Han cerrado el sitio al que solía ir a desayunar cuando tenía que salir muy temprano de casa por temas de trabajo. Era lo único que había abierto a esas horas en mi barrio, y no era gran cosa. Un local frío (en invierno no podías quitarte la chaqueta), mal iluminado, con unas cuantas mesas dispersas. Cuando iba al servicio me llevaba un paquete de pañuelos por si no había papel, y el agua salía helada. Ahorro de costes.
Los desayunos no eran tampoco como para tirar cohetes. El cocinero era un chaval muy joven que siempre iba vestido de jugador de baloncesto (nunca supe por qué, imagino que le gustaría) y la camarera, una mujer de mediana edad tirando a mayor, seria y de pocas palabras. Pero trabajaban bien y rápido, y eran educados.
Yo llegaba a esas horas y la mujer me preguntaba directamente «¿lo de siempre?». Se lo confirmaba, pagaba allí mismo para ahorrar tiempo (y porque no se fiaban mucho de la clientela, para qué engañarnos) y dejaba mi mochila y el portátil en una silla. Yo me sentaba en la otra, pero no enfrente, sino al lado, por si alguien intentaba afanármelo. Al par de minutos tenía delante mi café y la tostada con tomate. No había mucha gente a esas horas, almas perdidas como yo. Nunca me fijaba en ellos, la verdad, y creo que el sentimiento era mutuo. Allí nadie se metía en la vida de los demás.
Se notaba que el negocio iba mal y que los dueños acabarían por cerrar, pero aun así fue una relativa sorpresa para mí encontrármelo chapado un día. Tuve que ir al curro sin desayunar.
Ahora han abierto en ese mismo local una cafetería como es debido, con su decoración de tonos tostados, buena iluminación (con bombillas edison para crear ambiente), aire acondicionado y una hueste de camareras sonrientes con uniforme. Los servicios están impecables y con agua caliente, y cada vez que los desinfectan lo apuntan en una hoja, para que puedas comprobarlo. También abren pronto y he probado a ir un par de veces, pero… no es lo mismo.
Antes te atrincherabas en tu silla, con la chaqueta puesta, la correa de la mochila enrollada en el brazo para que no volara, ponías las palmas alrededor de la taza de café humeante y notabas que eras tú mismo, sin tener que rendir cuentas a nadie. Y me animaba. Sentía que a partir de ahí el día sólo podía ir a mejor, que estaba preparado para enfrentarte a lo que deparara la jornada. Como si estuviera en un cuadro de Hoppper.
Ahora parece que tengas que estar de buen humor desde que entras hasta que sales, no les gusta que pagues al pedir (con lo que hay que hacer dos veces la cola), tienen cosas con nombres rarísimos y siempre te preguntan si te ha gustado. Tienes que fingir. Igual es una tontería, pero no me da fuerzas, me las quita. Echo de menos lo de antes.
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