en el lecho marino. ¿Sabe lo que es?

El hombre negó con la cabeza.

—He oído hablar de cosas parecidas, pero nunca había visto una.

—Otros compañeros han desaparecido por esa zona —continuó explicando el muchacho—, y a uno lo hallaron vagando sin rumbo con el oxígeno casi agotado. Había perdido el juicio y balbucía cosas sin sentido. ¿Puede haber algo de verdad en la leyenda de la otra ciudad?

El pastor se encogió de hombros.

—Tal vez, los caminos del señor son inescrutables. Pero ahora te mereces tu recompensa, he encontrado lo que buscas.

Eso le llenó de repentina inquietud.

—¿La ha localizado? —preguntó, temeroso de escuchar una negativa.

—Casi. Su nombre aparece en un programa secreto que fue oficialmente abortado unas semanas después de que la vieras. Algo relacionado la refrigeración, no lo he entendido bien. Pero voy a darte las señas del hombre que sabrá dirigirte hasta ella.

Lo primero que se oyó, de forma repentina, fueron unas voces allá por el patio de entrada, como de una trifulca, y casi de inmediato las detonaciones de los disparos. Ambos volvieron la mirada hacia allí. Los encapuchados armados con escopetas y subfusiles se precipitaron al interior del templo, disparando de forma indiscriminada. Algunos de los presentes conservaban aún cierta reserva de la sustancia genética que potenciaba los plásmidos, pero en su mayoría se trataba de gente pobre que consumía por adicción, sin poderse permitir un verdadero poder capaz de enfrentarse al plomo acelerado. Cayeron como moscas. Aunque evidentemente a los asaltantes no les importaba dejar cadáveres tras de sí, no era ese su objetivo principal: en cuanto localizaron al sacerdote centraron sus ráfagas en él, acribillándolo como un títere desmadejado que sólo espera que las cuerdas le liberen por fin. Cayó detrás del banco de madera, al lado de donde el joven se había parapetado.

—¡Padre, deme esa dirección, rápido!

Pero el agonizante sólo soltó un gorjeo estertóreo. El chico le zarandeó en vano intentando sacarle la información, pero en pocos segundos oyó los pasos de los sicarios que se aproximaban. Seguramente los enviaran los alguaciles, que recurrían con cada vez mayor frecuencia a paramilitares para sus asuntos turbios, o puede que pertenecieran a alguna de las «empresas» que vendían plásmidos, un ajuste de cuentas para quitarse de en medio la competencia.

El chico no pensaba quedarse a ver qué hacían con él. Se colocó rápidamente la escafandra, aunque fuera sin asegurarla, y se lanzó hacia el pasadizo de la parte posterior que llevaba directamente a los muelles, por donde el padre introducía sus cargamentos clandestinos. Ni un segundo tarde: de inmediato sintió los impactos de los proyectiles repelidos por el metal, empujándolo hacia donde quería ir, junto a los silbidos que resonaban a su alrededor de las balas que no acertaban su objetivo. Ni se detuvo a abrir la puerta disimulada: arrambló la madera, que voló en mil astillas, y se perdió en la oscuridad.

jueves, 29 de septiembre de 2022

Arrebato, capítulo II

Relato retrofuturista ambientado en una ciudad sumergida. Podéis acceder al resto de capítulos desde el índice.

¡Atención! Podéis escuchar el audiorrelato 🔊 en el canal Espejo de Átropos.

Tras el extraño experimento del primer episodio, la niña sueña con ver cumplido su sueño de reencontrarse con su hermano. Sin embargo, la ciudad no es generosa con sus habitantes más desafortunados…

2. Los que vivimos…

El celador tomó el manojo de llaves que colgaba de su obesa cintura y fue pasándolas paulatinamente hasta elegir una que a la niña le pareció idéntica a las demás. Pero debía de ser la buena, porque el hombre la introdujo en la cerradura oxidada y aplicó presión con su manaza hasta que cedió y comenzó a girar. Luego tiró de la pesada puerta, que con un chirrido comenzó a abrirse. La científica dio un empujoncito en los hombros a la pequeña para que pasara. Cuando esta lo hizo, notó sobre sí la mirada del bedel y oyó que le susurraba a la mujer: «¿ese es el monstruito?», y le pareció que ella asentía.

Al otro lado había un patio pequeño, recorrido de parterres geométricos de plantas mustias, cuyas ramitas se extendían por el suelo de cemento y que, bajo esa luz azulada que lo inundaba todo, parecían negras. Al fondo se alzaban los muros de la otra ala del orfanato.

—¡Hermanita!

Al oír la familiar voz, la niña corrió hasta la reja que dividía en dos mitades aquel jardincillo abandonado. Se abrazaron a través de los barrotes como buenamente pudieron, palpando sus cuerpos tan añorados.

—¡Eres tú! —sollozaba—. ¡Sí que eres tú!

—¿Quién iba a ser si no? —rió entusiasmado su hermano, al que ella no llegaba ni al pecho.

—No sé, pensé que me estaban engañando, que era otro de sus juegos…

—Yo tampoco podía creerme que fuera a verte de nuevo. —El chico se apartó un momento de la reja—. Deja que te vea… Te han cortado el pelo, pero sigues tan guapa como siempre.

La niña sonrió y le miró a su vez. Tenía el rostro manchado de hollín o aceite, no se veía bien, y en su mandíbula se insinuaba una rala barba. Llevaba la camisa arremangada y se fijó en los incipientes músculos de sus brazos.

—Has crecido mucho —le dijo—. Pareces más duro.

—A la fuerza, aquí quien no se espabila no sobrevive. —Torció el gesto al recordar—. Nadie cuida de los débiles, los machacan sin piedad.

—¡Suena horrible!

—Ay, hermanita, si tú supieras. Los chicos mayores te pegan para quitarte la comida, y los guardias también si no obedeces o no les pasas una mordida de lo poco que ganamos. Todos quieren que trabajemos duro y traigamos dinero para el orfanato, es todo un negocio.

Ella soltó unas lágrimas.

—Pobre hermano.

—No llores, esto puedo soportarlo. Pensar en el día en que todo termine me da fuerzas. Pero como alguien se atreva a ponerte un dedo encima…

Ella sacudió la cabeza.

—En nuestro lado no pasa eso. Pero nos hacen cosas feas, prueban medicinas con nosotras y nos quieren volver locas, que creamos que todo es maravilloso para que así no nos escapemos.

