jueves, 27 de octubre de 2022

Arrebato, capítulo IV

Relato retrofuturista ambientado en una ciudad sumergida. Podéis acceder al resto de capítulos desde el índice.

¡Atención! Podéis escuchar el audiorrelato 🔊 en el canal Espejo de Átropos.

Llegamos a la conclusión de la historia: la búsqueda de nuestro protagonista llega a su fin, pero está en su mano dar paso a un nuevo mundo, mucho mejor que el anterior. Aunque para ello haya que hacer sacrificios…

4. Seremos arrebatados

Un organismo desplomado en el suelo, sin fuerzas. Respira con dificultad, se atraganta con su propia saliva, incapaz de reaccionar. Los órganos fallan uno tras otro. Nadie duda ya de que su fin está próximo. Y no se puede hacer nada.

Así contemplaba él la ciudad mientras avanzaba por ella con las pesadas botas de buzo. El nivel de las aguas había ido subiendo progresivamente, sin nadie que reparara la inevitable decadencia, conforme las compuertas iban cediendo y los sistemas de dragado oxidándose. Había distritos enteros sumergidos en el océano, y las salas en las que se habían formado bolsas de aire eran ya páramos sembrados de cadáveres al dejar de ser respirables. Los edificios menos sólidos se habían desplomado sobre el fondo marino y los peces culebreaban por sus tripas con la indiferente curiosidad que les era propia. Las luces iban y venían, sin decidirse a claudicar, como los últimos impulsos neuronales del organismo, y los incendios descontrolados consumían el poco oxígeno que quedaba.

¿Cuántas personas habían muerto? Miles, decenas de miles quizá. Sólo quedaban en la ciudad los proscritos, los marginados, aquellos que carecían de recursos o estatus como para ser incluidos en alguno de los intentos de huida, destinados casi todos al fracaso, y que además habían tenido la fortuna (si se podía llamar así) de no perecer en ninguna de las revueltas, atentados, accidentes o simples suicidios colectivos motivados por el inminente desenlace. Y de los que quedaban, la mayoría estaban tan inmersos en las alucinaciones que provocaban los plásmidos que apenas recordaban su pasado. Casi todos ellos habían experimentado además terribles mutaciones que hacían que no parecieran humanos, ni por fuera ni por dentro.

El glorioso experimento social se desploma, dejando un poso de muerte y dolor. El sueño de la razón produce monstruos. Literalmente.

Soltó dentro del casco una risita sardónica ante su propio ingenio. Qué inspirado te vuelve el ocaso de tu mundo, se dijo. Sí, había algo de espléndido en la muerte de la ciudad, ¿no era cierto? Que quienes habían fundado una utopía para huir del caos de la superficie fueran los primeros en caer ante la demencia humana, era en cierto modo justicia poética. Pero no debía distraerse. Tenía una misión que cumplir, lo único que quedaba por hacer. No era momento de permitirse errores.

Llevaba adherido a su manaza enguantada un plano plastificado, manchado y con la tinta corrida en algunas partes, que consultaba periódicamente. Le había costado años conseguir aquello, pero estaba seguro de que era correcto. Esta vez sí.

Los antiguos laboratorios se situaban detrás del barrio de negocios, ahora poco más que una ruina humeante. Como había previsto, estaba inundado y era necesario sumergirse; de ahí el traje de buzo autónomo, con sus pesadas bombonas. Pero estructuralmente la zona aguantaba bastante bien: no había vigas combadas ni amenaza de derrumbamiento. Se notaba que allí los constructores habían cuidado los materiales empleados, no como en el extrarradio. Y por extraño que pareciera, no estaba totalmente deshabitada. Tras las esquinas veía fugazmente a algunos adictos terminales, mutados hasta tal punto que eran capaces de subsistir bajo el agua salada. Seguramente eran peligrosos, más por la desesperación que por las facultades extraordinarias que pudieran quedarles en un mundo donde su combustible estaba agotado. Bueno, él no tenía capacidades sobrehumanas, pero iba protegido y bien pertrechado.

Cuando alcanzó un corredor anodino en el que la techumbre metálica había cedido, bloqueando el paso, y comprobó que el mapa le obligaba a avanzar por allí, arrancó el voluminoso taladro neumático de su otro brazo y lo usó para crearse un acceso prêt-à-porter, ignorando gracias a su traje protector los violentos chispazos del cableado sumergido. Si podía resistir las dentelladas de los tiburones, aquello no era nada. Al otro lado halló una compuerta de seguridad aún funcional que no fue rival para sus explosivos. Y detrás, por fin, su destino. La sala secreta de criogenia.

