viernes, 29 de septiembre de 2017

«Piel» (y lo ilusorio de la originalidad)

Habría mucho que decir sobre la originalidad de las historias (o la imposibilidad de la misma), y esto no es más que una anécdota al respecto. El otro día me topé por casualidad con una ilustración de Michael MacRae, Construct a Shield from Thine Own Flesh. Me impresionó y busqué lo que había escrito el autor sobre su dibujo: «Carefully choosing every word, every phrase, from countless sources, he built himself a script. And in merging this tome with the other in just such a way, he created a powerful hybrid of of ancient charm and modern conjuration. This, if all goes accordingly, will keep him safe, he thought». Me quedé aún más sorprendido.

Y si me impresionó era porque me recordaba sobremanera a Piel, un relato que escribí hace muchos años, a finales de 2004 para ser precisos. De hecho, estrictamente hablando fue lo primero que publiqué, en el sentido de hacer pública una obra, puesto que lo presenté en un certamen abierto del foro de La Llamada de Cthulhu en Inforol (aunque lo hice fuera de concurso, sólo para animar a otros a participar, ya que yo formaba parte del jurado).

Mi historia es anterior (la ilustración de MacRae es de 2013) y por supuesto suceden muchas más cosas que esa simple escena, hay más personajes y giros que prefiero no desvelar de antemano, pero la idea de fondo es notablemente similar. Es como si al dibujarlo se hubiese inspirado en mi relato (aunque sé perfectamente que no fue así). Simplemente las ideas están ahí en el éter, buscando materializarse.

He decidido copiar aquí mi relato por si os interesa echarle un ojo. Es un poco extenso para lo que habitual en un blog (algo más de 2000 palabras), pero espero que no cueste leerlo. Y aunque mi estilo ha evolucionado bastante desde entonces he preferido no corregirlo, sino dejarlo tal cual se vio en el foro en su momento, hace ya tantos años. Veréis que es de los Mitos de Cthulhu, como mucho de lo que escribía por aquel entonces.

Piel (2004)

Desde el primer momento noté que era un hombre extraño. Repulsivo y fascinante. Irradiaba una confianza en sí mismo que desarmaba, que me sedujo por la seguridad que transmitía, pero que no obstante veía a menudo transformada en prepotencia. No me esperaba conocer a alguien así.

Su fama le había precedido, por supuesto; pero cuando una amiga me lo presentó al fin, no supe cómo reaccionar. En parte era por esas sensaciones que emanaban de él, cierto, pero el aspecto físico no me sorprendió menos. En la penumbra del bar de copas creí por un instante que era de tez morena, pero al inclinarse para darme dos besos vi que no era así, sino que tenía como algo escrito en la cara. Con la mala iluminación no pude leer qué era, y además su sonrisa me tenía hipnotizada y absorbía mi mirada.

Tonta de mí, enseguida se me notó lo que sentía por él; nunca he sabido disimular mis emociones. Al poco rato de conocernos sugirió ir a un lugar más cómodo para charlar, y deduje cuáles eran sus intenciones. Y lo que era peor, estaba segura de que me dejaría.

Sin embargo, me sorprendió de nuevo al llevarme realmente a conversar, a un café al viejo estilo donde pedimos un par de tazas calientes. Allí, mientras él hablaba, complacido por tener quien le escuchara sin interrumpir, pude estudiar al fin los extraños signos de su rostro. No eran letras, como había supuesto al principio, sino unos misteriosos símbolos que cubrían su piel de manera irregular. O más bien un solo símbolo, una especie de estrella de cinco puntas con un ojo en el centro, cuyo motivo se repetía por toda la cara una y otra vez, a veces con un tamaño amplio, pero a menudo mucho menor para cubrir los espacios que quedaban entre los ejemplares grandes, como si un Escher del tatuaje hubiera tratado de teselar la superficie de su cabeza. Aquel patrón tenía un efecto casi hipnótico sobre mí. Parpadeó, y observé que sus párpados estaban también tatuados con aquella esotérica estrella; así, siempre me estaba mirando.

Fue un gesto casual lo que hizo que me liberara de ese suave letargo: me pasó un terrón de azúcar y descubrí que sus manos también estaban cubiertas de aquel dibujo, mil veces repetido en distintas orientaciones y tamaños. Aquello me asustó un poco, empezaba a parecerme excesivo tanto amor por el tatuaje. No creo ser muy mojigata a ese respecto, tengo varios piercings en mi cuerpo y un tatuaje en un lugar muy íntimo, pero lo de las manos me descolocó. No había explicación lógica, pero sin embargo se abría paso la sospecha de que aquello no era un adorno, sino que obedecía a alguna inexplicable motivación.