Enjugándose las lágrimas, la pequeña contempló el techo acristalado del patio, de donde provenía la cenicienta iluminación azulada. No muy lejos se divisaban los letreros de neón de los edificios importantes de la ciudad, deformados y ondulantes por efecto del brazo de océano que los separaba, lo mismo que las estilizadas estatuas que adornaban sus fachadas. En ese momento un cardumen de arenques cruzaba por encima de ellos, acelerando y reagrupándose como si fuera un organismo colectivo que respirase.

—Qué bonita es, ¿verdad? Allí seríamos libres…

El muchacho miró hacia donde ella señalaba, más allá de donde habría estado el horizonte si allí existiera eso.

—No veo nada —admitió—, sólo esa claridad difusa en el mar.

—Pero detrás está la otra ciudad, mira las espiras alrededor del gran templo, y el millar de columnas donde nadan sus hijos…

—¿Te encuentras bien?

Lo cierto era que no mucho. Se sentía mareada. Su visión se volvía borrosa, y no sólo por efecto del agua.

—Puede que… Piensan que estoy loca, ¡pero te prometo que la veo!

—Yo te creo, hermanita. Si tú lo dices, sé que está ahí.

Quería abrazarlo fuerte, sentirse segura de nuevo a su lado, pero resultaba imposible. Era insoportable estar allí, tan cerca pero no juntos.

—¡Qué va a ser de nosotros! —se desesperó—. Estamos perdidos.

—No, eso no, hermanita. ¿Te acuerdas de mamá? Le prometimos que si algo le pasaba, cuidaríamos siempre el uno del otro.

—¡Pero estamos separados —protestó ella, pateando frustrada su lado de la reja que los distanciaba—, no podemos cuidarnos!

—Llegará un día en que sí —le aseguró él—. Cuando salga de aquí, por mucho tiempo que pase, iré a buscarte y viviremos juntos. Y me da igual lo que espere de nosotros esta condenada ciudad.

Fue entonces cuando el celador del ala femenina vino a por ella, con las llaves sacudiéndose y tintineando en su cinto.

—Vamos, bicho raro —le advirtió—, ya habéis estado demasiado tiempo. Van a descubrirnos y eso no hay dinero que lo compense.

—¡No —chilló asustada—, no me separaré más de él!

Trató de colarse entre las rejas para estar junto a su hermano, pero pese a su reducido tamaño era demasiado grande para atravesarlas. Al otro lado, el chico se revolvió y forcejeó con su guardia, que al final tuvo que sacar la porra de su cinturón y golpearle una y otra vez hasta dejarlo sin sentido. Se lo llevó a rastras hacia el edificio mientras la niña aullaba impotente. La científica tuvo que abrirle a la fuerza los deditos, apretados a los barrotes con tal firmeza que se ponían blancos.

—¡No me llevéis, no me llevéis!


—No me llevéis… —murmuró, y su propia voz la despertó. Sorprendida, se descubrió agarrando las barras del cabecero de su camastro, en la sala donde dormía con sus compañeras. Se obligó a soltar el oxidado metal y recordó la pesadilla, una evocación tan vívida de lo que había sucedido días atrás que aún sentía en su nariz el olor a hojas muertas. ¿Qué habría sido de su hermano? No lo había vuelto a ver desde entonces, ni nadie se había dignado a explicarle nada.

Oyó pasos y al girarse sobre el colchón vio que, desde la sala anexa, una cuidadora avanzaba por el pasillo que formaba el resto de camas. Una mujer ya mayor, o por lo menos eso parecía por sus arrugas, con ese uniforme similar al de las enfermeras, aunque ella sabía bien que no lo eran.

—Ah, estás despierta —dijo con voz ronca—. Mejor así, porque quieren que te presentes en un despacho. ¡Ahora mismo, vamos!

La pequeña se dejó caer con las piernas por delante, y sus pies descalzos recorrieron el frío suelo de madera, pasando por delante de las demás niñas. Algunas se incorporaron para mirarla, pero no abrieron la boca, demasiado inmersas en el mundo de fantasía que les habían metido en la cabeza como para plantearse reaccionar a cualquier cosa que no supusiera una amenaza inmediata.

La escalera carecía de contrahuella y los peldaños colgaban sobre el vacío, algo que siempre le había dado mucho miedo. Quizá era deliberado, para que no se atrevieran a subir solas. Pero esta vez la cuidadora la obligó a seguir adelante y la condujo a uno de los cuartos del piso de arriba, donde los pasillos del orfelinato femenino daban disimuladamente paso a instalaciones más modernas.

Allí la esperaba la científica. Ya no le caía bien, y al parecer el sentimiento era mutuo.

—¿Y mi hermano? —le preguntó de sopetón en cuanto la introdujeron en el despacho.

—Tu hermano me importa poco, ¿sabes lo que me costó sobornar a esos celadores? Encima al repartírselo les pareció poco y me exigieron… otras cosas. ¿Y todo para qué? Tengo aquí los resultados de tus últimos tests de aptitud. —Palmeó unas gruesas carpetas amarillentas—. Has malogrado miserablemente todo el proceso de condicionamiento, cuando ya lo tenías casi hecho. Te niegas a aceptar la protección de un «gran papá».

—¡Yo no tengo papá! Y sé que mi hermano volverá para protegerme, no necesito a nadie más.

—Oh, sabía yo que era mala idea permitir que lo vieras —se lamentó la mujer—. ¿Por qué demonios me dejé convencer? Escúchame, recapacita. Esta es tu gran oportunidad, no hay futuro en esta ciudad para una niña como tú si no te dejas malear.

—No quiero quedarme en esta ciudad, pienso huir a la otra.

La científica se la quedó mirando.

—¿Qué dices? Eso no tiene sentido, no se puede regresar a la superficie. Nadie puede.

—¡Pero hay otra ciudad aquí abajo, yo la vi! ¡Esta justo ahí fuera!

—No hay más ciudad que esta, so boba. Lo que señalabas en el patio es la masa bioluminiscente de la fosa marina. Su resplandor se parece a las auroras boreales de allá arriba, aunque por supuesto tú no puedes saber lo que es eso. De ese lugar precisamente provienen las babosas que generan los plásmidos.

La niña abrió los ojos asombrada.

—¡Claro, por eso yo puedo verla y los demás no!

Eso terminó de enfurecer a la mujer.

