Bienvenidos una vez más a Disportancia. Hoy he querido preparar un pequeño artículo sobre los espejos medievales (y antiguos en general) porque son un elemento simbólico muy importante en tantas historias y sin embargo a menudo nos cuesta hacernos una idea de lo costoso o directamente complejo que era disponer de un reflejo en condiciones. Aunque sea un análisis superficial (je-je), espero que os sea de utilidad, y de paso os remito a otros textos previos como cerraduras medievales, iluminación medieval y viajar en la Edad Media.
Empezaremos por los conceptos básicos. Para que algo actúe como un espejo debe poseer, primero, una superficie lo más lisa posible para no distorsionar la imagen y, segundo, reflejar una cantidad suficiente de luz como para verla con comodidad. Como veremos a continuación, ambos aspectos han resultado complicados a lo largo de la historia.
Los primeros espejos, evidentemente, fueron simples estanques de agua serena, un elemento narrativo usado en obras modernas como El Señor de los Anillos o Las crónicas de Prydain. Podían ser naturales o artificiales (cuencos o pilones de piedra), y evidentemente cualquier perturbación quebrará la superficie, dejándolo inservible hasta que vuelva a serenarse.
Ahora bien, la reflectividad del agua es muy baja (por debajo del 5%) para un ángulo de incidencia perpendicular (es decir, mirando de frente) y sólo crece para ángulos grandes. Por ello en un estanque vemos reflejados con claridad los edificios del otro lado pero apenas nuestro rostro al mirar (es el mismo motivo por el que los barcos no podían divisar los primeros submarinos pero la aviación sí era capaz). Sólo un fondo oscuro (que no devuelva la luz que atraviesa el cambio de medio) y con un líquido homogéneo y poco absorbente puede reflejar una imagen aceptable.
Obviamente esto no era satisfactorio y la humanidad empezó a pulir superficies ya de por sí reflectantes. Los primeros espejos artificiales fueron seguramente de roca volcánica, como la obsidiana, cuyo uso se data desde varios milenios antes de nuestra era (tanto en América como en Eurasia). Su fabricación era relativamente fácil, se conservaban mucho tiempo y podían alcanzar un buen tamaño. El problema era que la reflexión era pobre y no solía mantener el color de la imagen original, sólo luces y sombras. Además, el proceso de pulido era irregular, creándose «zonas independientes» de reflexión, con la incomodidad aparejada.
Pronto tuvieron que competir con los espejos metálicos, principalmente de bronce y cobre (y posteriormente plata). Estos consistían simplemente en una lámina pequeña bruñida con cuidado, aunque a menudo poseían mango y decoración en los bordes; algo similar a lo que ahora llamaríamos espejos de mano. Si bien la reflectividad del metal es muy superior al agua y la piedra (cerca de un 95% o más), se acababan oxidando y además cualquier golpe o fuerza aplicada podía deformarlos. También existían espejos de cuerpo entero, pero la calidad era muy baja por el deficiente bruñido, y su fragilidad aún mayor.
He encontrado información contradictoria respecto al coste de estos espejos metálicos, que se usaron hasta bien entrado el siglo XIX. Unos dicen que eran carísimos y otros que hasta las criadas de las casas romanas tenían sus propios espejitos para acicalarse. Imagino que dependerá de la época y la pericia metalúrgica, porque conceptualmente no son complejos. En lo que sí coinciden la fuentes es que las imágenes no eran de calidad: el material provocaba una imagen coloreada (los de plata eran mejores en esto) y las irregularidades la deformaban, de modo que había que girarlos para poder verse bien, cuando no eran casi opacos al deslustrarse. Esto explica que Perseo pudiese guiarse con el reflejo de la Medusa en su escudo pulimentado sin experimentar la petrificación. En cualquier caso, estos serán los espejos más corrientes en las ambientaciones medievales.
