Relato retrofuturista ambientado en una ciudad sumergida. Podéis acceder al resto de capítulos desde el índice.
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Tras la separación de los hermanos en el orfanato, han transcurrido unos años y la ciudad prosigue su acelerado descenso a la anarquía. Surgen luchas por el poder y grupos que tratan de dar sentido a la existencia bajo las aguas.
3. Los que quedamos…
La puerta no era tal, sino unos tablones enmohecidos y cubiertos de lapas secas que había que echar a un lado al entrar, para dejarlos caer luego tras de uno con un golpe sordo. No es que fuera un lugar secreto, si sabías a quién preguntar, pero ciertamente nadie iba pregonando lo que había allí.
Detrás de las tablas nacía un pasillo largo, sorprendentemente amplio y bien iluminado para lo ajado de la decoración. Tenía entendido que fue parte del atrio de un cine, cuando aquella barriada aún era «de las buenas», y puede que fuera cierto a juzgar por los carteles pegados a las paredes, ya ilegibles, los viejos adornos geométricos de chapa barata y los apliques de las lámparas, de falso oro. Lo cruzó con pasos pesados, aún chorreando agua tras de sí: llegaba tarde. Al fondo había una hilera de personas, un irónico remedo de las colas que debieron de formarse allí cuando la gente compraba sus entradas. Pasó de largo y entró directamente en la iglesia.
No era una iglesia como tal, por supuesto; eso estaba prohibido por el mandamás. Así que pasaba por un simple centro de caridad para los desfavorecidos, algo que, sin estar tampoco bien visto, era al menos tolerado, en particular desde que parte de la aristocracia de la ciudad decidiera reinvertir parte de sus riquezas en lugares similares a aquel. Se decía que lo hacían para mitigar el malestar de la masa de pobladores que malvivía siempre al filo del hambre y la desesperación, y evitar así posibles revueltas. Puede que tuvieran razón, pero él sabía bien que no era la única motivación. El recuerdo de las inclusas en las que había pasado su última infancia y de donde su hermana había desaparecido aún era un dolor lacerante en sus entrañas.
Unas cuantas cabezas se giraron hacia él cuando pasó por delante de los que esperaban para recibir su tazón de sopa caliente y un trozo de ese asqueroso pan de algas. No era de extrañar: había venido directo de su puesto de trabajo y llevaba aún puesto parte del traje de buzo, dejando tras de sí un rastro de agua salada y con la escafandra colgando de su firme brazo izquierdo. No resultaba una imagen demasiado inusual en la ciudad, en especial desde que todo iba a peor y cada vez había más filtraciones y fallas funcionales, y continuamente había que tapar fugas y revisar el exterior de los muros de contención.
Ignoró su curiosidad del mismo modo que él no prestaba atención a las rugosidades de sus cuellos, los párpados protuberantes o la alopecia temprana, incluso en las mujeres, y se sentó en la parte posterior de la antigua platea del cine, en uno de los toscos bancos de madera que sustituían a las butacas. Un poco más allá comía una familia de cuatro miembros, encorvados sobre sus platos y engullendo con rapidez al tiempo que miraban de soslayo a su alrededor, como si temieran que alguien viniera a robarles el caldo aguado. Los hijos, niño y niña de ojos hambrientos y desconfiados, le recordaron a sí mismo y a su hermana años antes, cuando se quedaron solos y vagaron por lugares similares antes de acabar en esos malditos orfanatos. Fue más tarde, tras cumplir la edad reglamentaria y que lo devolvieran a las calles, sin nadie con quien contar, cuando conoció al pastor.