—No —exclamó—, no puedes verla porque ahí no hay nada. Lo que te pasa es que te estás volviendo loca. No has asimilado bien la simbiosis, te resistes a ella y te afecta al cerebro. Y eso que eres el sujeto más prometedor de cuantos hemos manejado, los conteos de plásmidos producidos por tu cuerpo son simplemente asombrosos, la doctora T. está de acuerdo conmigo en eso. ¡Y qué pureza! Si simplemente fueras más dócil, serías la mayor proveedora de toda la ciudad.

—Yo no quiero eso para nada, sólo quiero volver con mi hermano.

La científica se masajeó las sienes con las yemas de los dedos, harta de su terquedad. Al final cogió una golosina de un cuenco que tenía sobre la mesa y se la llevó a la boca.

—Acabaré engordando. Te ofrecería una —dijo al captar su mirada golosa—, pero puede interactuar con el metabolismo de la babosa que llevas dentro. Escúchame, he estado hablando con la doctora T. Se resiste… nos resistimos a perderte como sujeto experimental, dadas tus extraordinarias cualidades. Queremos darte otra oportunidad. Quién sabe, es posible que en el futuro mejoren las técnicas de condicionamiento y podamos completar tu proceso de aprendizaje.

—¿Me vais a tener encerrada?

—No, eso no serviría de nada. Seguirías creciendo y en unos pocos años dejarías de ser adecuada para mantener la simbiosis con la babosa. En otro departamento han estado haciendo unos experimentos muy prometedores con una cámara… Bueno, es demasiado complejo para explicarlo, pero digamos que te quedarás «dormidita» hasta que lo tengamos todo listo y consigamos que te portes bien.

—¡No! ¡Les contaré que te has saltado las normas y me pediste que no lo contara! —amenazó la pequeña.

Pero lejos de amedrentarse, la científica sonrió.

—Cielo, eso es lo mejor: no podrás.

jueves, 15 de septiembre de 2022

Arrebato, capítulo I

Relato retrofuturista ambientado en una ciudad sumergida. Podéis acceder al resto de capítulos desde el índice.

¡Atención! Podéis escuchar el audiorrelato 🔊 en el canal Espejo de Átropos.

En este primer episodio conocemos a una de nuestras protagonistas, que pasa su tiempo aburrida en el orfanato femenino de la ciudad, donde se llevan a cabo misteriosas prácticas…

1. Luego nosotros…

La puerta de la sala de juegos se deslizó con un sonido neumático que asustó a la niña, aunque ya debería haberse acostumbrado. No le gustaba nada que la hoja desapareciera en la pared, nunca había visto puertas que hicieran eso, no estaba bien. Pero lo peor era que nunca sabía quién iba a atravesarla y qué querría.

Esta vez por suerte era la mujer joven, siempre con su bata blanca y sus zapatos de tacón. Era quien mejor le caía de todos los mayores que trabajaban allí. También había hecho migas con alguna compañera, pero no era lo mismo; estaban tan encerradas como ella y además por lo general eran bastante aburridas.

—¡Hola! —dijo la recién llegada, con su habitual afabilidad. Arrastraba un carrito con varios aparatos raros de los que solía usar—. ¿Cómo es que estás sola?

La pequeña se encogió de hombros.

—Me gusta jugar tranquila.

—¿Y no prefieres estar con las demás en la sala de los televisores? Allí todo es más bonito, se oye revolotear a los ángeles y hay muchos colores…

Ella volvió a repetir el mismo gesto. La verdad es que no le caían bien los ángeles. Y eso que su madre no paraba de hablarles de ellos cuando eran pequeños, de contarles cómo cada persona tiene su ángel de la guarda que vela por ella. Pero, ¿acaso el suyo la había salvado? No. Los ángeles no sabían hacer su trabajo. Y de todos modos prefería pasear por el orfanato a ver si encontraba un camino para salir de allí. Pero las puertas siempre estaban cerradas. Decían que era para protegerlas de la gente mala de fuera. No se lo creía pero, a pesar de su corta edad, comprendía perfectamente que era mejor no hablar de esas cosas con los mayores. Ni tampoco con otras huérfanas.

—No sé cómo te llamas —comentó en cambio—. ¡Oye, si me dices tu nombre, te digo el mío!

—Nada de nombres, esa es la política de la doctora T. Se supone que así no nos cogemos cariño.

La mujer dejó el carrito junto a la mesa de juegos y conectó el enchufe de baquelita a la toma de corriente de la sala.

—Bueno —anunció por fin—. Nombres al margen, he venido a ver cómo está hoy mi pequeña paciente.

—¡No estoy enferma! —protestó la niña.

—Cierto —reconoció la científica mientras preparaba el escáner. Las lucecitas que había encima comenzaron a bailar su particular danza rítmica—. Pero nos ayudas a crear nuevas medicinas para los que sí lo están. ¿No te parece que eso es algo bueno?

La pequeña reflexionó con gesto de concentración.

—¿Y por eso tienes que hacer que esté malita?

—Un poco, eso es.

—¡Pues no me gusta!

La mujer sonrió con paciencia mientras verificaba que los indicadores se estabilizaran correctamente.

—Lo entiendo —dijo—. Pero piensa que aquí te dan de comer y te cuidan bien, no pasas frío… Estás mucho mejor que ahí afuera en las calles. ¿No crees que debes devolver de algún modo el favor? Recuerda que en esta ciudad nada es gratis, mucha gente se muere porque no tiene qué comer.

—¿Como mi hermano?

—Vaya, espero que no. Seguro que en el orfelinato masculino le tratan muy bien. Ponte aquí y súbete la manga izquierda.

Le ató una goma tensa por encima del codo y le pasó por la sangradura un algodón empapado en alcohol. La niña hizo una mueca al llegarle el olor. No le gustaba nada que la pincharan, tenía miedo de moverse y que la aguja se rompiera y se le quedara dentro, así que se obligó a pensar en su hermano para relajarse.

—¿Cómo es el orfanato de chicos? —preguntó—. ¿Es igual que este?

—Umm, no, no del todo —respondió la mujer al cabo de unos segundos, mientras tomaba la muestra de sangre—. Está en el ala opuesta, justo al otro lado del jardín, pero no es tan bonito. Ya sabes, es más… para chicos.

La niña no entendía bien eso, pero no respondió. Su hermano siempre había sido muy dulce con ella y no se merecía un lugar feo para vivir. Aunque tampoco aquel sitio era realmente bonito, por más que lo adornaran todo con dibujos de flores y ángeles de intensos colores que siempre parecían a punto de echar a volar, ni por muchos cuentos alegres que les narraran las cuidadoras.

