lunes, 23 de mayo de 2016

La anagnórisis y la madre que la parió

«El término anagnórisis es un helenismo cuyo significado es “revelación”, “reconocimiento” o “descubrimiento”. Este concepto fue mencionado por primera vez por Aristóteles en su ‘Poética’. Describe el instante de revelación en que la ignorancia da paso al conocimiento».

El texto previo abre el excelente artículo del Diccionario Literario sobre la anagnórisis o reconocimiento, un concepto narrativo referido al brusco descubrimiento por parte de un personaje del verdadero sentido de las circunstancas que le rodean, por lo general con efectos devastadores sobre él. Tradicionalmente esto suponía la revelación de la auténtica identidad de un individuo, como «el mendigo en realidad es el príncipe», «el hombre al que has matado era tu hermano» y similares. Hay muchísimos ejemplos en la literatura clásica y moderna, pero por citar uno bastante cruel, me quedo con el de la hermana Gudule en Nuestra Señora de París de Victor Hugo (1831; sí, la del jorobado), que odia a los gitanos porque le robaron a su hija y por eso retiene a una gitanilla hasta que la atrapan las autoridades, para darse cuenta entonces de que es su hija perdida, a la que acaba de condenar a muerte. Por supuesto, el cine y otros medios narrativos también usan este recurso.

Pero el concepto de agnición (como también se lo conoce) no se limita a este tipo de revelaciones de identidad, sino que incluye cualquier comprensión repentina por parte de un personaje que ha actuado hasta entonces errado o en la ignorancia. Es, por así decirlo, cuando por fin encajan las piezas del puzle en su cerebro y se le hace patente todo lo que antes no comprendía. Buenos ejemplos de este tipo de anagnórisis, y permitidme que me vaya ahora al cine, son El planeta de los simios (1968) y El sexto sentido (1999), cuyos logrados giros argumentales finales no hace falta ni mencionar aquí.

Volviendo a Aristóteles y a ese artículo que citaba al principio, el estagirita dice: «La mejor agnición de todas es la que resulta de los hechos mismos, produciéndose la sorpresa por circunstancias verosímiles». Qué cierto es eso y qué jodido es conseguirlo en el papel. Pensemos que la agnición más poderosa es aquella en la que el lector acompaña al personaje en su paso de la ignorancia a la comprensión (es decir, que no cuenta con más información que el propio personaje y no conoce de antemano esa realidad que vamos a revelar). Esto supone un doble esfuerzo, porque no sólo el personaje ha de alcanzar esa revelación, sino también el lector y en ese mismo punto, de forma que resulte lógica y sorprendente e la vez. Si damos de antemano demasiadas pistas, el lector deducirá lo que ocurre mucho antes de que lo anunciemos y el asombro del personaje le resultará ridículo. Si damos pocas, parecerá un recurso forzado, un giro que no viene a cuento. Hacerlo bien, amigos, es maestría.

Huelga decir que yo carezco de esa maestría. En mis relatos a menudo me encuentro intentando expresar una situación de anagnórisis, y por lo general acabo insatisfecho con el resultado. Por mi experiencia, diría que la mayor dificultad está en generar la agnición sin ningún hecho desencadenante; es decir, el personaje está tan tranquilo pensando en sus cosas y de pronto, zas, lo comprende por fin todo. Esto, que en la vida real sucede bastante a menudo (o al menos a mí me sucede), por algún motivo queda muy forzado en la literatura. Intenté algo así en Neotenia, una historia que por lo demás considero bien fundamentada, y ese aspecto no acababa de funcionar. Me quedó mal sabor de boca.

Tanto es así, que por ejemplo para Atractor extraño, otro relato publicado el año pasado, opté por una aproximación más clásica: que fuera la aparición de una niña perdida la que sirviera para que se encendiera la bombilla en la cabeza del protagonista. ¿El resultado? Mucho mejor, queda hasta natural. Este y otros relatos que tengo por publicar me han llevado a la misma conclusión: debe haber «algo» que desencadene la anagnórisis, una chispa final que, además, debe llegar de forma fluida, no como un deus ex machina, ni ser tampoco demasiado sutil. Por ejemplo, a mi gusto no funciona nada bien ese típico recurso de serie de TV donde, en una conversación casual, un personaje pronuncia una palabra cualquiera y el protagonista la relaciona de un modo retorcido con el caso que tiene entre manos y, voilà, todo resuelto. No, no, es una salida facilona y demasiado barata.

Lo ideal es que parezca que la trama no podría haber ocurrido de otra forma, que esa espada de Damocles, por usar otra referencia clásica, ha estado siempre a punto de caer y lo ha hecho en cuanto se han dado las condiciones adecuadas. Que vuelve a ser lo que decía Aristóteles, y estamos en las mismas . Ay, qué complicada es la anagnórisis.

4 comentarios:

MisNE dijo...

Buenas reflexiones y referencias :-)
Sólo discrepo en una cosa: en tu "Neotenia" la anagnorisis del protagonista sí funciona bien. A mí me resulta creíble que tras sus últimas vivencias y ya en un momento de cierta calma, llegue esa reordenación y encaje de diversas piezas de su conocimiento pseudocientífico. Además, algunas ya han ido dejándose ver aisladamente en el relato. Es una narración muy bien llevada, tú siempre tan exigente y duro contigo ;-)

¡Un saludo!

Entropía dijo...

Eres demasiado amable ;-)

Todo es mejorable, de Neotenia me gusta mucho la idea subyacente, pero el límite de extensión del concurso me obligó a compactar demasiado lo que va pasando, quizá algún día lo repase a ver si descubro cómo sacarle más miga.

Saludos,
Entro

ligrix dijo...

Pues a mí me fliparía leer un artículo en el que las palabras "ojete moreno" fueran las desencadenantes de la anagnórisis.

Muy bueno el artículo, Entro.
Un saludo

Entropía dijo...

Je, eso me ha recordado un relato que leí hace muchos años ("The Wrong Room In Ryleh") donde los personajes comprendían en el peor momento posible que se encontraban en el wáter de Cthulhu, era una anagnórosis verdaderamente aterradora XDD.

Saludos,
Entro