No estaba totalmente inundada, sólo hasta un metro de altura, aproximadamente. Los muros eran de un tono gris indefinido con pantallas empotradas (y apagadas), y los pequeños cubículos dispuestos frente a la pared, como un palmo por encima del agua, parecían ataúdes infantiles. Y bien podían estar cumpliendo esa función. Después de tanto tiempo, las posibilidades eran… Pero no, se negaba a aceptarlo. Se aproximó a ellos y limpió con su guante la escarcha de los paneles frontales. Los primeros estaban vacíos, pero al tercero la encontró.

Tal como la recordaba. Apenas una niña, los ojos cerrados en un sueño eterno y el mismo gesto inocente que ponía cuando dormía. ¿De verdad seguía viva? Bueno, aquella sala aún tenía electricidad y las lucecitas parpadeaban, ¿no? ¡Tenía que estarlo! Si algo positivo se podía decir de los dementes que idearon todo aquello era que sabían inventar cosas.

Pulsó con un temblor imperceptible el botón de deshibernación y el proceso dio comienzo. Lentamente al principio (tanto que temía que estuviera fallando, que el tiempo transcurrido hubiese provocado algún daño irreparable), pero luego con mayor celeridad. El color regresó a sus juveniles mejillas, la gélida condensación del vidrio dio paso al vaho de su pausada respiración y esos molestos pitidos de la máquina, que por fin relacionó con los latidos del corazón, comenzaron a marcar un ritmo reconocible.

Las luces verdes se activaron, provocando la apertura automática de la cápsula. Vio que los párpados de la chiquilla temblaban y se apresuró a quitarse el casco para no asustarla. Cada vez le resultaba más costoso, era ya como una segunda piel, pero lo logró justo a tiempo, cuando ella ya abría los ojos.

—¡Hermanito!

Él sonrió, la primera vez que lo hacía de corazón desde hacía mucho tiempo. Desde que ella desapareciera, de hecho. Tantos años buscándola, con la esperanza prácticamente perdida y sólo su vieja promesa obligándole a mantener el empeño. Y por fin la había encontrado.

Leyó los indicadores. Aunque no sabía interpretarlos, estaban todos a verde y las agujas en zona media. Eso tenía que ser bueno. Y de todos modos ella se incorporó casi de inmediato.

—¿Cómo has crecido tanto de repente? —preguntó asombrada—. ¡Si tienes barba! —Y mirando a su alrededor, añadió—: ¿Dónde estamos?

—En la ciudad. Ha pasado mucho tiempo, pero no te preocupes, todo ha terminado. Esas personas malas ya no podrán hacerte daño.

—¡Bien, sabía que vendrías a rescatarme!

La alegría que se dibujó en su rostro infantil despertó en él un sentimiento cálido que se extendió por sus miembros y que hacía años que ni el alcohol lograba avivar.

—Pero aún hay peligro —dijo, tratando de apaciguar su entusiasmo—. No sé dónde podremos vivir, si es que podemos.

Eso no pareció inquietarla.

—Yo sé lo que hay que hacer. ¡Sígueme!

Saltó con agilidad al agua que cubría la parte inferior de la sala antes de que él pudiera impedirlo y, para su asombro, culebreó por el fondo como si fuese su medio natural. Cuando volvió a asomar, sonriente, le bufó un chorro de agua encima.

—Me dijo que podría —exclamó contenta—, ¡y es verdad!

—¿No te ahogas? —preguntó él, más asombrado que asustado después de todo lo que había visto en su vida—. ¿Cómo puedes respirar?

La pequeña se encogió de hombros con naturalidad, salpicándole en el proceso.

—Supongo que él se encarga. ¡Venga, vamos!

Su hermano se quedó mirándola anonadado por unos segundos, pero echó a caminar detrás de ella antes de que se escabullera por el corredor inundado y se perdiera de vista.

—¿Adónde vamos? —preguntó, no muy seguro de que fuera a escucharle.

—A donde hay que ir —fue la críptica respuesta—. Ha estado hablándome, ¿sabes?

—¿Quién… cuándo?

—Pues el bichito, claro. He tenido sueños muy bonitos. Ven.

Atravesó la zona sumergida con mucha mayor facilidad que él (que, para empezar, tuvo que ponerse el casco y luego conectar la respiración), y cuando volvió a verla al otro lado caminaba confiada entre las ruinas del distrito, sin ningún miedo a escombros o metales oxidados. Su hermano captó movimiento próximo y preparó su enorme pistola remachadora, capaz de agujerear a cualquier ser vivo a decenas de metros, pero en ese momento la niña se volvió hacia él y con una sonrisa le desarmó, de un modo prácticamente literal. Era como si la escuchara en su cabeza y no pudiera desobedecer. Y le pedía que no hiciera nada.