Le estudié con más interés, presté atención a sus palabras, y poco a poco comencé a practicar su juego. Como todos los oradores jactanciosos, pronto condujo la conversación al tema que le interesaba. Por lo normal odio que me hagan eso, pero escuchar sus palabras era tan fascinante como analizar el entramado de su rostro. He de reconocer que las ciencias ocultas me han atraído desde niña, y puedo lograr que cualquiera de mis amigas pase miedo si me lo propongo y ella es mínimamente sugestiva. Pero lo que él contaba traspasaba la frontera de lo que yo sabía o siquiera intuía, su conocimiento en la materia me dejaba anonadada y muy consciente de lo poco que había avanzado en ese camino; me sentía como un niño orgulloso de hacer palotes que de repente tuviera que compararse con un novelista. A él mi reacción le agradó, se notó a las claras: se relajó y cogió más confianza. Era obvio que la mayoría de las personas no congeniaban con sus curiosas teorías. Pero no yo; aunque apenas comprendía lo que decía, algo en mi cabeza me aseguraba que todo era cierto, o al menos que era el reflejo de algo real; una verdad tan profunda que negarla o rechazarla carecía literalmente de sentido.

Sus veladas insinuaciones ocultaban secretos que yo no podía imaginar, que sólo conocería en pesadillas olvidadas después por la mente consciente. Me sentí ansiosa de alcanzar ese conocimiento, aquello que él podía darme si tan sólo quisiera...

Mas, como un amante cruel, me dejó con la miel en los labios. Nos marchamos del café bien entrada la madrugada y me acompañó como un caballero hasta mi apartamento. Traté de hacerme la dura, de mostrar firmeza, pero justo antes de que se fuera cedí y le supliqué que me enseñara. Él sonrió; esperaba a que me derrumbara para poder adiestrarme como una aprendiza sumisa. Sin abandonar su eterna sonrisa de superioridad, me citó para el día siguiente. Pasé una mala noche.

Cayeron una revelación tras otra, paseando por un oscuro parque. Sus palabras me asombraban y me asustaban, y una parte de mí lograba decirme que aquello, visto desde una perspectiva equilibrada, carecía de sentido. ¿Criaturas anteriores a la humanidad, que aún perviven ocultas en los márgenes de nuestra sociedad? ¿Seres que acechan en los recovecos del tiempo y del espacio? ¿Entidades de poderes divinos y diabólicos a un tiempo, que esperan hastiadas a que llegue el final de todo, sin tan siquiera dedicarnos un pensamiento? No, lo peor no es que fuera absurdo. Lo peor es que yo sabía que era cierto. Me fui a casa atontada, como una autómata sin alma o un boxeador noqueado, sin saber con quién me cruzaba ni qué hacía, impulsada tan sólo por el instinto de la rutina.

Me desperté muy tarde, con la boca seca y un tremendo dolor de cabeza. Por supuesto, debería haber abandonado en ese punto, él mismo me lo había advertido. Ir más allá era condenarse a la locura o a algo peor. Pero plantearse la retirada era imposible, la curiosidad y el miedo se aliaban para anular mi sentido común. Y él, él que debería haber tenido más juicio que yo, estaba demasiado halagado por disponer de una alumna devota como para anteponer mi cordura o mi vida a su ego.

El sexo no llegó hasta la tercera noche. Me invitó al fin a su casa, amplia y quizás hasta lujosa, y tras un coñac para olvidar el frío de la calle comenzamos a desnudarnos. Vi al fin lo que ya empezaba a sospechar: los tatuajes no se restringían a rostro y manos, sino que cubrían todo su cuerpo, de la cabeza a los pies, desde el cuero cabelludo hasta su glande. No puedo decir que me sorprendiera. Le imité y me entregué a él sobre la mullida alfombra del salón, no muy segura de si lo hacía por veneración a su persona o como pago por sus enseñanzas.

Aquello supuso, claro está, una prueba iniciática. Pasado apenas el sopor del orgasmo, se levantó y, sin cubrirse, me invitó exultante a seguirle. Le secundé descalza hasta llegar a una puerta de roble que él abrió con una gran llave de estilo antiguo. Era, como me indicó, su estudio. Di algunos pasos titubeantes hacia el interior de la sala, pues la luz estaba apagada. Él esperó a ese punto dramáticamente álgido para pulsar el interruptor.

Vi... No, primero grité, antes de comprender siquiera la información que llegaba a mis ojos. Era una suerte que aquella casa estuviera apartada de las de los vecinos, o hubiesen creído que estaba asesinándome. Cuando me calmé, miré aterrada el macabro espectáculo que tenía ante mí. Lo que en principio había tomado por terribles seres que me acechaban no eran más que cabezas, cabezas de seres incomprensibles colgadas por todas las paredes. Como un cazador del siglo XIX, había decorado su estudio con las testas disecadas de sus presas, criaturas de más allá de la razón expuestas como rinocerontes o bisontes. Allí se exponía casi todo de lo que me había hablado: los hombres anfibios de los pueblos degenerados de la costa, los antropofidios que fueron contemporáneos de los grandes dinosaurios, los seres parecidos a insectos que vienen de más allá de Plutón. Era un museo de cera de los horrores sobrenaturales.

