En los foros de Leyenda.net hemos organizado estas últimas semanas Los Micros de Cthulhu, una recopilación de microrrelatos lovecraftianos creados por los participantes. Es un proyecto abierto, sin criterio ni cortapisas, un poco a ver qué sale. Y han salido cosas curiosas, la verdad.
Ahora los puliremos un poco y pronto los subiremos todos juntos en formato cómodo para su lectura (para empezar PDF y ePUB, pero seguro que otros también). Todo libre y gratuito, por supuesto. Y si hay ganas organizaremos una segunda tanda, por qué no.
Os dejo con uno de mis microrrelatos para Los Micros de Cthulhu, en este caso de claro mensaje navideño.
Bocas que alimentar
—Señores, una limosna, tengo bocas que alimentar…
Fue entonces cuando la elegante pareja, cargada de bolsas navideñas, reparó en la mujer envuelta en sucios harapos que les tendía su mugrienta mano a la salida del centro comercial. Ella apartó instintivamente el bolso de su alcance y él respondió socarrón:
—Pues haber usado condón, no voy a tener que mantener yo a tus hijos si no puedes hacerlo tú misma.
Se marcharon riendo bajo la iluminación navideña que colgaba por encima de la calle. La pordiosera prefirió ignorarles y siguió atenta por si salía alguien más caritativo, pero vio con su ojo bueno que un par de guardias de seguridad se dirigían hacia allí. Sabedora de lo que vendría a continuación, optó por alejarse renqueando hacia una zona más oscura.
De madrugada, el callejón de la parte posterior solía llenarse de gente que se peleaba por la comida caducada que sacaban del supermercado. Pero a esas horas todavía estaba tranquilo y desde allí podía observar discretamente la entrada, a la espera de que fuera seguro regresar. Por desgracia, los guardias se quedaron allí a echar un pitillo y charlar, y mientras tanto ella no podía volver. De pronto se retorció, mordiéndose los labios para reprimir un grito, incapaz de resistir más tiempo el aguijón del hambre.
Oyó entonces voces al otro extremo del callejón. Ligeramente recuperada, tomó una piedra de los escombros y se acercó pegada a la pared. Reconoció a la pareja de antes, que guardaba las bolsas en el maletero de un elegante coche. Debían de haberlo dejado allí para ahorrarse el aparcamiento. Sin pensarlo, se acercó a ellos por la espalda y le abrió la cabeza a la mujer antes de que ésta pudiera volverse siquiera. Mientras el cuerpo caía inerte sobre el asfalto, la indigente se aproximó al hombre con una mirada trastornada en los ojos. Él, asustado, le lanzó un golpe al pecho, pero cuando su puño se hundió entre la ropa andrajosa, fue él quien lanzó un grito. Sacó aterrado su mano, que ahora sangraba profusamente, y observó anonadado que le faltaban dos dedos y la última falange de otro, crudamente aserrados. Se apoyó contra el coche, acorralado, tratando de contener la hemorragia. Ella se acercó aún más mientas apartaba sus repulsivos andrajos, y así el hombre pudo ver bien de cerca las bocas deformes que se abrían en varios puntos de su demacrado cuerpo, de cuyos sus afilados dientes goteaba ya saliva ante el banquete que se les ofrecía.
—Se lo advertí.
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