Así, tuvo que contemplar cómo una criatura deforme, de alargadas extremidades, se descolgaba de su percha en lo alto y se dejaba caer delante de ella. Parecía peligrosa, en su cuello boqueaban rítmicamente una especie de branquias rugosas y entre sus largos dedos se veía una membrana interdigital casi traslúcida. Pero la niña, sin ningún miedo, se giró y siguió caminando. Y aquel antiguo ser humano, en lugar de atacar, comenzó a seguirla, a su mismo ritmo y manteniendo una respetuosa distancia.

Pronto fue otro de aquellos seres mutados el que dejó de hurgar en un montón de desperdicios y chatarra y, como atendiendo a un comando que sólo él pudiera escuchar, se puso detrás de la anterior. Y después otros dos, y varios más. Pronto formaron una dispar comitiva que el buzo observaba asombrado. Como en el cuento del flautista de Hamelín que les narraba su madre cuando aún vivía, la pequeña parecía tenerlos hechizados y los conducía… ¿hacia dónde?

Pronto estuvo claro su destino: los muelles. Él conocía muy bien aquel lugar. Diablos, había trabajado ahí durante años, malganándose la vida cuando eso aún era posible en la ciudad. Pero allí no quedaba nada, era una de las zonas que primero fueron abandonadas, cuando ya no hubo nadie vivo o cuerdo capaz de arreglar los submarinos. Sin embargo, los recién llegados no pretendían reparar nada. Precedidos sin temor por su hermana, se zambulleron en el puerto inundado, entre los muelles de madera podrida y las redes y los aparejos abandonados, y atravesaron grácilmente las viejas esclusas entreabiertas para salir a mar abierto. ¿Adónde diablos iban? Allí fuera sólo estaba…

Entonces lo comprendió. Aquellos eran los elegidos, ese era el arrebato de los justos que había sido profetizado para el apocalipsis y que completaba el destino de la ciudad. Recordó las palabras de aquel sacerdote estrafalario que ya no era más que huesos y que él siempre había tomado por loco… Puede que lo fuera, pero en eso estaba en lo cierto. Lo estaba contemplando con sus propios ojos: los pocos supervivientes que habían completado la transformación, dejando atrás su humanidad, estaban preparados para la nueva vida eterna. Y a falta de cielo, su hermana los conducía al reino de las profundidades.

Ella iba la primera, nadando con una habilidad que parecía innata, mientras que él andaba pesadamente por el lecho marino con el bentos apartándose a su paso, quedándose poco a poco rezagado. Los últimos ya se perdían a lo lejos en aquella extraña masa bioluminiscente, donde se difuminaban en un halo de claridad como si fueran ángeles. Ángeles caídos, si acaso, que retornaban al edén. Al lugar de origen de la humanidad. Los hijos pródigos regresan.

Comenzaba a distinguir lo que había al otro lado de la neblina resplandeciente, y en verdad parecía una ciudad. Pero si de verdad lo era, tenía proporciones ciclópeas, e incluso el fondo oceánico se le hacía pequeño. Las espiras dibujaban ángulos imposibles que resultaban mareantes, ¿o es que padecía el mal de las profundidades? Y esas sombras que se movían en el gran templo, si de verdad eran seres vivos, su tamaño tenía que ser… no, eso no podía estar bien. Algo le ocurría. En realidad las bombonas de oxígeno que llevaba debían de estar ya en las últimas, no aguantarían mucho más. La escasa pureza del aire que respiraba le agotaba más de lo debido y cada paso se le hacía un mundo. Estaba inmerso en la nube y parecía el limbo, una masa de plancton fosforescente donde nada era real. Se detuvo, desorientado, sin saber bien por dónde marchar. Entonces una figura nadó delante de su traje. Era ella, flotando feliz; parecía que volaba como un hada sobre el prado de algas.

—Gracias, hermanito. Tenías razón, al final todo ha salido bien. Me da mucha pena que no puedas venir, pero el bichito dice que allí no hay sitio para ti. ¿Lo comprendes?

Él asintió, ya medio hundido hasta las rodillas en la fina arena del lecho marino. La muchachita le dio un beso en el casco, justo encima de su nariz.

—Adiós, hermanito, siempre me acordaré de ti.

Se marchó y le dejó solo, pero se sintió extrañamente feliz. Su papel había concluido. Todo estaba bien.

Fin

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