Y ya llegamos al vidrio y su importante papel en esta historia. Es un buen material para un espejo porque su superficie es de natural muy lisa y conserva con fidelidad las imágenes, además de ser relativamente resistente a arañazos y la manipulación cotidiana. Si bien el uso de vidrio para las ventanas tardó mucho en imponerse por lo complicado de crear una lámina homogénea y fina lo bastante grande, para los espejos era factible siempre que uno admitiera cierta concavidad o convexidad del mismo debido al proceso de fabricación por soplado (lo que limitaba su tamaño a unos 20 cm de diámetro como mucho, nada de espejos de cuerpo entero).
Ahora bien, el vidrio posee una reflectividad muy baja, se necesita algo más. Metal, por supuesto. Inicialmente se adosaba una lámina de metal detrás del vidrio, que actuaba como protector, pero eso no solucionaba las irregularidades de la imagen. Lo ideal sería depositar una fina capa de metal en uno de los lados del vidrio, lo que ahora llamamos azogue (por el mercurio, aunque ese metal ya no se use). Desde los primeros siglos de nuestra época se han venido empleando diversos sistemas y materiales para azogar el vidrio, como plomo fundido, pan de oro, plata… El problema es que el procedimiento era siempre complejo y exigía una lámina de vidrio muy fina y homogénea (y razonablemente incolora, otro aspecto dificultoso en aquel momento).
El resultado eran espejos redondos, convexos, frágiles y (esta vez sí) carísimos. Objetos de reyes, vaya, y de nuevo pequeños, apenas lo suficiente para verse el rostro. Solían protegerse entre dos tapas de material resistente (marfil, bronce y otras aleaciones) que encajaban entre sí y por lo general estaban muy ornamentadas. Se han conservado numerosos ejemplos de estos estuches, pero por lo que yo sé nunca el espejo en sí. Al menos sí que aparecen representados en numerosas obras pictóricas y podemos hacernos una idea de su uso.
En el siglo XIV este tipo de espejos eran relativamente comunes y conocidos, incluso criticados desde la Iglesia por la propensión a la vanidad que provocaban. Hacía finales de la Edad Media empezaron a llegar a Europa desde Venecia espejos de mucha más calidad (se discute cuánta, porque el procedimiento de fabricación era secreto y no dejó de evolucionar). Definitivamente en el siglo XVI se perfeccionaron por un lado las mezclas para fabricar vidrio (con óxido de plomo, lo que llamamos vulgarmente cristal aunque no sea en realidad un material cristalino), los propios sistemas de creación de láminas homogéneas y relativamente grandes, y por fin el modo de aplicar una capa metálica (de amalgama de estaño y mercurio) que no dañara el vidrio al calentarlo. El resultado eran espejos de gran calidad pero, una vez más, a un precio inasequible (se cita el ejemplo de una condesa que entregó una granja entera a cambio de un espejo, y se consideraba un buen trato).
Por suerte, poco a poco el proceso fue abaratándose y ya en el siglo XIX el uso de nitrato de plata más una capa protectora de pintura permitió convertir por fin el espejo de vidrio en un artículo de uso corriente (hasta entonces las clases modestas seguían usando los metálicos, como hemos dicho).
Pero seguro que estáis pensando en otro tema que da también mucho juego narrativo: los «espejos falsos». ¿Podían existir en épocas pretéritas? Vamos a ello. Lo que llamamos falso espejo o espejo unidireccional es en realidad una simple lámina de vidrio, sin azogue o con una capa muy fina del mismo, mucho menor de lo normal. ¿Cómo es posible, si hemos dicho que el vidrio tiene poca reflectividad? Pues por la diferencia de iluminación a ambos lados del cristal. En el lado «público» se aplica mucha luz y el «secreto» debe estar a oscuras. Así, aunque el espejo sólo refleje un porcentaje muy bajo de la imagen, basta para que el ojo no vea más allá. Esto podéis comprobarlo en vuestra propia casa si subís las persianas de noche con las luces interiores encendidas: sólo observaréis vuestro propio reflejo pero desde fuera os ven perfectamente. Volviendo a nuestra pregunta, un artículo así sólo sería factible cuando se puedan fabricar láminas de vidrio y empotrarlas en una pared (la primera patente data de comienzos del siglo XX).
No hay comentarios:
Publicar un comentario