jueves, 15 de septiembre de 2022

Arrebato, capítulo I

Relato retrofuturista ambientado en una ciudad sumergida. Podéis acceder al resto de capítulos desde el índice.

¡Atención! Podéis escuchar el audiorrelato 🔊 en el canal Espejo de Átropos.

En este primer episodio conocemos a una de nuestras protagonistas, que pasa su tiempo aburrida en el orfanato femenino de la ciudad, donde se llevan a cabo misteriosas prácticas…

1. Luego nosotros…

La puerta de la sala de juegos se deslizó con un sonido neumático que asustó a la niña, aunque ya debería haberse acostumbrado. No le gustaba nada que la hoja desapareciera en la pared, nunca había visto puertas que hicieran eso, no estaba bien. Pero lo peor era que nunca sabía quién iba a atravesarla y qué querría.

Esta vez por suerte era la mujer joven, siempre con su bata blanca y sus zapatos de tacón. Era quien mejor le caía de todos los mayores que trabajaban allí. También había hecho migas con alguna compañera, pero no era lo mismo; estaban tan encerradas como ella y además por lo general eran bastante aburridas.

—¡Hola! —dijo la recién llegada, con su habitual afabilidad. Arrastraba un carrito con varios aparatos raros de los que solía usar—. ¿Cómo es que estás sola?

La pequeña se encogió de hombros.

—Me gusta jugar tranquila.

—¿Y no prefieres estar con las demás en la sala de los televisores? Allí todo es más bonito, se oye revolotear a los ángeles y hay muchos colores…

Ella volvió a repetir el mismo gesto. La verdad es que no le caían bien los ángeles. Y eso que su madre no paraba de hablarles de ellos cuando eran pequeños, de contarles cómo cada persona tiene su ángel de la guarda que vela por ella. Pero, ¿acaso el suyo la había salvado? No. Los ángeles no sabían hacer su trabajo. Y de todos modos prefería pasear por el orfanato a ver si encontraba un camino para salir de allí. Pero las puertas siempre estaban cerradas. Decían que era para protegerlas de la gente mala de fuera. No se lo creía pero, a pesar de su corta edad, comprendía perfectamente que era mejor no hablar de esas cosas con los mayores. Ni tampoco con otras huérfanas.

—No sé cómo te llamas —comentó en cambio—. ¡Oye, si me dices tu nombre, te digo el mío!

—Nada de nombres, esa es la política de la doctora T. Se supone que así no nos cogemos cariño.

La mujer dejó el carrito junto a la mesa de juegos y conectó el enchufe de baquelita a la toma de corriente de la sala.

—Bueno —anunció por fin—. Nombres al margen, he venido a ver cómo está hoy mi pequeña paciente.

—¡No estoy enferma! —protestó la niña.

—Cierto —reconoció la científica mientras preparaba el escáner. Las lucecitas que había encima comenzaron a bailar su particular danza rítmica—. Pero nos ayudas a crear nuevas medicinas para los que sí lo están. ¿No te parece que eso es algo bueno?

La pequeña reflexionó con gesto de concentración.

—¿Y por eso tienes que hacer que esté malita?

—Un poco, eso es.

—¡Pues no me gusta!

La mujer sonrió con paciencia mientras verificaba que los indicadores se estabilizaran correctamente.

—Lo entiendo —dijo—. Pero piensa que aquí te dan de comer y te cuidan bien, no pasas frío… Estás mucho mejor que ahí afuera en las calles. ¿No crees que debes devolver de algún modo el favor? Recuerda que en esta ciudad nada es gratis, mucha gente se muere porque no tiene qué comer.

—¿Como mi hermano?

—Vaya, espero que no. Seguro que en el orfelinato masculino le tratan muy bien. Ponte aquí y súbete la manga izquierda.

Le ató una goma tensa por encima del codo y le pasó por la sangradura un algodón empapado en alcohol. La niña hizo una mueca al llegarle el olor. No le gustaba nada que la pincharan, tenía miedo de moverse y que la aguja se rompiera y se le quedara dentro, así que se obligó a pensar en su hermano para relajarse.