—¿Con los niños huérfanos también prueban medicinas? —siguió preguntando.

—No, allí aprenden a ganarse la vida. Tu hermano era mayor que tú, ¿verdad?

—¡Y tanto, ya tiene doce años!

La científica sonrió al oírla pronunciar esa edad como si representara prácticamente la vejez.

—Entonces le estarán enseñando un oficio y luego le pondrán a trabajar en algún punto de la ciudad. Puede que por el puerto, últimamente concentra casi toda la actividad. Un chico despierto puede hacer carrera si se lo toma en serio.

—¿Y por qué las niñas no aprendemos esas cosas?

—Pues… porque no somos iguales, claro —repuso la mujer como si fuera una obviedad—. Los chicos tienen que aprender a valerse para cuando sean adultos, ¿si no cómo van a mantener una familia? Seguro que cuando salgas de aquí ya es un hombre hecho y derecho, igual hasta tiene hijos.

—¡Pero yo quiero verlo! —protestó—. ¡Ahora, no de mayor!

—Eso es imposible, lo sabes. Venga, tómate esto y ven al escáner.

Le ofreció una pasta verdosa de aspecto casi tan repugnante como su olor. La chiquilla chilló y pataleó, y cuando la mujer le acercó a la boca la cuchara, el contenido acabó adornando el irregular suelo de baldosas jaqueladas.

—¡Tienes que tomártelo!

—¡No, no lo haré!

A punto de perder los estribos, la mujer hizo un esfuerzo por mantener la calma. Finalmente suspiró.

—Mira, no quiero que me despidan —explicó—. Si colaboras conseguiré que veas un rato a tu hermano, ¿de acuerdo?

Eso entusiasmó a la pequeña.

—¿Sí? ¿De verdad de la buena?

—Ah, pero sólo si te dejas hacer todas las pruebas sin protestar —puso como condición—. ¿Trato hecho?

La niña asintió con fuerza y volvió a sentarse. Aun así, estudió con desconfianza el líquido que la científica vertía de nuevo en la cuchara.

—¿Qué es? —preguntó desconfiada.

—Un emético. —Al ver que la niña no comprendía, añadió—: Hace devolver. Te dejará la tripita revuelta, pero se pasará pronto. Venga, hasta la última gota.

Tragó con desagrado la sustancia y puso cara de exagerado asco al notar el regusto que le dejaba en la boca. Luego sintió que algo se retorcía en su barriga, como si la estrujara, y al poco notó subir una ácida calidez por su garganta. La mujer le puso delante con presteza una escudilla metálica y ella vomitó dentro un líquido rojizo, teñido con hilillos de sangre pero que resplandecía por cuenta propia.

Ajena al mareo de la pequeña, la científica retiró el cuenco para colocarlo junto al escáner. Tomó una muestra con otra jeringa de cristal con lengüetas de metal, más gruesa y sin aguja en el pivote, y luego la distribuyó sobre varias placas para provocar su reacción y que fuera analizada.

—¿Qué es lo que haces? —preguntó la niña cuando se encontró un poco mejor.

—Mido la pureza. Tardará un rato en estar listo, pero debo reconocer que la cantidad y la densidad son muy altas. Me parece que eres uno de los sujetos que mejor lo llevan.

Parecía repentinamente contenta, satisfecha de cómo estaban saliendo las cosas.

—¿Y con eso hacéis medicinas?

—Ajá, los plásmidos. Ya sabes, al tomarlos la gente puede hacer cosas que antes no podía y son más felices. Y bueno, ayuda a pagar todo esto. —Abarcó la sala con un gesto del brazo—. Mi sueldo, para empezar. Si va bien puede que me den un aumento. Me gustaría casarme algún día —comentó, más para sí misma que para la niña—. No sé con quién, porque nadie quiere una esposa científica y no me gustaría dejar mi carrera, pero seguro que tener dinero ayuda. Incluso me podría pagar la cirugía estética con ese médico tan famoso del pabellón médico, todas las damas de la ciudad acuden a él….

—Yo te veo guapa.

—Eres un cielo. —Sonrió y dio un toquecito con la uña en uno de los viales para que terminara de precipitar—. ¿Sabes? Es curioso, pero estos plásmidos lo único que hacen es estimular genes que ya tienen las personas dentro de sus células, sólo que inactivos. Es como si antiguamente hubiésemos podido hacer un montón de cosas que se han ido perdiendo por el camino al evolucionar. Extraño, ¿verdad? Quizá hasta podíamos vivir bajo el agua. La doctora T. teoriza que de crías no teníamos esas capacidades, por eso a los niños apenas os afecta, sino que las desarrollábamos al alcanzar la edad adulta. Pero ahora nos quedamos en una especie de estado infantil de por vida, es lo que se llama neotenia.

—No sé —admitió la niña, aún aturdida.

—Claro, me dejo llevar, qué vas a saber tú. Lo importante es que estás acumulando plásmidos según el ritmo previsto, e incluso por encima de eso. ¿Te sientes más pesada o hinchada?

Ella volvió a notar que algo se agitaba en su vientre, abrazándole el estómago como una serpiente a la manzana en aquel libro tan raro que tenía su madre en el cuchitril en que vivían, donde venían esos hombres a hacer que gritara.

—Me metisteis algo en la barriga.

—Es un animalito inofensivo, muy pequeño —se justificó la mujer—. ¿Es que te hace daño? Porque ya sabes que tienes que avisarme si te duele.

La niña sacudió la cabeza en negación.

—No me duele. Pero me habla.

—¿Cómo que te habla?

—Hmm hmm —confirmó ella—. A veces, cuando es de noche y no puedo dormir, lo oigo en mi cabeza. Me cuenta cuentos muy raros. De ciudades sumergidas y gente muerta hace mucho, mucho tiempo, antes de que hubiera personas en el mundo. Y oigo nombres imposibles de pronunciar.

Por un momento la científica se quedó paralizada al escucharla, y no hubo más sonido que el leve ronroneo del escáner.

—No, no, no —masculló—. Delirios esquizoides no, podrían paralizar la investigación y adiós a mi ascenso. Mira, esto vamos a dejarlo como un secreto entre nosotras dos, ¿de acuerdo? —sugirió por fin—. No creo que la doctora T. quiera saberlo, el proyecto ya ha sufrido demasiados retrasos. Y de todos modos no es algo importante, ¿no te parece?