Como invocado por su pensamiento, un hombre se paseó por la fila de quienes aún aguardaban, saludándoles e interesándose por su situación. Recordaba muchos de sus nombres y de las circunstancias que los habían llevado hasta allí, y no eran pocos los que le abrazaban e incluso trataban de arrodillarse para besarle el dorso de la mano. Llevaba un sencillo traje negro con una estola púrpura al cuello que caía sobre su pecho, pero sin símbolos. Así como aquella no era una auténtica iglesia, su pastor tampoco lo era realmente. Nunca hubiesen dejado bajar hasta allí a un sacerdote de la fe que fuera, pero eso no había impedido conversiones nacidas de la progresiva decadencia de la urbe, que de igual forma que sacaba lo peor de muchos ciudadanos, despertaba lo mejor en otros. Como solía decir el pastor, «es la gracia bajo presión».
Después, y bajo la atenta mirada del joven, improvisó una especie de sermón dirigido a cuantos allí estaban. No desde el presbiterio, que de todos modos no existía, sino allí en medio del corro que se formó para escucharle, entre sonidos de masticación, toses y llantos infantiles.
—No perdáis la esperanza, pues es lo que nos mantiene vivos. Las cosas pintan mal, lo sé. La ciudad a la que vinimos esperando el paraíso se ha convertido en un purgatorio…
—En el infierno, padre —dijo una voz.
—No, en el purgatorio —le corrigió con seguridad, sobreponiéndose a las risas y las voces de asentimiento—. Porque en el infierno están los condenados, para los que ya no queda esperanza. Pero las almas del purgatorio anhelan el momento en que se acabe su suplicio y accedan al reino del Señor. Como dijo el apóstol Pablo sobre el final de los tiempos: «Luego nosotros, los que vivimos, los que quedamos, seremos arrebatados para recibir al Señor, y así estaremos siempre con Él». El arrebato de los justos. ¿Y cómo se llama esta ciudad? Exacto, de aquí seremos arrebatados para ir al cielo, pues así está escrito.
El joven buzo pudo comprobar que muchos se sentían impresionados por su arenga. Él ya le había acompañado en ocasiones anteriores y tenía algo de iluminado cuando hablaba así, como poseído por una idea fija. ¿Pero acaso no se podía decir eso de todos los visionarios? Empezando por los que habían construido aquella ciudad submarina que era ahora su prisión permanente.
—Sé que algunos que no pretenden vuestro bien —prosiguió el pastor, alzando la voz desatado— os dicen «conservad vuestros cuerpos puros, no toméis plásmidos». ¿Pero así qué se consigue? Que los poderosos tengan aún más poder y las ovejas sean todavía más sumisas. —Su rebañó le jaleó con fervor—. No, yo os digo que para alcanzar el paraíso hemos de transformarnos, hemos de transformar nuestro cuerpo pecador y trascender la forma humana. ¡Sólo así podremos huir de este purgatorio hacia la luz!
La ovación sumergió sus siguientes palabras, así que optó por dejarlo ahí y permitió, con una sonrisa beatífica, que la gente pudiera comer tranquila. Fue entonces cuando se fijó en el chico y se dirigió hacia él.
—Hijo mío, ¿has conseguido lo que te envié a buscar?
Él asintió. Sacó de uno de los bolsillos acolchados de su traje un pequeño bulto envuelto en un pañuelo de tela empapada. El pseudosacerdote lo desenvolvió con la reverencia que se otorga a una reliquia, para revelar un vial de jugo de babosa procesado. Rojo brillante, libre de impurezas, listo para adulterar y dejar pingües beneficios. Con sólo pensar de dónde sacaban esa cosa se le encogía el corazón… Pero en el pastor sólo provocó un temblor de manos nacido de la ansiedad.
—¿El resto? —preguntó.
—Donde siempre.
—Bien, bien. Enviaré a alguien a por ello. Nuestra congregación pervivirá un tiempo más gracias a esto.
Y sus bolsillos engordarían también un poco. Pero eso no lo dijo. Confiaban en él para introducir los cargamentos de contrabando, que un suministrador para él desconocido sacaba al exterior de tapadillo, en contenedores impermeables, saltándose así los controles internos. Aprovechar su trabajo de buzo para meterlos luego era una aguda artimaña, seguramente inspirada por la divinidad.
