jueves, 29 de septiembre de 2022

Arrebato, capítulo II

Relato retrofuturista ambientado en una ciudad sumergida. Podéis acceder al resto de capítulos desde el índice.

¡Atención! Podéis escuchar el audiorrelato 🔊 en el canal Espejo de Átropos.

Tras el extraño experimento del primer episodio, la niña sueña con ver cumplido su sueño de reencontrarse con su hermano. Sin embargo, la ciudad no es generosa con sus habitantes más desafortunados…

2. Los que vivimos…

El celador tomó el manojo de llaves que colgaba de su obesa cintura y fue pasándolas paulatinamente hasta elegir una que a la niña le pareció idéntica a las demás. Pero debía de ser la buena, porque el hombre la introdujo en la cerradura oxidada y aplicó presión con su manaza hasta que cedió y comenzó a girar. Luego tiró de la pesada puerta, que con un chirrido comenzó a abrirse. La científica dio un empujoncito en los hombros a la pequeña para que pasara. Cuando esta lo hizo, notó sobre sí la mirada del bedel y oyó que le susurraba a la mujer: «¿ese es el monstruito?», y le pareció que ella asentía.

Al otro lado había un patio pequeño, recorrido de parterres geométricos de plantas mustias, cuyas ramitas se extendían por el suelo de cemento y que, bajo esa luz azulada que lo inundaba todo, parecían negras. Al fondo se alzaban los muros de la otra ala del orfanato.

—¡Hermanita!

Al oír la familiar voz, la niña corrió hasta la reja que dividía en dos mitades aquel jardincillo abandonado. Se abrazaron a través de los barrotes como buenamente pudieron, palpando sus cuerpos tan añorados.

—¡Eres tú! —sollozaba—. ¡Sí que eres tú!

—¿Quién iba a ser si no? —rió entusiasmado su hermano, al que ella no llegaba ni al pecho.

—No sé, pensé que me estaban engañando, que era otro de sus juegos…

—Yo tampoco podía creerme que fuera a verte de nuevo. —El chico se apartó un momento de la reja—. Deja que te vea… Te han cortado el pelo, pero sigues tan guapa como siempre.

La niña sonrió y le miró a su vez. Tenía el rostro manchado de hollín o aceite, no se veía bien, y en su mandíbula se insinuaba una rala barba. Llevaba la camisa arremangada y se fijó en los incipientes músculos de sus brazos.

—Has crecido mucho —le dijo—. Pareces más duro.

—A la fuerza, aquí quien no se espabila no sobrevive. —Torció el gesto al recordar—. Nadie cuida de los débiles, los machacan sin piedad.

—¡Suena horrible!

—Ay, hermanita, si tú supieras. Los chicos mayores te pegan para quitarte la comida, y los guardias también si no obedeces o no les pasas una mordida de lo poco que ganamos. Todos quieren que trabajemos duro y traigamos dinero para el orfanato, es todo un negocio.

Ella soltó unas lágrimas.

—Pobre hermano.

—No llores, esto puedo soportarlo. Pensar en el día en que todo termine me da fuerzas. Pero como alguien se atreva a ponerte un dedo encima…

Ella sacudió la cabeza.

—En nuestro lado no pasa eso. Pero nos hacen cosas feas, prueban medicinas con nosotras y nos quieren volver locas, que creamos que todo es maravilloso para que así no nos escapemos.

Enjugándose las lágrimas, la pequeña contempló el techo acristalado del patio, de donde provenía la cenicienta iluminación azulada. No muy lejos se divisaban los letreros de neón de los edificios importantes de la ciudad, deformados y ondulantes por efecto del brazo de océano que los separaba, lo mismo que las estilizadas estatuas que adornaban sus fachadas. En ese momento un cardumen de arenques cruzaba por encima de ellos, acelerando y reagrupándose como si fuera un organismo colectivo que respirase.