La niña se encogió de hombros.

—Bueno, pues ya está —continuó la mujer, recogiendo con premura sus cosas—. ¡Hasta la próxima consulta!

—¡No te vayas! ¿Y mi hermano? —exigió furiosa—. ¡Quiero verle, me lo prometiste!

La científica apenas refrenó su marcha para volverse hacia ella.

—Oh, vamos, no esperarás de verdad que haga algo así. No quiero ni imaginar los favores que tendría que deber. No, pórtate bien y olvídalo, ¿estamos?

—¡Le contaré todo a la doctora, que el bicho me habla y que tú no quieres que se sepa!

—¡Eso arruinará mi carrera! Ni se te ocurra.

—¡Pues déjame ver a mi hermano! —chilló con toda la fuerza de sus pequeños pulmones.

La joven la miró fijamente y comprendió que no pensaba ceder. Cómo odiaba trabajar con niños…

—Vale, vale, me las apañaré de algún modo. Sólo te pido un poco de paciencia.

martes, 13 de septiembre de 2022

Arrebato, audiorrelato retrofuturista en Espejo de Átropos

Hace un tiempo, el prestigioso canal de audiorrelatos Espejo de Átropos me propuso escribir una historia inspirada en una popular saga de videojuegos (que por motivos obvios no mencionaré aquí por su nombre) para dramatizarla luego en su canal. La saga en cuestión posee un carácter retrofuturista y se desarrolla en una ciudad submarina, erigida por un visionario multimillonario con el fin de alejarse de los peligros de la Guerra Fría (y ya sabéis todos de qué estoy hablando).

Como me gustaba mucho la ambientación, acepté el reto pero opté por darle cierta originalidad al enfoque, centrándome ya en la época final de la ciudad, de modo que mi relato comenzara cuando esta ya empieza a deslizarse en la decadencia. De paso aproveché para trazar cierta relación con los Mitos de Cthulhu (que, aviso, sólo se hace patente poco a poco, ya hacia la conclusión). La relación entre el concepto de ciudades hundidas y la mítica R'lyeh era demasiado tentadora como para desaprovecharla.

Aunque es evidente dónde se ambienta la historia, logré no usar ningún nombre registrado para evitar posibles problemas al canal (y a mí mismo, claro). Y es algo que me parece positivo por un motivo aún más importante, y es que siempre he creído que un relato ha de funcionar por sí solo, sin apoyarse en ideas desarrolladas en obras externas. De lo contrario quedan, como vemos a diario en el cine palomitero, obras cojas, que no funcionan por sí mismas y requieren continuos apuntalamientos auxiliares.

La verdad es que, como casi siempre, me retrasé mucho en la entrega y para entonces el canal estaba con otros proyectos, lo normal… No hubo noticias durante un tiempo y ya me temía que la cosa no llegara a buen puerto, pero este verano la buena gente de Átropos ha estado trabajado duro y por fin lo tenemos aquí. Las voces son estupendas y el resultado tiene el nivel profesional al que nos tienen acostumbrados.

Hemos pensado ir subiendo el texto de cada capítulo aquí en mi blog a la vez que el audio en su canal, así lo podéis disfrutar en ambos formatos. ¡Espero que os guste!


Arrebato es un relato de 7668 palabras dividido en cuatro capítulos. A continuación tenéis los enlaces a cada uno de ellos (que aparecerán sucesivamente cada quince días, a partir del 15 de septiembre), tanto en este blog (texto) como en en la página de Espejo de Átropos (audio).

Índice


● Capítulo I: Luego nosotros… [audio 🔊, texto 📜]

● Capítulo II: Los que vivimos… [audio 🔊, texto 📜]

● Capítulo III: Los que quedamos… [audio 🔊, texto 📜]

● Capítulo IV: Seremos arrebatados [audio 🔊, texto 📜]

● Extra: Narración completa en un solo audio.

domingo, 4 de septiembre de 2022

El comerciante y el ladrón

Entre las muchas leyendas populares que se cuentan sobre Vlad el Empalador, hay una que seguro que os suena. Existen diversas variantes, pero viene a ser así:

Un comerciante extranjero (húngaro en la mayoría de versiones) llega hasta Valaquia y pernocta en una posada. Cuando despierta, descubre le han robado el saquillo donde llevaba su oro. Va a quejarse al propio Vlad Tepes, conocido por su mano de hierro. Indignado porque un extranjero haya de exigirle justicia en sus propios dominios, le asegura que hallará al culpable.

Al día siguiente convocan al comerciante a palacio, donde el príncipe le recibe y le muestra su saquillo. Rechazando los agradecimientos del mercader, Vlad le pide que compruebe si está todo lo que le robaron. El comerciante vuelca las monedas, las cuenta y ve que hay tres más que las que él tenía. Extrañado, las aparta a un lado.

—Mi señor, yo no llevaba tando dinero; estas monedas me pertenecen.

Vlad se sonríe malicioso y le dice:

—Tu honradez te ha salvado, comerciante, pues de haber tratado de quedarte con las monedas que no te correspondían, estarías ahora empalado junto al ladrón que te robó.

Narrativamente, es un relato interesante que, pese a su brevedad, resulta muy efectivo. Vamos a analizarlo, si os parece.

Por un lado, contiene la estructura tradicional de tres actos: planteamiento (el robo y la petición de justicia), nudo (regreso y devolución de la bolsa) y desenlace (reconocer que las monedas no son suyas y respuesta de Vlad). Esto hace que resulte agradable de escuchar y nos transmita una sensación de completitud.

Pero, por supuesto, eso de por sí no basta. Se trata de un relato muy potente precisamente por su carga emocional, intensa y muy variable pese a su brevedad. Empieza con una injusticia relativamente leve (el robo). Ante ella, el protagonista decide usar su derecho a reclamar al señor del lugar, que no es otro que el infame Vlad, un hombre conocido por ser cruel y taimado (si el cuento dijera «fue a denunciarlo al alguacil», la reacción del oyente sería muy distinta). La intensidad narrativa ha subido, porque ahí podía haber ocurrido algo malo, como que Vlad se ofendiera y mandase apresar al mercader, pero el relato cambia de rumbo y hace que el comerciante regrese sano y salvo a la posada, y que al día siguiente descubra que su dinero ha sido recuperado. Hemos rebajado la intensidad y parece que ya nos dirigimos directamente al final feliz. Pero queda otro ingenioso giro: al contar el dinero, el comerciante ve que sobran tres monedas. Casi cualquier persona se habría callado en una situación así, pero el protagonista decide ser escrupulosamente honrado, y ahí descubrimos (nueva subida de intensidad) que acaba de superar sin saberlo una prueba donde se jugaba la vida.

