miércoles, 26 de agosto de 2015

El caso del personaje demasiado inteligente

Uno de los arquetipos de la literatura contemporánea es el personaje extremadamente inteligente, con un cerebro muy por encima del común de los mortales. No hablamos de alguien meramente listo o astuto, sino de un genio. Ya esté entregado a hacer el bien o siga la senda del mal, sus planes y deducciones dejan con la boca abierta al más pintado y pillan siempre por sorpresa a sus oponentes. El problema es, claro está, que hay que ser muy inteligente para caracterizar bien a un personaje muy inteligente. Y no suele ser el caso.

En mis lecturas llego a sentir miedo cada vez que se describe a un personaje como especialmente inteligente, porque suele ser un desastre. Todos estaréis pensando en Sherlock Holmes, y es verdad que en muchos de los modernos pastiches sus capacidades de deducción despiertan más vergüenza que admiración, pero no es ni de lejos el único ejemplo, ni siquiera el más sangrante. Cuántos genios del mal cuyos planes maestros son un bluf, cuántas astutas estrategias que no soportan el menor análisis crítico, por no hablar de esos seres cuasi divinos que luego hacen unas tonterías sin pies ni cabeza.

Y es que resulta complicado presentar honestamente los datos al lector y luego sorprenderle con un movimiento que sea a la vez lógico y que no haya intuido ya. Al final, casi todos nos encontramos en la misma banda intelectual y provenimos de un entorno cultural similar: nos guste o no, pensamos (más o menos) en las mismas cosas. Por eso, para colar este tipo de personaje sin dedicarle el esfuerzo necesario, demasiados escritores caen en unas cuantas soluciones facilonas que enumeraré a continuación, sin otro objeto que poner en orden mis ideas.

Ocultar datos. Sencillamente, el personaje sabe cosas que el lector no. Esto está muy mal visto en las novelas de misterio, pero por lo demás funciona perfectamente, en especial para los oponentes (que no te van a contar de buenas a primeras todo lo que saben) y para los seres sobrenaturales tipo Primigenios y demás. Si os digo la verdad, casi que prefiero esto a explicaciones complicadísimas que al final se caen por su propio peso. Cuanto menos digas, menos puedes meter la pata.

Genio por comparación. La inteligencia es una medida relativa: se es listo o tonto siempre respecto a la media de la población. Por tanto, para que un personaje normalito pase por inteligente, hay que convertir en bobos a los que le rodean (aquello de «en el país de los ciegos, el tuerto es el rey»). Odio esto. Cuando el personaje dice una perogrullada y todos los demás se quedan patidifusos, me dan ganas de tirar el libro. A la cabeza del autor.

Tirar hacia delante. Esto es la charlatanería de toda la vida: sueltas una explicación rápida y a medias, y confías en que la acción trepidante impida al lector pensar demasiado en ella. Oye, a veces funciona. Por ejemplo, la Estrella de la Muerte es un arma cara, incómoda e inútil, pero impresiona y no le das muchas vueltas . Lo único que no soporto es luego a los fanboys intentando defender estas cosas como pura genialidad.

Decir y no mostrar. Uno de los principios literarios más básicos reza que no hay que decirle las cosas al lector, hay que mostrárselas. Aquí se actúa al revés: el texto nos dice que el tipo es listísimo, pero luego esa inteligencia no se ve por ninguna parte en sus acciones. Este tipo de «promesas incumplidas», como otra clásica en que el malo es supuestamente peligrosísimo y luego es un mindundi, suelen dejar mal sabor de boca aunque el relato en sí funcione de forma adecuada.

Si queréis mi opinión, manteneos lejos de este tipo de personajes y, de no ser posible, meditad con mucho cuidado lo que va a hacer y decir. Son más difíciles de manejar de lo que parece y muchas veces el entusiasmo nos ciega y no vemos puntos débiles que serán obvios para el lector (curiosamente, correctores y lectores cero no suelen atreverse a señalar esta clase de fallos).

Las imágenes que adornan este artículo pertenecen a la película Sin pistas (Without a Clue), una excelente comedia protagonizada por Michael Caine y Ben Kingsley que parodia precisamente este concepto de personaje supuestamente inteligentísimo cuyas deducciones a poco que se analicen dan pena, en la figura, cómo no, del insufrible Sherlock Holmes. Eso sí, la traducción al castellano es atroz y se pierden la mitad de las bromas, os recomiendo encarecidamente que la veáis en inglés.

Sin pistas, Thom Eberhardt (director).
Orion, 1988. 102 mins, 5€.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Por suerte los que jugamos a rol ya estamos acostumbrados a desarrollar personajes que nos superan con creces ;)

Esta peli no la conocía, y mira que me gustan las películas de Sherlock Holmes.

Me la apunto.

Entropía dijo...

Es una peli divertida, pero a los puristas de Holmes les puede mosquear porque se mofa del personaje.

En cuanto al artículo, de verdad que es complicado desarrollar un personaje muy inteligente, hay que planificar sus acciones con cuidado y en muchas partidas de rol se falla igual, hay genios del mal que dan pena. El truco está en compensar con tiempo de dedicación la ventaja intelectual que nos lleva (es decir, que lo que el personaje parece haber deducido en un segundo, al autor le ha llevado días y días dándole vueltas).

Saludos,
Entro