—¿Cómo es el orfanato de chicos? —preguntó—. ¿Es igual que este?

—Umm, no, no del todo —respondió la mujer al cabo de unos segundos, mientras tomaba la muestra de sangre—. Está en el ala opuesta, justo al otro lado del jardín, pero no es tan bonito. Ya sabes, es más… para chicos.

La niña no entendía bien eso, pero no respondió. Su hermano siempre había sido muy dulce con ella y no se merecía un lugar feo para vivir. Aunque tampoco aquel sitio era realmente bonito, por más que lo adornaran todo con dibujos de flores y ángeles de intensos colores que siempre parecían a punto de echar a volar, ni por muchos cuentos alegres que les narraran las cuidadoras.

—¿Con los niños huérfanos también prueban medicinas? —siguió preguntando.

—No, allí aprenden a ganarse la vida. Tu hermano era mayor que tú, ¿verdad?

—¡Y tanto, ya tiene doce años!

La científica sonrió al oírla pronunciar esa edad como si representara prácticamente la vejez.

—Entonces le estarán enseñando un oficio y luego le pondrán a trabajar en algún punto de la ciudad. Puede que por el puerto, últimamente concentra casi toda la actividad. Un chico despierto puede hacer carrera si se lo toma en serio.

—¿Y por qué las niñas no aprendemos esas cosas?

—Pues… porque no somos iguales, claro —repuso la mujer como si fuera una obviedad—. Los chicos tienen que aprender a valerse para cuando sean adultos, ¿si no cómo van a mantener una familia? Seguro que cuando salgas de aquí ya es un hombre hecho y derecho, igual hasta tiene hijos.

—¡Pero yo quiero verlo! —protestó—. ¡Ahora, no de mayor!

—Eso es imposible, lo sabes. Venga, tómate esto y ven al escáner.

Le ofreció una pasta verdosa de aspecto casi tan repugnante como su olor. La chiquilla chilló y pataleó, y cuando la mujer le acercó a la boca la cuchara, el contenido acabó adornando el irregular suelo de baldosas jaqueladas.

—¡Tienes que tomártelo!

—¡No, no lo haré!

A punto de perder los estribos, la mujer hizo un esfuerzo por mantener la calma. Finalmente suspiró.

—Mira, no quiero que me despidan —explicó—. Si colaboras conseguiré que veas un rato a tu hermano, ¿de acuerdo?

Eso entusiasmó a la pequeña.

—¿Sí? ¿De verdad de la buena?

—Ah, pero sólo si te dejas hacer todas las pruebas sin protestar —puso como condición—. ¿Trato hecho?

La niña asintió con fuerza y volvió a sentarse. Aun así, estudió con desconfianza el líquido que la científica vertía de nuevo en la cuchara.

—¿Qué es? —preguntó desconfiada.

—Un emético. —Al ver que la niña no comprendía, añadió—: Hace devolver. Te dejará la tripita revuelta, pero se pasará pronto. Venga, hasta la última gota.

Tragó con desagrado la sustancia y puso cara de exagerado asco al notar el regusto que le dejaba en la boca. Luego sintió que algo se retorcía en su barriga, como si la estrujara, y al poco notó subir una ácida calidez por su garganta. La mujer le puso delante con presteza una escudilla metálica y ella vomitó dentro un líquido rojizo, teñido con hilillos de sangre pero que resplandecía por cuenta propia.

Ajena al mareo de la pequeña, la científica retiró el cuenco para colocarlo junto al escáner. Tomó una muestra con otra jeringa de cristal con lengüetas de metal, más gruesa y sin aguja en el pivote, y luego la distribuyó sobre varias placas para provocar su reacción y que fuera analizada.

—¿Qué es lo que haces? —preguntó la niña cuando se encontró un poco mejor.

—Mido la pureza. Tardará un rato en estar listo, pero debo reconocer que la cantidad y la densidad son muy altas. Me parece que eres uno de los sujetos que mejor lo llevan.

Parecía repentinamente contenta, satisfecha de cómo estaban saliendo las cosas.