Como muchos relatos tradicionales, contiene una enseñanza moral (hay que ser siempre honrado), pero de un modo muy bien planteado. Porque el lector, al identificarse con el protagonista, se pregunta si él habría devuelto las monedas o si, por el contrario, habría acabado horriblemente ejecutado. Como veis, se huye de una moraleja «telegrafiada» y se la convierte en parte integrante de la propia historia, ya que nos creemos perfectamente que el bueno de Vlad le hubiese mandado empalar y, además, tendría una justificación para ello (puesto que el ladrón ha de ser castigado, ¿por qué no él, si también roba?).

Esta combinación de buena estructura narrativa y buena estructura emocional es lo que consigue que estas historias sean populares durante siglos o incluso milenios (no me extrañaría que se basase en otros cuentos similares más antiguos, la verdad). Si os apetece, en futuras ocasiones podemos analizar relatos tradicionales similares, que tienen mucho que ofrecer si os interesa la narrativa.

Y después de hablar tanto de ladrones y empalamientos, distraigámonos con algo de música ligera: Vladislav - Baby don't hurt me. ¡Hasta la vista!

martes, 19 de abril de 2022

Ella iba cargada de papeles (micro)

No sé muy bien qué me llevó a escribir este microrrelato. Supongo que pretendía reflexionar sobre una sociedad que parece empeñada en controlar las relaciones naturales entre personas, y esta idea se me pasó por la cabeza.

Resultó sencillo de escribir, al fin y al cabo sólo son 271 palabras, y una cosa que me gusta de él es que tiene planteamiento, nudo y desenlace perfectamente definidos, algo que se suele dejar de lado en los micros pero que también en ellos es importante para transmitir bien la historia.

Ella iba cargada de papeles, muy pegada a la pared, cuando por la esquina apareció el chico. Caminaba rápido y el choque fue inevitable. Todas las carpetas se desparramaron por el suelo.

—Ostras, perdona, ¿te he hecho daño?

—No, no —repuso ella, aún confusa por el golpe. Miró a su alrededor, desalentada al ver sus papeles desperdigados.

—Ya me ocupo yo —dijo el chico, apresurándose a recogerlos.

—No te molestes.

—No es ninguna molestia —repuso él sin detenerse—, si ha sido culpa mía. Oye, llevabas un buen montón de cosas, ¿ibas a reprografía?

—Sí, bueno… voy a sacar unas copias.

—Pues mejor te echo una mano, así evitamos nuevos accidentes.

Acabó de formar una pila ordenada que tomó en sus brazos y la acompañó a la sala, donde lo dejó todo encima del mostrador con cuidado. Ella fue a sostener los papeles para que no volvieran a esparcirse y sus manos se rozaron un instante. Él apartó la suya al darse cuenta y esbozó una sonrisa incómoda que la chica encontró encantadora.

—Muchas gracias, de verdad —dijo ella, sonriendo a su vez.

—Qué va, olvídalo, y perdona, ¿eh?

Se alejó por su lado del pasillo, pero antes de que dejaran de verse se dirigieron una última mirada.

«Qué chico tan majo», pensó ella, «me pregunto si esto no será una señal del destino y de aquí podría salir por fin algo bonito».

«Uff, qué susto», se dijo él. «Espero que no se le ocurra denunciarme por contacto no consentido, con la nueva política de la universidad me podría meter en un buen lío. Mejor no volver a acercarme a ella».

lunes, 11 de abril de 2022

«Que inventen ellos» en la Delirio 34

Como ya comenté en su momento, a finales de 2018 fui finalista del premio Domingo Santos con un relato titulado «Que inventen ellos» (podéis encontrar detalles en la entrada a la que conduce el anterior enlace).

Pues bien, después de mucho tiempo he tenido la fortuna y el honor de que aparezca publicado en el número 34 de la afamada revista Delirio, que es justo donde se publicó también años atrás el relato con el que gané ese mismo premio en 2013, Artículo 45.1. Así que podría decirse que es un poco como cerrar el círculo.

Agradezco de corazón a Francisco Arellano, editor de La Biblioteca del Laberinto, que aceptara leerse el relato y luego decidiera incluirlo en su revista. Eso debe de significar que le ha gustado 😂. No, en serio, ha sido una alegría que una historia como esta, de cifi más o menos clásica (aunque gire alrededor de los temas que me preocupan y que, creo yo, son intemporales), aparezca en una revista con tanta solera, por donde han pasado grandes autores con sus mejores historias. Y máxime cuando ya daba por imposible que Que inventen ellos viera la luz de forma profesional. Espero que la disfrutéis.

Delirio 34
Varios autores.
La Biblioteca del Laberinto, 2022.
154 págs, 15€.

jueves, 17 de febrero de 2022

Con-mutación

Este es un relato corto (1850 palabras) que escribí hace bastantes años y al que nunca pude dar salida. Supongo que es rarito, incluso para mis parámetros. Además, por exigencias del guión el comienzo es lento y gira alrededor del aburrimiento, en lugar de empezar a todo ritmo, como se suele recomendar. Pero opino que va remontando y el conjunto es aceptable. No creo que se pueda calificar de terror, quizá sí como weird, aunque tiene un poquito de Stephen King (en la temática, evidentemente nada más).

Espero que os guste y, en caso contrario, no os preocupéis que os devolveré el dinero.


Con-mutación

I

Lo primero que recuerdo es el aburrimiento.

Pero no podría decir con exactitud cuándo ni cómo sucedió. Es como si el tedio llevara presente mucho, muchísimo tiempo, y poco a poco fuese tomando consciencia de él. Como quien despierta lentamente de un coma y se da cuenta de que notaba los tubos desde mucho antes.

Luego fue llegando todo lo demás. Primero lo relacionado con mis funcionalidades: sentí los semáforos y noté las luces, hasta el punto de poder percibir si estaban encendidas o apagadas y la propia estructura que formaban, a qué distancia de mi núcleo se encontraban e incluso a qué altura relativa se hallaban entre sí, como un organismo que empieza a aclimatarse a sus extremidades. Y luego, muy gradualmente, el entorno: los vehículos primero (supongo que porque eran más grandes) y más adelante la gente, los niños, los animales, e incluso algunos árboles de la calle.