Le miré boquiabierta. Él se acercó y, ufano, me invitó a admirar su colección. Paseaba por delante de cada uno, contándome dónde y cómo lo había matado, lo que había tenido que hacer para poder conservar su cabeza, y cómo se las había ingeniado con los que no tenían cabeza propiamente dicha. Sólo atiné a preguntarle cómo era posible. Su sonrisa se hizo aún más ancha. Exultante, su gesto me remitió a su propio cuerpo, aún por completo desnudo. Ese símbolo, me explicó, ese sello que cubría por completo su piel era su armadura. Aquellas criaturas nada podían hacer contra esa señal, cuyo respeto les había sido impuesto hace eones como castigo por sus atrocidades. Pero no bastaba con saberlo: algunos investigadores de lo oculto, demasiado ingenuos, habían utilizado el símbolo como si fuera una cruz que se sostiene contra los vampiros; pagaron su candor con la muerte, pues el resto de su cuerpo estaba indefenso. Pero él, gritó triunfalmente, él había hallado la clave de la solución, y a pesar del sufrimiento se había hecho tatuar cada centímetro cuadrado de su piel. Así había llegado a ser inmune a esas criaturas, y por eso era mi maestro.

Y yo fui una alumna aplicada. Poco a poco aprendí todos los secretos que él poseía sobre los enemigos de la vida que conocemos, memoricé los ensalmos y la pronunciación correcta de cada nombre y de cada invocación. Pero había una cosa que me frenaba: no me atrevía a seguir sus pasos y tatuarme todo el cuerpo con aquel símbolo protector. Comprendía que era una salvaguarda necesaria, pero temía el dolor y, sobre todo, albergaba aún la esperanza de poder llevar una vida normal el resto de mis días, de no verme apartada de mis semejantes por una armadura permanente tan llamativa como aquella. Él afirmaba con rotundidad que no había otra solución, que de lo contrario acabaría sucumbiendo a aquellos seres. Aún así, ante mi insistencia accedió a que le acompañara en una de sus cacerías.

Según él, era un caso de lo más habitual, pero a mí me asaltó el miedo en cuanto llegamos a aquella espeluznante casa abandonada. Me dijo que no entrara, ya que aún no estaba protegida, y me indicó que le estudiara desde las ventanas. Obedecí encantada. Observé desde el exterior cómo avanzaba con cautela por los pasillos, fui de un cristal a otro siguiendo su deambular por el edificio. Llegó por último a una peculiar sala de estar, desprovista de mobiliario, de frías paredes desconchadas y sin más rasgo distintivo que las voluminosas tuberías del gas. Pude oír bien sus comentarios, ya que la hoja de la ventana había quedado abierta quién sabe cuándo. Me decía que aquél era el lugar, que lo sentía, aunque no se le ocurría que tipo de criatura sería capaz de ocultarse allí. En cualquier caso, añadió fatuo, ninguna podía perforar su impenetrable malla de símbolos arcanos.

Rebuscó por la sencilla habitación, tanteó las paredes y el suelo por si ocultaban un espacio secreto, pero nada. Se le veía extrañado, y también preocupado porque pudiera sentirme defraudada en mi primera expedición. Creo que estaba a punto de darse por vencido. De repente, sonó algo, como una válvula que suelta presión. Al parecer, una de las tuberías tenía un escape. Creo que comprendí antes que él que aquel gas no era normal. El fluido gaseoso se volvió hacia el cazador provisto de una extraña voluntad. Él le desafió, le mostró los dibujos de su cuerpo, trató de hacerle retroceder vanagloriándose de que le sería imposible dañarle. Yo me afané por cerrar la ventana desde fuera y, por fortuna, lo conseguí. Contemplé, sin oír nada, cómo el gas no se arredraba y se lanzaba sobre él, que al fin comprendió el peligro en que se hallaba. Observé con curiosidad que el gas, efectivamente, no llegaba a tocarle la piel, le rodeaba a unos centímetros de distancia como si una barrera invisible le repeliera. Pero eso no impidió que se le colara con malevolencia por las orejas, por la nariz, e incluso por orificios menos honorables. Él gritó aterrado, me suplicó que le ayudara. Presencié fascinada su dolorosa muerte, e incluso sus curiosos espasmos y movimientos cuando ya debía de llevar un buen rato muerto.

Cuando el gas decidió al fin abandonar su nuevo hogar y regresar al antiguo, abrí la ventana y me colé con sumo cuidado en la casa. Llegué hasta el cuerpo, contorsionado en una mueca de infinito terror, y saqué mi navaja suiza. Era un trabajo pesado, pero lo solucionaba casi todo.

Ahora soy yo la cazadora, y he llegado a amasar una interesante colección de cabezas y otros souvenires. Y lo que es más, aún puedo pasar desapercibida en mi vida cotidiana. Oh, salgo menos que él, pues yo no tengo necesidad de jugarme tontamente la vida para demostrar mi virilidad. Pero tengo una piel que me protege y, cuando necesito ir a cazar, sólo tengo que ponérmela.

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