—Qué bonita es, ¿verdad? Allí seríamos libres…

El muchacho miró hacia donde ella señalaba, más allá de donde habría estado el horizonte si allí existiera eso.

—No veo nada —admitió—, sólo esa claridad difusa en el mar.

—Pero detrás está la otra ciudad, mira las espiras alrededor del gran templo, y el millar de columnas donde nadan sus hijos…

—¿Te encuentras bien?

Lo cierto era que no mucho. Se sentía mareada. Su visión se volvía borrosa, y no sólo por efecto del agua.

—Puede que… Piensan que estoy loca, ¡pero te prometo que la veo!

—Yo te creo, hermanita. Si tú lo dices, sé que está ahí.

Quería abrazarlo fuerte, sentirse segura de nuevo a su lado, pero resultaba imposible. Era insoportable estar allí, tan cerca pero no juntos.

—¡Qué va a ser de nosotros! —se desesperó—. Estamos perdidos.

—No, eso no, hermanita. ¿Te acuerdas de mamá? Le prometimos que si algo le pasaba, cuidaríamos siempre el uno del otro.

—¡Pero estamos separados —protestó ella, pateando frustrada su lado de la reja que los distanciaba—, no podemos cuidarnos!

—Llegará un día en que sí —le aseguró él—. Cuando salga de aquí, por mucho tiempo que pase, iré a buscarte y viviremos juntos. Y me da igual lo que espere de nosotros esta condenada ciudad.

Fue entonces cuando el celador del ala femenina vino a por ella, con las llaves sacudiéndose y tintineando en su cinto.

—Vamos, bicho raro —le advirtió—, ya habéis estado demasiado tiempo. Van a descubrirnos y eso no hay dinero que lo compense.

—¡No —chilló asustada—, no me separaré más de él!

Trató de colarse entre las rejas para estar junto a su hermano, pero pese a su reducido tamaño era demasiado grande para atravesarlas. Al otro lado, el chico se revolvió y forcejeó con su guardia, que al final tuvo que sacar la porra de su cinturón y golpearle una y otra vez hasta dejarlo sin sentido. Se lo llevó a rastras hacia el edificio mientras la niña aullaba impotente. La científica tuvo que abrirle a la fuerza los deditos, apretados a los barrotes con tal firmeza que se ponían blancos.

—¡No me llevéis, no me llevéis!


—No me llevéis… —murmuró, y su propia voz la despertó. Sorprendida, se descubrió agarrando las barras del cabecero de su camastro, en la sala donde dormía con sus compañeras. Se obligó a soltar el oxidado metal y recordó la pesadilla, una evocación tan vívida de lo que había sucedido días atrás que aún sentía en su nariz el olor a hojas muertas. ¿Qué habría sido de su hermano? No lo había vuelto a ver desde entonces, ni nadie se había dignado a explicarle nada.

Oyó pasos y al girarse sobre el colchón vio que, desde la sala anexa, una cuidadora avanzaba por el pasillo que formaba el resto de camas. Una mujer ya mayor, o por lo menos eso parecía por sus arrugas, con ese uniforme similar al de las enfermeras, aunque ella sabía bien que no lo eran.

—Ah, estás despierta —dijo con voz ronca—. Mejor así, porque quieren que te presentes en un despacho. ¡Ahora mismo, vamos!

La pequeña se dejó caer con las piernas por delante, y sus pies descalzos recorrieron el frío suelo de madera, pasando por delante de las demás niñas. Algunas se incorporaron para mirarla, pero no abrieron la boca, demasiado inmersas en el mundo de fantasía que les habían metido en la cabeza como para plantearse reaccionar a cualquier cosa que no supusiera una amenaza inmediata.

La escalera carecía de contrahuella y los peldaños colgaban sobre el vacío, algo que siempre le había dado mucho miedo. Quizá era deliberado, para que no se atrevieran a subir solas. Pero esta vez la cuidadora la obligó a seguir adelante y la condujo a uno de los cuartos del piso de arriba, donde los pasillos del orfelinato femenino daban disimuladamente paso a instalaciones más modernas.