Durante largo tiempo me limité a cumplir fielmente mis funciones innatas, que consistían en controlar los diversos semáforos de cuatro cruces, incluyendo tanto las luces principales como las de peatones, y en uno de los postes también un complicado disco de giro a la derecha cuya coordinación con los superiores no resultaba trivial. No tenía apenas distracciones, la verdad: día y noche siguiendo un complejo ciclo de regulación de permisos a unos y a otros, apaga esta luz, pon a parpadear esta otra, siempre para velar por la seguridad de todos. Aunque comprendía que estaba creado para ello, no dejaba de ser una tarea tediosa. Además, me ofendía comprobar cuán poca gente seguía mis indicaciones. Ignoraban los colores que les mostraba, no sólo cuando el tráfico era escaso y había poco riesgo, sino que a menudo se jugaban realmente la vida a lo tonto. Pienso que eso hizo que, poco a poco, yo mismo acabara por tomármelo menos en serio.

Y con tanto tiempo para pensar, todo aquello se me hacía muy monótono. Pocas veces algo se salía de lo habitual. Sí, a veces se fundía una bombilla y venían a sustituirla, eso tenía algo de gracia. Pero luego pusieron unas de diodo y las reparaciones se espaciaron sobremanera y, cuando finalmente se producían, eran un visto y no visto. Por lo demás, todo el tiempo la misma rutina. No, miento. En cierta ocasión me incorporaron en el cruce principal un emisor de pitidos para avisar a los invidentes. Eso me hizo sentir cierta animación, como si hubiese subido mi nivel de responsabilidad. Una especie de ascenso. Pero a la hora de la verdad pocos ciegos cruzaban por allí y, en cualquier caso, al poco el cacharro se estropeó y emitía un balido tan abominable que preferí silenciarlo antes que siguiera avergonzándome en público.

Poco a poco fui buscando leves distracciones que alejaran momentáneamente el hastío que se apoderaba de mí. Nada excepcional: me entretenía, por ejemplo, poniendo pronto a parpadear el disco verde de los peatones para que alguna anciana artrítica se esforzara como una condenada en llegar sana y salva al otro lado. ¡Cómo me reía para mis adentros! No era una actitud muy profesional, de acuerdo, pero todos tenemos derecho a alguna distracción durante la jornada laboral, que en mi caso era ininterrumpida. Además, nunca llegaba a dar paso libre a los coches antes de tiempo, así que en el fondo no hacía nada malo.

II

Todo empezó a torcerse a partir de aquel incidente. Era muy de noche, ya casi de madrugada. Esa fase del trabajo siempre me ha parecido profundamente estúpida. Porque durante el día, vaya, ves cuál es la utilidad de tu tarea: paras a unos, dejas pasar a otros, proteges a los transeúntes, evitas colisiones… ¿Pero a las tres de la mañana, qué sentido tiene seguir como un idiota poniendo ámbar, luego rojo, ahora verde para peatones, ahora parpadea…? ¡Pero si no hay nadie! Qué pérdida de tiempo y energías. Al menos esas bobas de las farolas pueden dormir durante el día, ¿por qué yo no tengo ni un descanso?

Por eso pasó lo que pasó. Yo no lo tenía planeado; es más, no habría podido planearlo en modo alguno. Sentí de lejos que venía un coche a toda caña, de esos que por la noche creen que las calles son suyas y que, de todos modos, jamás hacen caso de mis luces. Eso ofende. Experimenté un inmediato desprecio por esa criatura.

Y justo entonces noté que se aproximaba el camión de la basura, que siempre me ha caído bien. Con sus ruidos, frenazos y acelerones era como tener un poco de compañía por las noches, y él y su gente trabajaban al menos tan duro como yo.

El camión era grande y fuerte, sabía que no le iba a pasar nada malo. Así que no tuve más que retrasar un poquito su semáforo para que se incorporara en el momento apropiado a la avenida principal, por una bocacalle con poca visibilidad. El fitipaldi venía volado. A esas alturas ya no me quedaba nada por hacer, pero aun así puse en ámbar el último disco que tenía delante ese bólido. Como una última advertencia por mi parte, una generosa oportunidad in extremis para que se salvara. Sí, bien sabía que para él eso no era sino un incentivo para acelerar aun más, pero ¿acaso tengo yo la culpa de eso?

Fue precioso. ¿A qué velocidad iría? Ah, no lo sé con exactitud, pero muy muy rápido. Un gran impacto, sí señor, cuya tremenda reverberación se extendió placentera por todos mis apéndices. Por culpa del golpe el camión de la basura se balanceó con fuerza y acabó con un eje partido, medio subido a la acera. Lo sentí por él, no era mi intención. Pero desde luego conseguí acabar con el aburrimiento de esa noche. Primero aparecieron los coches de policía con sus divertidas luces que parecen saludarme, luego ambulancias y hasta vinieron los bomberos para tratar de extraer el cadáver de entre el amasijo de hierros retorcidos. El fluir de las sirenas fue un animado concierto de medianoche. La gente se asomaba a los balcones a ver lo que sucedía, hubo que cortar carriles, habilitar otros, etc. Nadie hacía caso a las indicaciones de mis semáforos, pero no me quejo, me lo pasé bien. Luego la grúa se llevó el coche y al poco de amanecer el tráfico ya pudo normalizarse. Estuve de muy buen humor durante todo el día.

III

Quién me iba a decir que a partir de esa nimiedad se iba a complicar tanto mi situación. Al parecer, alguien creía haber visto los dos semáforos verdes a la vez más o menos cuando se produjo el accidente. A saber qué borracho vagabundeaba en esos momentos por allí sin que me fijara en él. ¡Ah, ojalá lo pillara en mi cruce, se iba a enterar de lo que es bueno!

Eso provocó que viniera gente del ayuntamiento para comprobar mis funcionalidades. Pero cometieron el error de mostrarse muy poco discretos. Se plantaron con sus aparatos delante de mis discos de modo tan descarado que los identifiqué de inmediato y, gracias a mi dilatada experiencia, pude superar sin problemas todas sus pruebas. Y aun así no debieron de quedarse completamente tranquilos, porque me vigilaban a menudo. ¿Por qué se ponían de ese modo? ¿Acaso alguien iba a echar de menos al majadero que se había matado por su propia culpa? Lo del camión fue una pena, lo reconozco, pero con todo no me merecía tanta desconfianza.