—¿Y con eso hacéis medicinas?

—Ajá, los plásmidos. Ya sabes, al tomarlos la gente puede hacer cosas que antes no podía y son más felices. Y bueno, ayuda a pagar todo esto. —Abarcó la sala con un gesto del brazo—. Mi sueldo, para empezar. Si va bien puede que me den un aumento. Me gustaría casarme algún día —comentó, más para sí misma que para la niña—. No sé con quién, porque nadie quiere una esposa científica y no me gustaría dejar mi carrera, pero seguro que tener dinero ayuda. Incluso me podría pagar la cirugía estética con ese médico tan famoso del pabellón médico, todas las damas de la ciudad acuden a él….

—Yo te veo guapa.

—Eres un cielo. —Sonrió y dio un toquecito con la uña en uno de los viales para que terminara de precipitar—. ¿Sabes? Es curioso, pero estos plásmidos lo único que hacen es estimular genes que ya tienen las personas dentro de sus células, sólo que inactivos. Es como si antiguamente hubiésemos podido hacer un montón de cosas que se han ido perdiendo por el camino al evolucionar. Extraño, ¿verdad? Quizá hasta podíamos vivir bajo el agua. La doctora T. teoriza que de crías no teníamos esas capacidades, por eso a los niños apenas os afecta, sino que las desarrollábamos al alcanzar la edad adulta. Pero ahora nos quedamos en una especie de estado infantil de por vida, es lo que se llama neotenia.

—No sé —admitió la niña, aún aturdida.

—Claro, me dejo llevar, qué vas a saber tú. Lo importante es que estás acumulando plásmidos según el ritmo previsto, e incluso por encima de eso. ¿Te sientes más pesada o hinchada?

Ella volvió a notar que algo se agitaba en su vientre, abrazándole el estómago como una serpiente a la manzana en aquel libro tan raro que tenía su madre en el cuchitril en que vivían, donde venían esos hombres a hacer que gritara.

—Me metisteis algo en la barriga.

—Es un animalito inofensivo, muy pequeño —se justificó la mujer—. ¿Es que te hace daño? Porque ya sabes que tienes que avisarme si te duele.

La niña sacudió la cabeza en negación.

—No me duele. Pero me habla.

—¿Cómo que te habla?

—Hmm hmm —confirmó ella—. A veces, cuando es de noche y no puedo dormir, lo oigo en mi cabeza. Me cuenta cuentos muy raros. De ciudades sumergidas y gente muerta hace mucho, mucho tiempo, antes de que hubiera personas en el mundo. Y oigo nombres imposibles de pronunciar.

Por un momento la científica se quedó paralizada al escucharla, y no hubo más sonido que el leve ronroneo del escáner.

—No, no, no —masculló—. Delirios esquizoides no, podrían paralizar la investigación y adiós a mi ascenso. Mira, esto vamos a dejarlo como un secreto entre nosotras dos, ¿de acuerdo? —sugirió por fin—. No creo que la doctora T. quiera saberlo, el proyecto ya ha sufrido demasiados retrasos. Y de todos modos no es algo importante, ¿no te parece?

La niña se encogió de hombros.

—Bueno, pues ya está —continuó la mujer, recogiendo con premura sus cosas—. ¡Hasta la próxima consulta!

—¡No te vayas! ¿Y mi hermano? —exigió furiosa—. ¡Quiero verle, me lo prometiste!

La científica apenas refrenó su marcha para volverse hacia ella.

—Oh, vamos, no esperarás de verdad que haga algo así. No quiero ni imaginar los favores que tendría que deber. No, pórtate bien y olvídalo, ¿estamos?

—¡Le contaré todo a la doctora, que el bicho me habla y que tú no quieres que se sepa!

—¡Eso arruinará mi carrera! Ni se te ocurra.

—¡Pues déjame ver a mi hermano! —chilló con toda la fuerza de sus pequeños pulmones.

La joven la miró fijamente y comprendió que no pensaba ceder. Cómo odiaba trabajar con niños…

—Vale, vale, me las apañaré de algún modo. Sólo te pido un poco de paciencia.

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