jueves, 28 de marzo de 2013

Supersticiones a la venta

Acaba de llegarme la noticia de que ya está a la venta el número 13 de Calabazas en el Trastero: Supersticiones, que como ya comenté contiene un relato mío, Arúspice.

Creo que el orden definitivo de los relatos no es el que aparece ahí, o por lo menos no suelen organizarse alfabéticamente como en esa lista. Pero no me quejo, al menos así mi relato destaca ;-)

Por ediciones anteriores de los Calabazas estoy convencido de que la calidad media de las historias va a ser muy alta, así que os animo a darle una oportunidad. El precio del libro es de 7€ (nada mal para 162 páginas), y espero que pronto aparezca en otras librerías online como Cyberdark.

jueves, 21 de marzo de 2013

Paraguas

Para no encasillarme como juntaletras de lo meramente terrorífico (un poco tarde para eso, ¿no?) os ofrezco un micro con un toque romántico. Son trescientas palabras justas, título incluido.

Como veréis, está escrito en presente. Habría mucho que hablar sobre las ventajas y dificultades de este enfoque, que cansa más al lector que el pretérito y que por lo tanto sólo suele funcionar en relatos cortos que avanzan rápidamente hasta la conclusión. Otro cantar sería el presente histórico, usado puntuamente dentro de una narración en pasado (aunque hay quien equipara el presente histórico con este presente narrativo, yo discrepo).

Ya callo, espero que os guste.

Paraguas

Hoy me he entretenido demasiado y al salir a la calle ya chispea. ¡Justo entonces caigo en la cuenta de que no llevo paraguas! Recuerdo con pesar que me lo he dejado en el paragüero de casa, precisamente porque estaba empapado tras la lluvia de ayer tarde, y esta mañana se me ha olvidado cogerlo. A mí, que siempre salgo con un paraguas hasta en pleno agosto, por si me pilla una de esas raras tormentas de verano. ¿Cómo he podido ser tan despistada?

En fin, me digo que un poco de agua tampoco me va a hacer daño y echo a andar decidida. Pero el camino que tengo que hacer es largo y empieza a llover con más fuerza. Como siempre ocurre, enseguida aparecen personas que brindan cobijo bajo sus paraguas a los viandantes desguarnecidos. Gente solitaria, me imagino. Por descontado, rechazo sus ofrecimientos amablemente pero con firmeza.

Cuanto más me aproximo al centro, más llueve y más gente hay ofreciendo paraguas. Me estoy calando. Paso entonces junto a un hombre con dos paraguas abiertos, uno en cada mano, y debajo de cada uno una chica cogida alegre a su brazo. ¡Menudo aprovechado!

La lluvia arrecia y me veo obligada a refugiarme en un soportal. Por desgracia muchas otras personas han tenido la misma idea y el espacio es escaso e incómodo. En cuanto parece que amaina me decido a salir, pero no, enseguida vuelve a caer con fuerza. No puedo aguantar más; si no encuentro cobijo pillaré una pulmonía. Busco al menos entre la multitud a un chico con cara de buena persona y acepto su ofrecimiento. En cuanto la tela de su paraguas me pone a cubierto, empiezo a encontarlo atractivo.

Qué le vamos a hacer. Nadie puede evitar enamorarse bajo el paraguas de un desconocido.

La ilustración es de Dmitry Narozhny, un magnífico artista. Visitad su galería en Deviantart.

martes, 12 de marzo de 2013

Los Micros de Cthulhu (I)

En los foros de Leyenda.net hemos organizado estas últimas semanas Los Micros de Cthulhu, una recopilación de microrrelatos lovecraftianos creados por los participantes. Es un proyecto abierto, sin criterio ni cortapisas, un poco a ver qué sale. Y han salido cosas curiosas, la verdad.

Ahora los puliremos un poco y pronto los subiremos todos juntos en formato cómodo para su lectura (para empezar PDF y ePUB, pero seguro que otros también). Todo libre y gratuito, por supuesto. Y si hay ganas organizaremos una segunda tanda, por qué no.

Os dejo con uno de mis microrrelatos para Los Micros de Cthulhu, en este caso de claro mensaje navideño.

Bocas que alimentar

—Señores, una limosna, tengo bocas que alimentar…

Fue entonces cuando la elegante pareja, cargada de bolsas navideñas, reparó en la mujer envuelta en sucios harapos que les tendía su mugrienta mano a la salida del centro comercial. Ella apartó instintivamente el bolso de su alcance y él respondió socarrón:

—Pues haber usado condón, no voy a tener que mantener yo a tus hijos si no puedes hacerlo tú misma.

Se marcharon riendo bajo la iluminación navideña que colgaba por encima de la calle. La pordiosera prefirió ignorarles y siguió atenta por si salía alguien más caritativo, pero vio con su ojo bueno que un par de guardias de seguridad se dirigían hacia allí. Sabedora de lo que vendría a continuación, optó por alejarse renqueando hacia una zona más oscura.

De madrugada, el callejón de la parte posterior solía llenarse de gente que se peleaba por la comida caducada que sacaban del supermercado. Pero a esas horas todavía estaba tranquilo y desde allí podía observar discretamente la entrada, a la espera de que fuera seguro regresar. Por desgracia, los guardias se quedaron allí a echar un pitillo y charlar, y mientras tanto ella no podía volver. De pronto se retorció, mordiéndose los labios para reprimir un grito, incapaz de resistir más tiempo el aguijón del hambre.

Oyó entonces voces al otro extremo del callejón. Ligeramente recuperada, tomó una piedra de los escombros y se acercó pegada a la pared. Reconoció a la pareja de antes, que guardaba las bolsas en el maletero de un elegante coche. Debían de haberlo dejado allí para ahorrarse el aparcamiento. Sin pensarlo, se acercó a ellos por la espalda y le abrió la cabeza a la mujer antes de que ésta pudiera volverse siquiera. Mientras el cuerpo caía inerte sobre el asfalto, la indigente se aproximó al hombre con una mirada trastornada en los ojos. Él, asustado, le lanzó un golpe al pecho, pero cuando su puño se hundió entre la ropa andrajosa, fue él quien lanzó un grito. Sacó aterrado su mano, que ahora sangraba profusamente, y observó anonadado que le faltaban dos dedos y la última falange de otro, crudamente aserrados. Se apoyó contra el coche, acorralado, tratando de contener la hemorragia. Ella se acercó aún más mientas apartaba sus repulsivos andrajos, y así el hombre pudo ver bien de cerca las bocas deformes que se abrían en varios puntos de su demacrado cuerpo, de cuyos sus afilados dientes goteaba ya saliva ante el banquete que se les ofrecía.

—Se lo advertí.