Allí la esperaba la científica. Ya no le caía bien, y al parecer el sentimiento era mutuo.

—¿Y mi hermano? —le preguntó de sopetón en cuanto la introdujeron en el despacho.

—Tu hermano me importa poco, ¿sabes lo que me costó sobornar a esos celadores? Encima al repartírselo les pareció poco y me exigieron… otras cosas. ¿Y todo para qué? Tengo aquí los resultados de tus últimos tests de aptitud. —Palmeó unas gruesas carpetas amarillentas—. Has malogrado miserablemente todo el proceso de condicionamiento, cuando ya lo tenías casi hecho. Te niegas a aceptar la protección de un «gran papá».

—¡Yo no tengo papá! Y sé que mi hermano volverá para protegerme, no necesito a nadie más.

—Oh, sabía yo que era mala idea permitir que lo vieras —se lamentó la mujer—. ¿Por qué demonios me dejé convencer? Escúchame, recapacita. Esta es tu gran oportunidad, no hay futuro en esta ciudad para una niña como tú si no te dejas malear.

—No quiero quedarme en esta ciudad, pienso huir a la otra.

La científica se la quedó mirando.

—¿Qué dices? Eso no tiene sentido, no se puede regresar a la superficie. Nadie puede.

—¡Pero hay otra ciudad aquí abajo, yo la vi! ¡Esta justo ahí fuera!

—No hay más ciudad que esta, so boba. Lo que señalabas en el patio es la masa bioluminiscente de la fosa marina. Su resplandor se parece a las auroras boreales de allá arriba, aunque por supuesto tú no puedes saber lo que es eso. De ese lugar precisamente provienen las babosas que generan los plásmidos.

La niña abrió los ojos asombrada.

—¡Claro, por eso yo puedo verla y los demás no!

Eso terminó de enfurecer a la mujer.

—No —exclamó—, no puedes verla porque ahí no hay nada. Lo que te pasa es que te estás volviendo loca. No has asimilado bien la simbiosis, te resistes a ella y te afecta al cerebro. Y eso que eres el sujeto más prometedor de cuantos hemos manejado, los conteos de plásmidos producidos por tu cuerpo son simplemente asombrosos, la doctora T. está de acuerdo conmigo en eso. ¡Y qué pureza! Si simplemente fueras más dócil, serías la mayor proveedora de toda la ciudad.

—Yo no quiero eso para nada, sólo quiero volver con mi hermano.

La científica se masajeó las sienes con las yemas de los dedos, harta de su terquedad. Al final cogió una golosina de un cuenco que tenía sobre la mesa y se la llevó a la boca.

—Acabaré engordando. Te ofrecería una —dijo al captar su mirada golosa—, pero puede interactuar con el metabolismo de la babosa que llevas dentro. Escúchame, he estado hablando con la doctora T. Se resiste… nos resistimos a perderte como sujeto experimental, dadas tus extraordinarias cualidades. Queremos darte otra oportunidad. Quién sabe, es posible que en el futuro mejoren las técnicas de condicionamiento y podamos completar tu proceso de aprendizaje.

—¿Me vais a tener encerrada?

—No, eso no serviría de nada. Seguirías creciendo y en unos pocos años dejarías de ser adecuada para mantener la simbiosis con la babosa. En otro departamento han estado haciendo unos experimentos muy prometedores con una cámara… Bueno, es demasiado complejo para explicarlo, pero digamos que te quedarás «dormidita» hasta que lo tengamos todo listo y consigamos que te portes bien.

—¡No! ¡Les contaré que te has saltado las normas y me pediste que no lo contara! —amenazó la pequeña.

Pero lejos de amedrentarse, la científica sonrió.

—Cielo, eso es lo mejor: no podrás.

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