—Padre, también he encontrado esto.
Lo que mostraba en la palma de su mano era una pequeña piedra desgastada de forma pentacular, como una estrella de mar fosilizada pero muy regular y con un extraño esquema trazado sobre su superficie, difícil de reseguir. Estaba tan erosionada por el océano y el tiempo que resultaba complicado determinar si era de origen natural o no.
—¿De dónde ha salido?
—También de fuera —indicó con un gesto difuso; al fin y al cabo fuera estaba por todos lados—. Tuve que apartarme de las cuerdas guía para evitar el submarino de vigilancia y casi me extravié por completo en la nube luminiscente. Pensaba que no sabría volver. Y justo entonces me topé con unas cuantas como estas en el lecho marino. ¿Sabe lo que es?
El hombre negó con la cabeza.
—He oído hablar de cosas parecidas, pero nunca había visto una.
—Otros compañeros han desaparecido por esa zona —continuó explicando el muchacho—, y a uno lo hallaron vagando sin rumbo con el oxígeno casi agotado. Había perdido el juicio y balbucía cosas sin sentido. ¿Puede haber algo de verdad en la leyenda de la otra ciudad?
El pastor se encogió de hombros.
—Tal vez, los caminos del señor son inescrutables. Pero ahora te mereces tu recompensa, he encontrado lo que buscas.
Eso le llenó de repentina inquietud.
—¿La ha localizado? —preguntó, temeroso de escuchar una negativa.
—Casi. Su nombre aparece en un programa secreto que fue oficialmente abortado unas semanas después de que la vieras. Algo relacionado la refrigeración, no lo he entendido bien. Pero voy a darte las señas del hombre que sabrá dirigirte hasta ella.
Lo primero que se oyó, de forma repentina, fueron unas voces allá por el patio de entrada, como de una trifulca, y casi de inmediato las detonaciones de los disparos. Ambos volvieron la mirada hacia allí. Los encapuchados armados con escopetas y subfusiles se precipitaron al interior del templo, disparando de forma indiscriminada. Algunos de los presentes conservaban aún cierta reserva de la sustancia genética que potenciaba los plásmidos, pero en su mayoría se trataba de gente pobre que consumía por adicción, sin poderse permitir un verdadero poder capaz de enfrentarse al plomo acelerado. Cayeron como moscas. Aunque evidentemente a los asaltantes no les importaba dejar cadáveres tras de sí, no era ese su objetivo principal: en cuanto localizaron al sacerdote centraron sus ráfagas en él, acribillándolo como un títere desmadejado que sólo espera que las cuerdas le liberen por fin. Cayó detrás del banco de madera, al lado de donde el joven se había parapetado.
—¡Padre, deme esa dirección, rápido!
Pero el agonizante sólo soltó un gorjeo estertóreo. El chico le zarandeó en vano intentando sacarle la información, pero en pocos segundos oyó los pasos de los sicarios que se aproximaban. Seguramente los enviaran los alguaciles, que recurrían con cada vez mayor frecuencia a paramilitares para sus asuntos turbios, o puede que pertenecieran a alguna de las «empresas» que vendían plásmidos, un ajuste de cuentas para quitarse de en medio la competencia.
El chico no pensaba quedarse a ver qué hacían con él. Se colocó rápidamente la escafandra, aunque fuera sin asegurarla, y se lanzó hacia el pasadizo de la parte posterior que llevaba directamente a los muelles, por donde el padre introducía sus cargamentos clandestinos. Ni un segundo tarde: de inmediato sintió los impactos de los proyectiles repelidos por el metal, empujándolo hacia donde quería ir, junto a los silbidos que resonaban a su alrededor de las balas que no acertaban su objetivo. Ni se detuvo a abrir la puerta disimulada: arrambló la madera, que voló en mil astillas, y se perdió en la oscuridad.
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