En casa teníamos un jarrón. Bastante bonito, la verdad, con siluetas de pajarillos y motivos vegetales, elegante sin llegar a lo recargado. Me parece que fue uno de los regalos de boda, aunque ahora no estoy muy seguro. En todo caso debió de ser por esas fechas, porque sí recuerdo que cuando nos instalamos en la nueva casa mi mujer lo colocó en el dormitorio, en lugar bien visible.
Es curioso que lo pusiéramos ahí porque yo nunca había otorgado gran valor a los jarrones. ¿Para qué sirven, a fin de cuentas? Es una cosa un tanto anticuada e incómoda que quita espacio y libertad de movimientos. Fue mi esposa la que se empeñó en que ocupara un sitio destacado, y no pude negárselo. Era ella quien se preocupaba por mantenerlo limpio y sobre todo intacto, y hasta le colocaba unas flores de tanto en tanto para adornarlo.
Hubo épocas en las que se ponía realmente pesada con el tema. «Ten cuidado con el jarrón», «no vayas a tirarlo en un descuido», «no dejes que se caiga, con lo torpe que eres», así de continuo. Yo no tenía ninguna intención de romperlo, evidentemente, aunque siempre puede ocurrir un accidente, nadie está a salvo de algo así. Y la verdad es que me ponía nervioso. «Parece que se ha movido, ¿no le habrás dado un golpe?», me acusaba en ocasiones, y también de juguetear distraídamente con él poniéndolo en riesgo. Yo lo negaba de corazón, pero no creo que ella se quedara muy satisfecha. Durante un tiempo acabé realmente harto del maldito jarrón.
Sin embargo, con el paso de los años le cobré aprecio. Era agradable saber que estaba ahí, sencillo y quizá inútil, pero duradero. Nosotros podíamos atravesar dificultades y problemas varios en nuestra vida, pero el jarrón perduraba. Me acostumbré a ser yo quien lo engalanaba con un ramillete o le pasara el plumero. Y seguramente, al ver que lo cuidaba, ella dejó de importunarme con el tema.
Un día cualquiera regresé a casa y estaba roto. Seguía en el mismo sitio de siempre, pero una amplia grieta lo recorría de arriba abajo y varios fragmentos de porcelana descansaban sobre la balda. Fue una sensación muy extraña encontrarlo así. Por supuesto le pregunté de inmediato a mi esposa qué había ocurrido, pero no le dio importancia. «No está roto, son exageraciones tuyas», dijo, «puede que la pintura se haya agrietado con el tiempo, pero no es nada grave». Le pedí que lo mirara, porque me parecía claro que no era consciente de lo que había ocurrido, pero ella se negó e insistió en que me lo estaba imaginando.
Eso me dejó perplejo. El jarrón que ella se había empeñado tanto en proteger ahora le resultaba irrelevante, incluso molesto de contemplar. En fin, me dije, si para mi mujer no está roto, ¿por qué ha de estarlo para mí? Era mucho mejor ignorarlo, eso seguro. Quizá tuviese ella razón y el tema careciera de importancia. Así me ahorraba la angustia de asumir aquella fea grieta y el suceso que la había podido causar.
Permanecí así un tiempo, actuando como si nada, esforzándome por seguir igual que antes. Pero fue inútil. Cuando ponía unas flores dentro alguna se caía por la brecha. Y si las regaba para que duraran más tiempo frescas, el agua corría por la superficie y empapaba el suelo. Finalmente tuve que admitir que estaba roto, e incluso diría que los desperfectos aumentaban con el tiempo. Llegó el momento en que no pude negar más que el jarrón se había quebrado irremediablemente.
Quizá si ella lo admitiera habríamos podido arreglarlo juntos. He leído que en Japón existe la costumbre de reparar objetos con metales preciosos, simbolizando así cómo la rotura forma parte también de su historia. Yo estaba dispuesto a intentarlo, pero es una labor muy delicada y no podía hacerlo yo solo sin su ayuda. Y se negó. También podíamos comprar otro jarrón, claro, pero no sería lo mismo. Es decir, creo que con otra persona sí podría compartir un jarrón nuevo e intacto, pero con mi esposa ya no. Aquel había sido nuestro jarrón y ahora estaba roto, no había modo de soslayar eso. Y roto uno, ¿cuánto tardaríamos en romper el siguiente, si de todos modos no era algo que le importara?
No, no había modo de arreglarlo. Así que cogí un fragmento de recuerdo y me marché de casa. Nunca he regresado. A veces me pregunto qué habrá ahora en el lugar donde estaba nuestro jarrón.
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