Entre las muchas leyendas populares que se cuentan sobre Vlad el Empalador, hay una que seguro que os suena. Existen diversas variantes, pero viene a ser así:
Un comerciante extranjero (húngaro en la mayoría de versiones) llega hasta Valaquia y pernocta en una posada. Cuando despierta, descubre le han robado el saquillo donde llevaba su oro. Va a quejarse al propio Vlad Tepes, conocido por su mano de hierro. Indignado porque un extranjero haya de exigirle justicia en sus propios dominios, le asegura que hallará al culpable.
Al día siguiente convocan al comerciante a palacio, donde el príncipe le recibe y le muestra su saquillo. Rechazando los agradecimientos del mercader, Vlad le pide que compruebe si está todo lo que le robaron. El comerciante vuelca las monedas, las cuenta y ve que hay tres más que las que él tenía. Extrañado, las aparta a un lado.
—Mi señor, yo no llevaba tando dinero; estas monedas me pertenecen.
Vlad se sonríe malicioso y le dice:
—Tu honradez te ha salvado, comerciante, pues de haber tratado de quedarte con las monedas que no te correspondían, estarías ahora empalado junto al ladrón que te robó.
Narrativamente, es un relato interesante que, pese a su brevedad, resulta muy efectivo. Vamos a analizarlo, si os parece.
Por un lado, contiene la estructura tradicional de tres actos: planteamiento (el robo y la petición de justicia), nudo (regreso y devolución de la bolsa) y desenlace (reconocer que las monedas no son suyas y respuesta de Vlad). Esto hace que resulte agradable de escuchar y nos transmita una sensación de completitud.
Pero, por supuesto, eso de por sí no basta. Se trata de un relato muy potente precisamente por su carga emocional, intensa y muy variable pese a su brevedad. Empieza con una injusticia relativamente leve (el robo). Ante ella, el protagonista decide usar su derecho a reclamar al señor del lugar, que no es otro que el infame Vlad, un hombre conocido por ser cruel y taimado (si el cuento dijera «fue a denunciarlo al alguacil», la reacción del oyente sería muy distinta). La intensidad narrativa ha subido, porque ahí podía haber ocurrido algo malo, como que Vlad se ofendiera y mandase apresar al mercader, pero el relato cambia de rumbo y hace que el comerciante regrese sano y salvo a la posada, y que al día siguiente descubra que su dinero ha sido recuperado. Hemos rebajado la intensidad y parece que ya nos dirigimos directamente al final feliz. Pero queda otro ingenioso giro: al contar el dinero, el comerciante ve que sobran tres monedas. Casi cualquier persona se habría callado en una situación así, pero el protagonista decide ser escrupulosamente honrado, y ahí descubrimos (nueva subida de intensidad) que acaba de superar sin saberlo una prueba donde se jugaba la vida.
Como muchos relatos tradicionales, contiene una enseñanza moral (hay que ser siempre honrado), pero de un modo muy bien planteado. Porque el lector, al identificarse con el protagonista, se pregunta si él habría devuelto las monedas o si, por el contrario, habría acabado horriblemente ejecutado. Como veis, se huye de una moraleja «telegrafiada» y se la convierte en parte integrante de la propia historia, ya que nos creemos perfectamente que el bueno de Vlad le hubiese mandado empalar y, además, tendría una justificación para ello (puesto que el ladrón ha de ser castigado, ¿por qué no él, si también roba?).
Esta combinación de buena estructura narrativa y buena estructura emocional es lo que consigue que estas historias sean populares durante siglos o incluso milenios (no me extrañaría que se basase en otros cuentos similares más antiguos, la verdad). Si os apetece, en futuras ocasiones podemos analizar relatos tradicionales similares, que tienen mucho que ofrecer si os interesa la narrativa.
Y después de hablar tanto de ladrones y empalamientos, distraigámonos con algo de música ligera: Vladislav - Baby don't hurt me. ¡Hasta la vista!
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