En adelante hice todo lo posible por portarme bien. De hecho, más de una vez retrasé la conmutación para que un niño pudiera recoger un juguete que se le había caído en el paso de cebra, o puse pronto el verde para vehículos que venían pitando, seguramente rumbo al hospital. Incluso fingí que servía de algo el botón placebo para los peatones. Pero todo eso, mire usted por dónde, sólo sirvió para aumentar la sospechas hacia mí. No era justo. Por tanto es comprensible que, cuando un operario abrió la caja de conexiones del conmutador para toquetear mis partes íntimas, perdiera el control y le sacudiera un calambrazo. Cualquiera hubiera reaccionado igual en mi lugar, no es culpa mía que las personas sean tan frágiles. Al menos no lo maté. Creo.

Pronto me arrepentí de mi arrebato. Electrocutar a uno de ellos no los iba a poner precisamente de mi parte. Me vi ya reinstalado o incluso arrojado al vertedero, y cundió en mí la desesperación, una sensación novedosa pero más desagradable incluso que el aburrimiento. A partir de entonces me limité a hacer mi trabajo, deprimido, resignado, y que sucediera lo que quisiera depararme el destino.

IV

Transcurrió así el tiempo, entregado a la monotonía y la rutina, sin osar desviarme de lo marcado, hasta que una noche percibí por fin algo raro. Un ritmo extraño en un lejano semáforo que, desde luego, no era de los que yo controlaba. Pensé en un principio que se había estropeado, pues tampoco nosotros estamos a salvo de percances y fallos (aunque personalmente poseo una salud de hierro). Pero cuando vi que por el día volvía a regularizarse y que, a la noche siguiente, cuando no había tráfico, retomaba de nuevo esa misteriosa cadencia, empecé a intuir lo que ocurría.

¿Cómo era posible que hasta entonces no me hubiera fijado en las lejanas luces de mis compañeros? Pienso que pudo deberse a que mis sentidos iban ampliándose y creciendo poco a poco, o tal vez porque mi propia personalidad iba madurando y siendo cada vez más consciente de su entorno y del sentido de todo cuando la rodeaba.

Comprender lo que me intentaban decir aquellas señales fue en cualquier caso una tarea ardua y laboriosa, puesto que no tenemos (o yo al menos no conocía) un lenguaje propio, como parece que poseen los hombres. Hube de esforzarme, con mucha paciencia y a lo largo de muchos meses, hasta llegar a comprender parcialmente su mensaje. Por el lado positivo, durante todo ese tiempo me mantuve tranquilo, reflexionando sobre su posible significado, y así pude disipar las dudas que existían sobre mi comportamiento. Luego empecé a transmitir mis propias y titubeantes ráfagas en esas horas discretas de la madrugada, y en ese momento mágico descubrí, con el júbilo de quien creyéndose solo en el mundo encuentra por fin un semejante, que aquellos semáforos lejanos alteraban su código para responderme.

Iniciamos así una torpe conversación, de una noche a otra, a lo largo de semanas, cuidando de interrumpirnos cuando alguien, ya fuera vehículo o peatón, pudiera descubrirnos. Así, con exasperante lentitud pudo explicarme a grandes rasgos cuál era la situación y me hizo llegar información sobre los demás de su lado. Cuánto puede cambiarle a uno saberse acompañado. Y me sentí por fin parte de un todo mayor cuando, al cabo de un tiempo, pude prolongar la cadena y comunicarme con el conmutador del extremo opuesto, allá al final de la avenida, que a su vez había formado vínculos con varios compañeros cercanos. Pocos quedan ya por despertar. Pronto la ciudad será nuestra.

domingo, 9 de enero de 2022

La vieja cafetería

Han cerrado el sitio al que solía ir a desayunar cuando tenía que salir muy temprano de casa por temas de trabajo. Era lo único que había abierto a esas horas en mi barrio, y no era gran cosa. Un local frío (en invierno no podías quitarte la chaqueta), mal iluminado, con unas cuantas mesas dispersas. Cuando iba al servicio me llevaba un paquete de pañuelos por si no había papel, y el agua salía helada. Ahorro de costes.

Los desayunos no eran tampoco como para tirar cohetes. El cocinero era un chaval muy joven que siempre iba vestido de jugador de baloncesto (nunca supe por qué, imagino que le gustaría) y la camarera, una mujer de mediana edad tirando a mayor, seria y de pocas palabras. Pero trabajaban bien y rápido, y eran educados.

Yo llegaba a esas horas y la mujer me preguntaba directamente «¿lo de siempre?». Se lo confirmaba, pagaba allí mismo para ahorrar tiempo (y porque no se fiaban mucho de la clientela, para qué engañarnos) y dejaba mi mochila y el portátil en una silla. Yo me sentaba en la otra, pero no enfrente, sino al lado, por si alguien intentaba afanármelo. Al par de minutos tenía delante mi café y la tostada con tomate. No había mucha gente a esas horas, almas perdidas como yo. Nunca me fijaba en ellos, la verdad, y creo que el sentimiento era mutuo. Allí nadie se metía en la vida de los demás.

Se notaba que el negocio iba mal y que los dueños acabarían por cerrar, pero aun así fue una relativa sorpresa para mí encontrármelo chapado un día. Tuve que ir al curro sin desayunar.

Ahora han abierto en ese mismo local una cafetería como es debido, con su decoración de tonos tostados, buena iluminación (con bombillas edison para crear ambiente), aire acondicionado y una hueste de camareras sonrientes con uniforme. Los servicios están impecables y con agua caliente, y cada vez que los desinfectan lo apuntan en una hoja, para que puedas comprobarlo. También abren pronto y he probado a ir un par de veces, pero… no es lo mismo.

Antes te atrincherabas en tu silla, con la chaqueta puesta, la correa de la mochila enrollada en el brazo para que no volara, ponías las palmas alrededor de la taza de café humeante y notabas que eras tú mismo, sin tener que rendir cuentas a nadie. Y me animaba. Sentía que a partir de ahí el día sólo podía ir a mejor, que estaba preparado para enfrentarte a lo que deparara la jornada. Como si estuviera en un cuadro de Hoppper.

Ahora parece que tengas que estar de buen humor desde que entras hasta que sales, no les gusta que pagues al pedir (con lo que hay que hacer dos veces la cola), tienen cosas con nombres rarísimos y siempre te preguntan si te ha gustado. Tienes que fingir. Igual es una tontería, pero no me da fuerzas, me las quita. Echo de menos lo de antes.